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La libertad según el capitalismo Opinión

La libertad según el capitalismo

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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Quizás la verdadera lección de la caída del Muro de Berlín se relaciona con la necesidad de seguir buscando, a 25 años de su ocurrencia, una sociedad verdaderamente libre, verdaderamente sin muros. No remitirnos a la comodidad –que transpira el discurso de Ampuero y otros representantes de la derecha– de quedarnos simplemente con la libertad del mercado, como si una vez que ésta se ha conseguido, ya no hubiera más cuestionamientos que hacerse.


La conmemoración de los 25 años de la caída del Muro de Berlín ha traído consigo justas celebraciones, interpretaciones y análisis acerca del período de la Guerra Fría y sus horrores. Lamentablemente, sin embargo, buena parte de la reflexión ha carecido de mayor profundidad, y se ha remitido a revivir la discusión ideológica de la época, para ensalzar al capitalismo como un sistema incuestionable y poco menos que perfecto, que no merece ninguna crítica.

La caída de los totalitarismos de izquierda, simbolizada en la caída del Muro, es sin duda un hito crucial en la historia del siglo XX, que nos dejó la lección trágica de que el hombre no puede ser usado nunca como un medio para un fin “superior”. Los sistemas totalitarios de izquierda, que ciertamente sedujeron a una parte importante de las generaciones de posguerra, (y, por desgracia –todo hay que decirlo–, siguen contando con la anuencia de unos pocos hasta el día de hoy), son ejemplos muy claros de esta perversión política. En pro de ideales supuestamente superiores (digamos, en el mejor de los casos, la “igualdad” o la “justicia social”), sacrificaron los derechos de millones de personas, transformándolas en piezas instrumentalizables o, incluso, desechables a manos del Estado.

Sin embargo, extraer de este aprendizaje, trágico y fundamental, la conclusión de que el capitalismo en su forma actual es el único sistema capaz de respetar la dignidad humana, y que cualquier cuestionamiento del mismo estaría poco menos que recubierto de un matiz totalitario, parece ramplón y oportunista: empobrece y hasta trivializa el debate, y de alguna forma incluso desvirtúa la muy necesaria celebración.

Desde luego me parece encomiable que algunas personas, como Roberto Ampuero, hayan tenido la lucidez para desengañarse a tiempo de las dictaduras comunistas, pero hay algo en su cantinela actual que aparece un poco iluminado y un poco superficial. Las dictaduras de izquierda son condenables, tanto como las de derecha (y resulta lamentable que haya algunos que todavía no lo tengan claro), pero de allí no se deduce que el capitalismo económico sea un sistema sacrosanto y sin fisuras, ni tampoco que el actual liberalismo económico sea la única fórmula política que respete la libertad humana. Se puede estar en contra de todos los totalitarismos de izquierda y aun así criticar el capitalismo, o a lo menos denunciar y enfrentar los desafíos que presenta para el orden mundial. Asimismo, se puede ser “liberal” y, a la vez, criticar el capitalismo –una combinación que parece aún más difícil de encontrar–.

[cita]Nada tiene que ver esta “libertad de consumo” con el valor inalienable y constitutivo de la libertad humana, que constituye quizás la lección más profunda de la Guerra Fría. Inscrita en esta lógica de consumo económico, la libertad se racionaliza o cuantifica, como si “más libertad” fuera simplemente maximizar la oferta y demanda de productos para un consumo más “libre”. Se trata de un concepto muy degradado y pobre de libertad, que le hace muy poca justicia a aprendizajes tan dolorosamente obtenidos.[/cita]

En la base de la discusión a propósito del término de la Guerra Fría, y la caída del Muro, me parece que está el concepto de libertad. Pero ¿qué libertad? Sobre esto se discute poco, como si la idea de libertad económica que resguarda el liberalismo fuera la única libertad posible a la que el ser humano puede aspirar.

En las décadas de la Guerra Fría, el concepto de libertad se planteó de manera fundamental en contraposición al objetivo de una mayor igualdad. El pensamiento de izquierda entendía que era imposible llegar a condiciones mínimas de igualdad o equidad social, sin algún grado de restricción y control social por parte del Estado, lo que condujo casi inevitablemente a concepciones totalitarias del Estado. De esta forma, los sistemas de inspiración marxista concebían la igualdad y la libertad como valores de alguna forma incompatibles, entre los que era necesario optar. Esta visión, de que la libertad humana y la equidad social son valores del mismo nivel de importancia, que es necesario sopesar y transar en el contrato social, fue el error de base que justificó a los regímenes totalitarios.

La libertad, por un lado, entendida como nuestra capacidad intrínseca de decidir nuestros actos y pensamientos, es un valor constitutivo del ser humano, que nos permite no sólo tomar responsabilidad por nuestros actos y palabras, sino también construir nuestra propia identidad. Históricamente, esta idea profunda de libertad surge, en un sentido fundamental, en oposición a la noción de destino, es decir, de una fuerza externa que regula y dicta todos nuestros actos al margen de nuestro arbitrio. En este contexto, la libertad humana adquiere un valor antropológico esencial: la vida humana tiene sentido, en la medida en que nos concebimos como seres verdaderamente libres, es decir capaces de determinarnos y construirnos a nosotros mismos. Ni siquiera los regímenes más totalitarios son capaces de secuestrar completamente esta libertad profunda, como demuestran los testimonios de Mandela y tantos otros casos menos conocidos o “victoriosos”.

La igualdad o incluso la justicia social, por otra parte, son valores de muy distinto orden. En primer lugar, se trata de una dimensión o un criterio de evaluación de carácter social, no individual, que sirve para juzgar el grado de sanidad, dignidad o decencia de una sociedad. Por más importante que sea, la igualdad no es nunca un valor absoluto (no puede serlo), sino relativo, pues se expresa necesariamente en grados. Ninguna sociedad aspira a ser completamente igualitaria (como intenta caricaturizar algunas veces parte del ideario de la derecha). A lo que se aspira es que alcancemos grados más dignos de igualdad, o de integración, a que las diferencias sean menos palmarias e injustas.

Es en este sentido –y no en otro–, que la libertad cobra preeminencia sobre la igualdad. La libertad de conciencia, de expresión y de acción es un valor inalienable y constitutivo del ser humano, y no se puede suprimir en pro de una mayor igualdad social, ni de ningún otro objetivo o proyecto de sociedad. Esto implicaría alienar al ser humano, a cambio de un supuesto beneficio social. Pero no se puede construir una sociedad mejor a costa de un ser humano “peor”, manipulado y degradado.

Muy otro, sin embargo, es el concepto de libertad que aducen quienes intentan presentar el capitalismo sin restricciones como el único y sacrosanto ganador de la Guerra Fría. Desde el punto de vista del capitalismo, la libertad se percibe únicamente en una dimensión económica, asociada a la posibilidad de consumir más, o entre una variedad más amplia de opciones distintas. Nada tiene que ver esta “libertad de consumo” con el valor inalienable y constitutivo de la libertad humana, que constituye quizás la lección más profunda de la Guerra Fría. Inscrita en esta lógica de consumo económico, la libertad se racionaliza o cuantifica, como si “más libertad” fuera simplemente maximizar la oferta y demanda de productos para un consumo más “libre”. Se trata de un concepto muy degradado y pobre de libertad, que le hace muy poca justicia a aprendizajes tan dolorosamente obtenidos.

No se saca nada con tratar de extraer lecciones oportunistas de eventos tan importantes como la caída del Muro de Berlín. Debemos aprender a pensar y debatir las disputas políticas e ideológicas, en términos más complejos, más profundos y más humanos que los de la Guerra Fría. Quizás no llegaremos al “fin de la historia”, como quería Fukuyama, pero sin duda avanzaremos en la construcción de discursos ideológicos más a la altura de los desafíos del mundo actual.

Quizás la verdadera lección de la caída del Muro de Berlín se relaciona con la necesidad de seguir buscando, a 25 años de su ocurrencia, una sociedad verdaderamente libre, verdaderamente sin muros. No remitirnos a la comodidad –que transpira el discurso de Ampuero y otros representantes de la derecha– de quedarnos simplemente con la libertad del mercado, como si una vez que ésta se ha conseguido, ya no hubiera más cuestionamientos que hacerse.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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