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Oleadas de igualdad

Sergio Missana
Por : Sergio Missana Periodista y escritor
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La agitación contra el “modelo” ha aflorado en el marco de manifestaciones de descontento generalizadas, planetarias, en el contexto de una crisis profunda de legitimidad y representatividad de la política –de las clases políticas– que ya no es capaz de encauzar y conducir lo político (según la distinción de Jesús Martín Barbero), que se encuentra más vivo que nunca pero en un estado fluido de mutación, asumiendo formas de momento impredecibles e incontenibles para las obsoletas estructuras de la política.


“No hay nada tan poderoso como una idea a la que le ha llegado su hora”, escribió Víctor Hugo. Entre las ideas dominantes de una época, las de mayor fuerza son aquellas que se dan por sentadas. Alfred N. Whitehead sostuvo que uno de los ejercicios intelectuales más arduos consistía en explorar esos territorios que resultan invisibles por su proximidad y trivialidad, examinar lo obvio. Una manera de acercarse a lo obvio es estudiar los procesos mediante los cuales determinadas visiones pasan a (o dejan de) darse por sentadas.

La idea a la que ha llegado su hora en este tiempo, qué duda cabe, es la igualdad. La focalización del gasto social en los sectores más vulnerables –según el eufemismo en boga– durante las últimas décadas ha generado una aparente paradoja: una disminución de la pobreza y un ensanchamiento de la brecha de desigualdad. Hoy se da por sentado que una sociedad más inclusiva pasa por nivelar en alguna medida “la cancha” en términos de capital cultural, mediante una reforma profunda al sistema educativo. En ello parece haberse asentado un amplio consenso, aunque, por supuesto, el demonio está en los detalles y esa reforma, imprescindible y urgente, no parece fácil de implementar. La igualdad –que algunos de los promotores más dogmáticos del “modelo” parecieran asumir como una peligrosa innovación– es de larga data: proviene de la Ilustración y fue consagrada como una de las tres ideas matrices de la Revolución Francesa. Repetida hoy como un mantra, la igualdad corre el riesgo de perder forma, vaciarse de sentido. Tomando como ejemplo el caso chileno, con paralelos en otros países latinoamericanos, se puede considerar que la igualdad ha progresado, desde la Independencia, en oleadas, con avances y retrocesos, aunque siguiendo una tendencia general hacia una mayor inclusión.

La Independencia fue un proceso gatopardista, al cabo del cual la elite criolla no sólo emergió indemne sino habiendo consolidado significativamente su poder. Se ha constatado una y otra vez que revoluciones llevadas a cabo no sólo para derrocar a una elite específica, sino muchas veces contra la existencia misma de las minorías privilegiadas, terminan generando, en poco tiempo, como cabezas de la hidra, nuevas elites. La persistencia de estas –en la Independencia, de una misma aristocracia– no conlleva aplicar la falacia naturalista: el hecho de que parezcan formar parte de la naturaleza humana no las hace necesariamente buenas (ni malas). La tensión entre inclusión y exclusión, y el avance discontinuo hacia un mayor grado de igualdad se dieron, durante el siglo XIX, al interior de la elite, preparando el terreno para la expansión ocurrida en el XX.

[cita]La agitación contra el “modelo” ha aflorado en el marco de manifestaciones de descontento generalizadas, planetarias, en el contexto de una crisis profunda de legitimidad y representatividad de la política –de las clases políticas– que ya no es capaz de encauzar y conducir lo político (según la distinción de Jesús Martín Barbero), que se encuentra más vivo que nunca pero en un estado fluido de mutación, asumiendo formas de momento impredecibles e incontenibles para las obsoletas estructuras de la política.[/cita]

La penetración de las ideas liberales en Chile, como en toda América Latina, significó un progreso importante en este plano, confinado en gran medida a las clases dominantes (aunque también existió un liberalismo popular). Entre las contribuciones del liberalismo se cuentan la consolidación del constitucionalismo, la emergencia de las garantías individuales y el proceso de secularización que llevaría en el siglo XX a la separación entre Iglesia y Estado. Su diseminación no estuvo libre de contradicciones: conviviendo con la esclavitud –fenómeno abordado por Roberto Schwartz en su clásico ensayo “Las ideas fuera de lugar”–, con regímenes dictatoriales y con políticas de expansionismo que significaron, en algunos casos, un exterminio masivo de poblaciones indígenas.

En el siglo XX, las oleadas de igualdad tendieron a la inclusión social y política de sectores más amplios de la población. Por lo general, las reivindicaciones igualitarias encontraron la resistencia de grupos minoritarios que veían amenazadas sus propias prerrogativas, los avances ocurrieron mediante la conquista de territorios en disputa. Una enumeración somera y no necesariamente exhaustiva puede incluir: la cuestión social, los movimientos obreros, la doctrina social de la Iglesia y la primera legislación social; los movimientos antioligárquicos de los años veinte; la emergencia política de la clase media y, en Chile, los gobiernos radicales, el voto femenino y otras reformas al sistema electoral. Estas últimas permitieron compensar en parte la postergación de sectores rurales que se habían visto forzados a brindar un verdadero subsidio alimenticio a los proletariados urbano y minero, los que representaban una amenaza más tangible e inmediata para los sectores dominantes.

El momento de mayor intensidad igualitaria del siglo pasado correspondió, sin duda, al zeitgeist revolucionario de los años sesenta y, en Chile, al gobierno de la Unidad Popular, que fue seguido por el retroceso más pronunciado, que abarcó a toda la región, comenzando por la instauración de la dictadura militar en Brasil en 1964. En Chile, la dictadura de Pinochet aplastó gran parte de los avances logrados durante las décadas precedentes en materia de igualdad, abriendo paradójicamente un espacio para la diferencia –por ejemplo, para la emergencia de un movimiento feminista–, en parte porque así lo ameritaba un cambio de mentalidad: la emergencia de las políticas de identidad postmayo del 68 y de una multiplicidad de minorías organizadas con reivindicaciones gremiales específicas.

La eclosión del llamado conflicto mapuche –que algunos intelectuales mapuche prefieren llamar “conflicto chileno” –durante la transición obedece a la misma lógica: el retroceso o crisis de los grandes proyectos igualitarios transversales hizo posible que cobrara visibilidad o –según la célebre sentencia de Hugo– le llegara su hora a lo que durante siglos había permanecido en una zona ciega, reprimido, en las sombras. Este punto de inflexión reveló la existencia de un trauma histórico no resuelto (y ni siquiera confrontado), abriendo un espacio para repensar los orígenes y fundamentos del Estado-nación chileno.

En la década actual, se ha desplegado un nuevo ciclo de reivindicaciones igualitarias transversales –aunque admitiendo los pliegues y matices de la diferencia–, cifrado en la educación como un lugar estratégico donde abrir oportunidades de acceso a capital económico y cultural. Esta nueva oleada, que equivale a un momento refundacional, ocurre en parte como una reacción ante la incapacidad del sistema neoliberal por resolver la tensión entre dos componentes del ideario de la Revolución Francesa, libertad e igualdad, que el pensamiento liberal contemporáneo ha buscado equilibrar mediante trade-offs o compensaciones, concibiendo su relación como una suma cero. La expansión del consumo se ha revelado como una fuga, trayendo aparejada una devaluación de aquello a lo que se accede, generando nuevas y profundas exclusiones. La agitación contra el “modelo” ha aflorado en el marco de manifestaciones de descontento generalizadas, planetarias, en el contexto de una crisis profunda de legitimidad y representatividad de la política –de las clases políticas– que ya no es capaz de encauzar y conducir lo político (según la distinción de Jesús Martín Barbero), que se encuentra más vivo que nunca pero en un estado fluido de mutación, asumiendo formas de momento impredecibles e incontenibles para las obsoletas estructuras de la política.

En un artículo de 2013, José Zalaquett recurrió, para describir el momento actual, al conocido retruécano: vivimos no una época de cambios, sino un cambio de época. Con el fin de la Guerra Fría habrían quedado atrás un siglo largo (el XIX) y otro corto (el XX), según la caracterización de Hobsbawm y Habermas. Estaríamos en los albores de una transformación histórica a gran escala. Pero la sensación de agotamiento del paradigma anterior –que en el plano de la política democrática se encarna en el sistema de representación ciudadana por medio de partidos políticos, que, según todo parece indicar, no da para más– y las demostraciones de descontento masivas en pos de una mayor inclusión, no han configurado propuestas y ni siquiera vislumbrado lo que está por venir. Nos encontramos en un interregno en que constatamos que se ha cerrado una época, pero aquella que le va a suceder no acaba de manifestarse. En una línea similar, el filósofo Hans Ulrich Gumbrecht ha descrito el presente histórico, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, como dominado por un estado de latencia, de espera.

En la década 1860, el historiador irlandés W. E. H. Lecky conjeturó la existencia de un espacio de simpatía que se iría ampliando progresivamente a lo largo de la historia: “En algún momento los afectos benévolos sólo acogen a la familia, pronto ese círculo que se expande incluye primero a una clase, luego a una nación, luego a una coalición de naciones, luego a toda la humanidad y, finalmente, se siente su influencia en el trato de los seres humanos con el mundo animal”. Peter Singer ha adoptado esta noción, de cuño utilitarista, del círculo de empatía que se expande, asociándola a los principios de la psicología evolutiva y, en particular, a la teoría del altruismo recíproco. Singer propone que el desarrollo tecnológico y el impacto de la actividad humana sobre el planeta hacen inescapable la necesidad de desarrollar una ética global marcada por un cambio de perspectiva que debe contemplar a aquellos afectados por las propias acciones en complejas redes de interdependencia.

Considerar las oleadas de igualdad en términos de grandes ciclos de tiempo no necesariamente aporta claridad respecto a cómo va a evolucionar (o debiera hacerlo) aquel en que estamos inmersos. La necesidad de “nivelar la cancha” en términos de capital cultural se presenta ahora como prioritaria e imperativa. Las experiencias de acción afirmativa en universidades de Estados Unidos, dirigidas a abrir espacios para minorías étnicas, han demostrado que se pueden lograr enormes avances en ese plano en lapsos de tiempo relativamente acotados, aunque la implementación de tales programas es compleja y conlleva buscar delicados equilibrios en el proceso de excluir para incluir. No es sensato hacer predicciones, excepto en un plano tan general que se bordea la tautología. Cabe esperar que: a) las oleadas de igualdad van a continuar, el círculo de inclusión seguirá expandiéndose; no es improbable que existan retrocesos y por las nuevas conquistas se deba pagar un alto costo de exclusión y sufrimiento; b) el futuro acaso depare una variante muy distinta del capitalismo, que llevará aparejada una revolución ética asociada a imponer limitaciones al consumo y al crecimiento. Por ahora, queda mucho por avanzar hacia una mayor inclusión en todos los frentes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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