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Las volteretas del arzobispo

Daniel Loewe
Por : Daniel Loewe Profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Quizás se podría aducir que, al menos, el arzobispo es honesto. Pero ni siquiera el recurso a la honestidad le queda al arzobispo: él mismo justificó su inasistencia a la comisión de la Cámara de Diputados, que indaga eventuales irregularidades en hogares dependientes del Sename, aduciendo la separación entre la iglesia y el Estado. Es decir, en razón de la misma separación que había criticado como peligrosa. Pero esto es una contradicción performativa que denota, o falta de entendimiento, o simple oportunismo y descaro.


En septiembre, el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, le pidió al Presidente Sebastián Piñera que Chile no ratifique la Convención Interamericana contra toda forma de discriminación e intolerancia. A su juicio (y ya que presentó un estudio de la Conferencia Episcopal –de la que él es el presidente– podemos suponer que se trata del juicio de la Iglesia Católica nacional), debido a su conceptualización de “discriminación”, su ratificación y aplicación sería motivo de dificultades para la vigencia de algunos derechos fundamentales consagrados en nuestro orden legal. Entre otros, violaría la libertad de educación, de religión y de expresión.

En octubre, el arzobispo Ezzati no asistió a la comisión de la Cámara de Diputados que indaga eventuales irregularidades en hogares dependientes del Servicio Nacional de Menores (Sename), a la que fue invitado a declarar, aduciendo que “En virtud de la separación Iglesia-Estado, de ya larga data en nuestro país, me parece impropio pronunciarme sobre la organización y funcionamiento de un servicio público como Sename”.

Estas declaraciones (por separado o en su conjunto) serían anecdóticas, si no fuese por la situación dramática dentro de la Iglesia Católica, y de la mente del arzobispo, que ellas denotan. Vamos por parte.

[cita]Quizás se podría aducir que, al menos, el arzobispo es honesto. Pero ni siquiera el recurso a la honestidad le queda al arzobispo: él mismo justificó su inasistencia a la comisión de la Cámara de Diputados, que indaga eventuales irregularidades en hogares dependientes del Sename, aduciendo la separación entre la iglesia y el Estado. Es decir, en razón de la misma separación que había criticado como peligrosa. Pero esto es una contradicción performativa que denota, o falta de entendimiento, o simple oportunismo y descaro.[/cita]

El arzobispo tiene una preocupación que muchos creyentes comparten. En general, la oposición a políticas antidiscriminatorias obedece a una lógica propia. Si usted abraza y persigue planes de vida articulados en torno a doctrinas y valores que exigen la exclusión de algunos en razón de criterios que la política antidiscriminatoria pone en suspenso, entonces estas leyes le impedirían expresar sus valores en cada faceta de su vida. Es por eso que es entendible que el arzobispo se preocupe de que la Convención extienda el concepto de discriminación y amplíe los criterios de discriminación.

Al ampliar el concepto de discriminación de directa a indirecta, la Convención permite considerar como discriminatorias no sólo distinciones que tengan como objetivo –deseado– la desventaja  (discriminación directa), sino también aquellas que tengan como resultado –aunque sea indeseado– la desventaja (discriminación indirecta). La razonabilidad de esta ampliación refiere a la experiencia comparada: en muchos casos es extremadamente difícil probar que alguien o alguna institución –con intención– discrimine. Por ejemplo, un misógino dueño de una empresa puede siempre argumentar que no rechazó a la postulante por ser mujer, sino que porque la postulante no se ajusta a la filosofía de la empresa. Es por esto que la referencia a números (menos mujeres trabajando en la empresa o menos mujeres seleccionadas), como indicio de discriminación indirecta en los procesos de selección, es útil: dificulta aun más la discriminación. Además, en el caso de las iglesias y los creyentes, la idea de la discriminación indirecta desarma un argumento usual (que se ha articulado en las cortes estadounidenses) a favor de excepciones a leyes antidiscriminación para que los creyentes o a las instituciones religiosas sigan discriminando: la doctrina de amar a los pecadores pero odiar el pecado.

Si usted quiere discriminar, ciertamente compartirá la opinión del arzobispo de que se trata de una extensión conceptual inaceptable. Si a esto sumamos, como hace la Convención, la ampliación de los criterios de discriminación incluyendo el sexo, la orientación sexual, identidad y la expresión de género, resulta evidente que las posibilidades para poder discriminar disminuyen dramáticamente.

Debido a esta restricción de opciones para discriminar, el arzobispo considera que estaría en riesgo la libertad de educación, de religión y de expresión. Por ejemplo, la Convención obligaría al Estado a terminar con el apoyo financiero a instituciones privadas que realicen actividades discriminatorias, así como a prevenir, eliminar, prohibir y sancionar la elaboración de material pedagógico que reproduzcan estereotipos y preconceptos de tipo discriminatorio. De este modo, por ejemplo, el Estado podría prevenir que una escuela religiosa utilice material pedagógico que reafirme la distinción canónica entre los sexos (niñas cocinan, niños se dedican a las matemáticas) o reproduzca prejuicios sobre homosexuales, o podría quitarle la subvención a una escuela que no acepte hijos de separados (¿le suena conocido?). Es entendible que el arzobispo tenga razones para preocuparse de la ratificación por parte del Estado de Chile de la Convención. Después de todo, ella tornaría aún más difícil que la Ley Zamudio –a la que en su momento también se opuso–, el que las iglesias y sus instituciones sigan discriminando del modo acostumbrado.

El más notable entre los argumentos del arzobispo para rechazar la convención, es que esta en su Preámbulo afirma que debe existir una separación absoluta entre las leyes del Estado y los preceptos religiosos. De este modo, se podrían rechazar razones de derecho natural como válidas en razón de su carácter religioso. Y ya que, a juicio del arzobispo, la corte está politizada en materias referentes al derecho a la vida desde la concepción a la muerte natural, a la familia entre un hombre y una mujer, y al deber preferente de los padres de educar a sus hijos –¡posibilitando incluso el fallo contra el Estado de Chile en el caso Atala!, que el arzobispo considera un ejemplo de esta politización–, esto sería sumamente peligroso. Es notable, porque al avanzar esta tesis, el arzobispo afirma que razones religiosas constituyen buenas razones para justificar leyes de carácter general que reglen la vida en común de una sociedad pluralista. Así, el arzobispo expresa cuán poco respeto le merece la laicidad de nuestra república.

Quizás se podría aducir que, al menos, el arzobispo es honesto. Pero ni siquiera el recurso a la honestidad le queda al arzobispo: él mismo justificó su inasistencia a la comisión de la Cámara de Diputados, que indaga eventuales irregularidades en hogares dependientes del Sename, aduciendo la separación entre la iglesia y el Estado. Es decir, en razón de la misma separación que había criticado como peligrosa. Pero esto es una contradicción performativa que denota, o falta de entendimiento, o simple oportunismo y descaro. La comisión de la Cámara indaga acusaciones graves relativas a abusos sexuales en hogares de menores, algunos de los cuales están asociados a instituciones pertenecientes a la iglesia. Al negarse a asistir, el arzobispo se niega a cumplir su rol de ciudadano muy dispuesto a participar activamente en el bien común de la sociedad. Así de simple.

La Iglesia Católica –como otras iglesias– libra hace ya mucho tiempo una lucha interna frente a la modernidad. Ha habido progresos, que se reflejan en algunos desarrollos civilizatorios en su doctrina. De hecho, ya no existe la Inquisición (en su lugar, sólo existe la Congregación para la Doctrina de la Fe). Pero, en lo referente a una serie de asuntos, aún le queda mucho por recorrer. Sobre todo, cuando refieren a la sexualidad humana, en la cual la Iglesia Católica tiene una fijación especial (sublimación, nos recordaría un freudiano). En vez de violar la separación entre la iglesia y el Estado, tratando de influenciar las decisiones políticas, y luego, mediante una voltereta parecida a la de Saulo en su camino a Damasco, recurrir a ella para justificar el no cumplimiento de su deber ciudadano, el arzobispo haría bien en invertir su energía en la investigación y prevención de los delitos sexuales en los que su iglesia hace agua, y en incentivar a sus fieles a ser mejores cristianos: hombres y mujeres que atiendan más a sus hermanos y menos a lo que estos hagan con sus genitales –en tanto sean mayores de edad, claro–.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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