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El bicameralismo debe ser abolido

Fernando Muñoz
Por : Fernando Muñoz Doctor en Derecho, Universidad de Yale. Profesor de la Universidad Austral. Editor de http://www.redseca.cl
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El bicameralismo, esto es, la existencia de dos cámaras al interior del Congreso Nacional, es a menudo asumido como una realidad inevitable y no cuestionada en la organización del poder político. Así ha sido a lo largo de la mayor parte de nuestra historia, aun cuando no durante toda ella. Nuestro Primer Congreso Nacional, que sesionó del 4 de julio de 1811 hasta que José Miguel Carrera lo clausurara el 4 de septiembre del mismo año, funcionó como una asamblea unicameral. La idea de dividir en dos cámaras nuestra asamblea legislativa haría su aparición en la Constitución de 1822, y sería preservada en la Constitución de 1823. Ninguno de estos dos textos constitucionales llegó a ser aplicado, pero la estructura bicameral contemplada en ellos se mantuvo en las siguientes Constituciones, que sí llegaron a configurar efectivamente la práctica política; esto es, las de 1828, 1833, 1925, y 1980.

¿Qué sentido tiene el bicameralismo? Esa pregunta debe ser respondida con argumentos que atiendan a la realidad concreta de nuestra organización del poder político. Los argumentos, por supuesto, pueden venir de otros momentos y de otros lugares; lo que importa es que clarifiquen la realidad de lo que está en juego al momento de configurar de una u otra forma nuestra asamblea legislativa.

Al respecto, la comparación con Estados Unidos siempre se revela esclarecedora; no en el sentido de que ofrezca una justificación para el bicameralismo, sino que, por el contrario, en cuanto a que ella revela lo distinto que es la realidad concreta de ambos países. En dicho país, el bicameralismo, inventado por la Constitución de 1787, consistió en una adaptación del sistema británico en aquel entonces existente, donde junto a la Cámara de los Comunes se encontraba una Cámara de los Lores que reunía a la aristocracia, y donde constituía “una garantía orgánica para los intereses de la aristocracia contra las tendencias igualitarias de una cámara baja popular” (Herrero, 1975, 244). Para los constituyentes norteamericanos de aquel momento, el bicameralismo fue una concesión de parte del partido ‘federalista’, partidario de una estructura política central más poderosa que la contenida en el texto constitucional de 1777, a favor de los estados más pequeños, temerosos de ser absorbidos por los más estados grandes.

Por cierto, el destino del bicameralismo en dichos países ha sido desigual. En Inglaterra, la Cámara de los Lores ha ido perdiendo potestades a lo largo del tiempo, al punto que, como ha observado el cientista político Arend Lijphart, la relación entre la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores es altamente asimétrica, ya que es la primera la que concentra el poder político, por lo cual el sistema en cuestión puede ser calificado como cuasi-unicameral (Lijphart, 1999, 19). En Estados Unidos, en tanto, el constitucionalista Sanford Levinson ha criticado el bicameralismo, argumentando que, inspirado en el temor a la aprobación de ‘mala’ legislación, dificulta la aprobación de iniciativas legislativas en general, ‘buenas’ y ‘malas’ por igual, y que además permite la adopción de posturas políticamente irresponsables por parte de los parlamentarios, confiados en que la otra cámara corregirá sus excesos (Levinson, 2006, 29-38). Que el bicameralismo en Estados Unidos no haya sido reformado, pese a la existencia de un amplio acuerdo en dicho país sobre la ineficacia legislativa, se debe en gran medida precisamente a la rigidez de la Constitución norteamericana, que dificulta significativamente la aprobación de reformas a su propio texto.

Es significativo que el sistema político donde primero surge el bicameralismo, aquel haya sido modificado hasta reducirlo a la insignificancia (y que en el segundo sistema político en implementarlo, su subsistencia se deba a la existencia de procedimientos de reforma de excesiva complejidad). Tal sistema político es también donde surgen las primeras críticas a la organización bicameral, de la pluma de Jeremy Bentham (1830). Bentham, escribiendo en una época en la que la monarquía y la Cámara de los Lores retenían considerable poder político, creía en la necesidad de avanzar hacia una democracia mayoritaria con sufragio universal como método de gobierno. En ese contexto es que la existencia de una segunda cámara dentro del Parlamento pasaba a ser, en su opinión, un gran inconveniente debido a la capacidad de esta segunda cámara de distorsionar la voluntad popular, ya fuera dilatando innecesariamente el proceso político o bien entregando un poder a determinada minoría para obstruir los proyectos de la mayoría.

El argumento central de Bentham es que en un régimen representativo, la necesidad de contar con al menos una cámara está dada por el régimen de gobierno mismo, mientras que los beneficios de una segunda cámara deben ser demostrados. La respuesta de Bentham a este problema es que una segunda cámara es innecesaria, dado que no produce ningún beneficio, mientras que representa costos de todo tipo. Así, si se sostiene que la segunda cámara es mejor que la primera, entonces podemos replicar que la segunda cámara debiera ser la única. Por otro lado, si se quiere añadir más reflexividad en la consideración de la legislación, la primera cámara siempre puede hacerlo por sí sola, ya que le basta sencillamente decidirlo así en la tramitación de un asunto en particular o a través de la regulación de sus propios procedimientos. Por último, además de no entregar ningún beneficio, una segunda cámara también produce costos en términos de tiempo, recursos administrativos, entre otros. En definitiva, según Bentham, un cuidadoso análisis nos revela que la función de una segunda cámara no es cuidar la calidad de la legislación, sino cuidar de los intereses que ella toca.

Es probable que alguien que quisiera defender la existencia del bicameralismo ofrecería alguna de las siguientes tres razones: favorecer la racionalidad del proceso legislativo; dar protección a minorías; o proveer de representación a las regiones. Pero en los tres casos de malos argumentos, por cuanto su articulación no logra justificar la institución discutida. La calidad del proceso legislativo no depende de que el debate parlamentario sea replicado en dos asambleas distintas, sino que depende de la existencia de mecanismos adecuados de asesoría profesional a la función legislativa. La protección de minorías marginalizadas del proceso político, como he señalado en la discusión de las leyes supermayoritarias, sólo puede ser lograda suplementando el proceso político ordinario a través de cuotas y cupos reservados para categorías de sujetos estructuralmente desaventajados o bien a través de la intervención contramayoritaria de tribunales comprometidos con los derechos fundamentales. Por último, la existencia de una segunda cámara no agrega nada a la representación de las regiones, la cual depende más bien de una asignación de escaños parlamentarios proporcional al tamaño de la población de cada unidad territorial. Más bien, lo que necesitan las regiones son parlamentarios elegidos competitivamente, que puedan ser fácilmente reconocidos por sus votantes, y que sean electos por unidades territoriales equivalentes en cuanto al tamaño de su población.

Pareciera ser, más bien, que si es que existe alguna necesidad práctica que justifique la existencia del Senado, es la de ralentizar y moderar políticamente el proceso legislativo, diluyendo el cuestionamiento conflictivo del status quo. Muy apropiadamente, Arturo Fermandois denomina a tal rol la función conservadora del Senado. Fermandois sostiene que la Constitución “se le designa como Cámara de reflexión o moderación en la producción legislativa, se le ubica en posición objetiva menos permeable por el acontecer político inmediato y se le exige constituir una fuente de resoluciones más maduras, técnicas y crecientemente desideologizadas” (Fermandois, 1997, 292). Para Fermandois, “el Senado debe ser, en este sentido, el lugar de la reflexión, del aporte técnico, frío y deseablemente despolitizado en la elaboración de las leyes” (Fermandois, 1997, 288). El Senado es, en esta visión, un lugar destinado a la supresión del conflicto político, a la ‘desideologización’ en nombre de la defensa ideológica del status quo.

No está de más observar, por lo demás, que el Senado está configurado de una forma tal que tiende a ser comparativamente más conservadora. Esto no se debe tanto al requisito de edad, de veintiún años de edad para los diputados y de treinta y cinco para los senadores, sino más bien al menor número de integrantes del Senado. El hecho de que en el Senado existan menos escaños significa que hay más competencia por entrar a él. En consecuencia, en un sistema de ‘libre mercado’ como el que existe en materia de financiamiento de la política en nuestro país, ello implica que quienes reciban más aportes económicos de parte de los grandes intereses económicos cuenten con ventaja.

Ahora bien, una vez que hemos dado con esta fundamentación para el bicameralismo, no queda claro por qué la institución justificada de dicha manera deba ser aceptada por todos, consagrándola en nuestro ordenamiento constitucional. Invirtiendo el sentido político de la tesis de Fermandois, ¿podría yo defender una determinada institución por su capacidad de radicalizar el proceso legislativo y contribuir a la supresión de la estructura de clases capitalista, o de la discriminación de género, o de la marginalización de los pueblos originarios? Una teoría liberal de las instituciones, que aspire a la búsqueda de neutralidad en la organización política fundamental, probablemente nos llevaría a responder la anterior pregunta negativamente, con lo cual la institución así justificada (el bicameralismo) no podría permanecer en nuestro ordenamiento constitucional.

Pero me parece mucho más interesante emplear como premisa la tesis de que ninguna institución es neutral en términos de la distribución social de poder material y simbólico que realiza. La pregunta, en consecuencia, sería qué intereses favoreceremos a través de la organización del poder político. Formulada explícitamente esta pregunta, me parece que ella sólo podría ser respondida estableciendo una organización que acerque a nuestra sociedad desigual a los valores fundamentales que la justifican; esto es, a la igual libertad de todos los integrantes de la comunidad política. El bicameralismo habría de ser reemplazado por un unicameralismo donde se le garantice un espacio a categorías de sujetos estructuralmente desaventajados. En atención a la estructura social chilena, me parece razonable que ello se traduzca en mecanismos que favorezcan la participación política de trabajadores, mujeres, y pueblos indígenas. En el primer caso, a través de mecanismos de financiamiento de la política que equiparen financieramente la competitividad de trabajadores y de empresarios.* En el segundo caso, a través de cuotas mínimas de mujeres en las listas a ser presentadas por partidos políticos. En el segundo caso, a través del establecimiento de un territorio con algún grado de autonomía política en Wallmapu, el cual cuente además con parlamentarios ante el Congreso Nacional.

No es cierto, en definitiva, que la ‘técnica’ exija la existencia de bicameralismo. Tal afirmación suele entramparse consigo misma al enfrentarse a la evidencia empírica. Así, por ejemplo, los cientistas políticos Michael Cutrone y Nolan McCarty afirman, tras un minucioso análisis teórico realizado desde la perspectiva de la economía política, que “tanto los argumentos positivos como normativos a favor del bicameralismo tienden a ser débiles” (Cutrone y McCarty, 2006, 193). Cutrone y McCarty concluyen su estudio mediante la siguiente afirmación:

Uno podría responder a nuestro análisis sugiriendo que, si bien los beneficios del bicameralismo son bajos, también lo son los costos. Esto podría ser cierto respecto de las cámaras altas de democracias consolidadas, en gran medida simbólicas. Sin embargo, los costos serían considerablemente altos en democracias emergentes si es que una equívoca fe en las virtudes del bicameralismo le cierra las puertas a formas más efectivas de protección de las minorías políticas (Cutrone y McCarty, 2006, 194).

Por el contrario, la responsabilidad política del Congreso, su capacidad de rendir cuentas o accountability, aumentaría si se estableciera la unicameralidad, ya que dicha responsabilidad actualmente se dispersa en dos órganos distintos que pueden culparse mutuamente sobre los defectos de la representación y la legislación. Como ha dicho un autor, las ventajas del sistema unicameral son muchas: “el poder legislativo se convierte en un órgano más responsable. La posibilidad de corrupción se reduce. Se aseguran legisladores más capaces. La aprobación rápida de las leyes está garantizada, aunque un grado suficiente de deliberación se mantiene. Los gastos de operación legislativa se reducen. La planificación de programas legislativos globales se ve facilitada” (Orfield, 1935, 36).

Nuestro país no sería la primera unidad política en adoptar el unicameralismo. El estado de Nebraska, en Estados Unidos, abolió el bicameralismo en 1936; un autor, evaluando dicha medida dieciséis años después, llegó a la siguiente conclusión: “¿ha resultado la eliminación del contrapeso proporcionado por una segunda cámara en legislación precipitada y poco meditada? Todo indica que no” (Shumate, 1952, 508). Por el contrario, afirmó, “en lugar de dedicar menos consideración a cada proyecto de ley, podemos sostener plausiblemente que cada proyecto recibe ahora más atención de la que recibía en el marco del sistema bicameral” (Shumate, 1952, 508). Nueva Zelanda, en tanto, abolió su parlamento bicameral en 1950. Desde entonces, ha gozado de más de seis décadas de democracia ininterrumpida.

No debemos permitir que el discurso constitucionalista tradicional nos presente al bicameralismo como un deseable ‘contrapeso’. Detrás de dicha justificación, pareciera más bien esconderse el propósito estratégico de ciertas minorías poderosas y bien ubicadas que a lo largo de la historia han intentado obstruir a las mayorías.

* Algún día habrá de ser discutida la participación de federaciones sindicales en el proceso legislativo mismo. La tarea para nuestra generación, y que posibilitará dicha discusión, es el fortalecimiento de las organizaciones que hacen de la clase trabajadora una clase para sí; esto es, el fortalecimiento de los sindicatos.

(*) Texto escrito en Red Seca.cl

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