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El Estado omisivo y la sociedad conservadora, su encubridor

Blas Riquelme
Por : Blas Riquelme Estudiante Derecho UDP
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¿El Estado no debería hacerse cargo de los abuelitos? Si la respuesta es concluyentemente no, y si la experiencia resulta tan sugerente, ¿por qué no la replicamos con los huérfanos?, ¿o con los indigentes?, ¿o con la gente sin hogar?, ¿o con los discapacitados? Y luego, ¿cómo le explico al habitante de un país desarrollado lo que ocurre dentro de mi país?


Una sociedad conservadora se distingue no por conservar la dignidad humana en un altar, sino que se distingue por conservar los vestigios de realidades decimonónicas ya desvirtuadas, que nunca conocieron ni pretenden conocer el concepto de crítica ni dignidad. No se distingue por crear inteligentes medios para la búsqueda de una construcción paulatinamente fructífera en el ámbito social, sino que se distingue por dar cuenta de medios brutales indiferentes hacia la integridad física y psíquica de las personas, llamémoslos arbitrariedad, injusticias, desigualdades, entre otras, y encaminadas hacia la autodestrucción como fin inherente e ignorado. No se distingue, aun tampoco una sociedad conservadora, por reverenciar los actos más honorables y caballerescos de los individuos para con otros individuos de su especie. No, por supuesto que no, pues una sociedad conservadora no se acerca nada a un cuento de reyes y reinas, de príncipes y de princesas; al contrario, recoge del gran lodo en el que coexistió la humanidad, conocido como Edad Media, sus horripilantes rituales, los que comienzan y acaban por acentuar las diferencias entre los teóricamente iguales.

Y Chile, sin pudor alguno, se define como una sociedad abiertamente conservadora, basta enumerar algunos de sus incomprensibles y primitivos rituales.

Desde la prohibición del aborto, del cultivo de marihuana, la eutanasia, parejas del mismo sexo, el machismo contemporáneo, ceguera ecológica, la legitimación de las diferencias económicas exorbitantes, injusticias en el otorgamiento de requerimientos básicos, el sueldo mínimo y también el máximo que perciben los administradores estatales, la imposibilidad de criticar a los gobernantes por vía de los gobernados, prohibición de iniciativas populares de ley, inexistencia de plebiscitos reales y vinculantes (no referéndums), mecanismos constitucionales de frenos y contrapesos, pretensión inacabada de un Estado laico, hasta llegar al parchado pusilánime que ha sufrido nuestra Constitución, fruto de la arrogancia que caracterizó a uno de los dictadores más crueles en la historia del mundo: dan cuenta por hechos directos que el dinamismo se encuentra ahorcado.

No es una visión pesimista la que propongo, todo lo contrario, una visión con perspectiva hacia el futuro y con regresiones constantes para que hoy –así como los jóvenes nos reímos de las tallas sobre Hitler, sobre el hambre en África o sobre que nuestros padres o abuelos hayan vivido en una casa con suelo de tierra, al punto de ignorarlas como realidades ciertas, o que podrían eventualmente volver a ocurrir, y negando la posibilidad de sentir como nos dicen los libros y el legado histórico de nuestros antecesores que crudamente se sintió– en poco tiempo más, nos revolquemos de carcajadas por tomar conciencia de haber mantenido intacto por tantos años el statu quo y, de esta forma, miremos tras nuestros hombros cómo el pasado sobre el que íbamos cimentando ideas era una enorme parte del todo, una obcecada burla a la dignidad humana, tan simple de comprender como que 1+1 es 2.

[cita]¿El Estado no debería hacerse cargo de los abuelitos? Si la respuesta es concluyentemente no, y si la experiencia resulta tan sugerente, ¿por qué no la replicamos con los huérfanos?, ¿o con los indigentes?, ¿o con la gente sin hogar?, ¿o con los discapacitados? Y luego, ¿cómo le explico al habitante de un país desarrollado lo que ocurre dentro de mi país?[/cita]

Yo sé que lo entenderemos, porque el conocimiento así lo permitirá.

Es parte de nuestro paupérrimo desarrollo interno y de la preconvencionalidad humana silenciar o defender las tesis conservadoras, no por pertenecer a un país subdesarrollado, sino que por adquirir cultura acerca de lo inteligible, con la poca astuta visión miope del desinformado que no destaca en medio de un planeta mayormente subdesarrollado y, obvio, agacha el moño.

Pues bien, tan solo apartándose un poquitín de esa visión autorrestringida, y dándole curso a la abstracción, que es una capacidad humana no muy elaborada pues requiere pararse sobre los pasos de los demás y no solo sobre sí mismo, tengo algunas reflexiones para compartir acerca del rol del Estado en donde realmente se le necesita, allí donde los conservadores dirían que no es sano inmiscuirse, pues pertenece al mundo de lo ajeno, de lo intangible o, incluso, al mundo de los pecadores.

Una sociedad que no admite reparos sobre los errores actuales y considera el presente como pasado, y el pasado como un libro de tapas cerradas, se molestará y refunfuñará, pues el mecanismo más básico para ahuyentar al enemigo es mostrarle los dientes. Pero en realidad poco de análisis hace falta para dilucidar que no hay enemigos ni guerra alguna en la crítica, en el debate y en la deliberación abierta, entendiendo que somos seres capaces de pensar por sí mismos y, a través de un plano intersubjetivo, tomar decisiones que en conjunto reúnan de forma ecléctica lo mejor que pueda expresarse del pensamiento de todos y para todos.

No pretendo tampoco conseguir la elaboración de una teoría científica social que responda a las adversidades que genera el desamor por la crítica sana, pero sí hacer un desarrollo elemental de por qué la crítica no es simplemente la herramienta que busca destruir las teorías que la mayoría ha incorporado al borde de suministrarlas como dogmas para el desarrollo social, sino que o refuerza las que con justo mérito se encuentran vigentes y las vigoriza, o brillantemente desacredita las que están fuera del marco racional y justo.

Y bueno, sobre la misma línea me gustaría recordar la teoría de la falsación que propone Karl Popper, pues toda razón le encuentro a que para constatar la verdad de una proposición científica, esta debe intentar ser falseada (a través de crítica depurada), y ante la imposibilidad de falsación obtenemos una proposición que admitiremos válida. O sea, una proposición con un alto grado de complejidad y aceptación, así llamémosla la teoría más democráticamente correcta.

Con la teoría más democráticamente correcta podemos refutar construcciones que parecen extremadamente lógicas o de envergadura aparentemente monumental, labor que les encargo encarecidamente a los lectores para que evaluemos si la proposición que plantearé próximamente podríamos admitirla como válida o mandarla en una canoa directo al Valhalla:

El Estado no debe hacerse cargo de atender las necesidades económicas que tienen las personas con capacidades diferentes, pues los privados han sabido responder mejor.

¿Han sabido responder mejor los privados? No, aunque podría en muchos casos parecer que sí, no ha sido así. Los privados, nosotros, en una sabia reducción de teoría política, somos el Estado y, como elementos esenciales del mismo, hemos decidido algunos conductos que no al azar sirven para definir las directrices que organizan y estructuran la sociedad. Si acaso nosotros decidimos dejar a un lado algún grupo humano o incorporar otro al conjunto de grupos intermedios que requieren la constante ayuda estatal a través de la redistribución de las cargas impositivas, esta tarea no puede pesar lo que un paquete de cabritas, tiene que ser el fruto de un acuerdo con las mínimas garantías de justicia. La que hemos de delegar a nuestros representantes.

La Teletón ha resultado ser una exitosa forma institucional de cubrir algunas de las necesidades que urgen y que clama el país y de las que no se ha hecho cargo nuestro Estado. Y sí, exitosa en todo ámbito: en la diligencia eximia de los profesionales que atienden a las personas con capacidades diferentes, en la calidad de los centros de rehabilitación construidos, en el carisma y energías positivas, que vienen a ser casi tan importantes para la recuperación del paciente como el tratamiento médico y kinesiológico mismo. Y el ingrediente principal: detrás de esas energías positivas no hay lucro, no hay quién, de forma austera, cobre honorarios por lograr la sonrisa contagiosa que produce una persona en recuperación, pues la sola satisfacción de corroborar que las ganas de vivir logran ser más fuertes por sobre muchos de los obstáculos que nos depara la naturaleza, resultan suficiente y, en mi opinión, además cultivan al ser.

Yo y todos los chilenos sabemos que existe un país que se colabora a sí mismo por una causa pública, lo que tiende a inflarnos el pecho;

¿Pero esto ocurre solo con la Teletón?

No, porque como chilenos y chilenas, acudimos diariamente, y espero que reflexivamente nos demos cuenta, a una infinidad de cruzadas o causas públicas que merecen tanto auxilio como la Teletón.

Esto queda claro desde el momento que permitimos ser gravados por diversos impuestos que percibe el Estado a través de sus arcas fiscales. Nuestro pago o contribución es la evidencia, no de un sometimiento, sino del entendimiento mutuo.

Pero no parecemos estar entendiendo tan bien la lógica de la reciprocidad:

Hagamos un ejercicio: si hipotéticamente convocáramos a una Teletón con abuelitos pobres, para todos los efectos abuelotón, los que abundan en nuestro Chile, a fin de reunir dinero para pensiones coherentes con los gastos que les exige el mercado, salud, vivienda, alimentación, pasajes, vestimenta, y reajustables de acuerdo al IPC; y luego los hiciéramos llorar frente al público, recordándoles lo dolorosas que han resultado sus vidas sin la ayuda monetaria (dignidad que les priva el Estado al negarles el acceso al financiamiento correcto respecto de los gastos sobre recursos básicos de subsistencia), ¿no es acaso totalmente evidente la contradicción entre la dignidad adquirida y la dignidad cedida al implorar dinero en público para su propia subsistencia?, ¿a nadie le surge el impulso de rascarse el cráneo en señal de inconsecuencia o exigiendo alguna explicación de por qué algo claramente no coincide?

Y agreguemos a este mecanismo de recaudación de fondos privados con fines de beneficencia marcas asociadas, que se regocijen del llanto, en tanto puedan desplegar el show publicitario más gigantesco que ninguna productora a nivel nacional estaría en condiciones de complacer a tan bajo costo, reuniendo a los canales nacionales con un rating único anual, y todos los ojos de los consumidores expectantes y dirigidos a horas de reproducción televisiva de la abuelotón, que equivalen a centenas de millones de dólares en tandas comerciales.

¿No surge la duda de que, si las donaciones son por el regocijo personal que produce una transferencia bancaria a los desposeídos, estas deberían mantenerse en el anonimato? ¿O simplemente aceptaríamos instrumentalizar a los abuelitos y su sufrimiento a fin de satisfacer sus carencias, siendo que los mayores beneficiados son los dueños de las marcas y no el objetivo supuestamente principal, que son los ancianos?

Y bueno, falta la guinda de la torta: qué tal si condimentamos la hipótesis con un locutor millonario, dueño único de 27 horas de televisión directa en las que podría dedicar 5 prostitutos minutos a reclamar de Estado omisivo la no intervención donde realmente se le requiere, pero que en cambio encubre muy bien la maquinación orquestada, allí donde los abuelitos son los títeres para tener manipulado a un país completo y colgando de un pañuelo empapado en lágrimas.

Un locutor que sepa muy bien ser el jinete de la cruzada de lástima y caridad que celebra junto a sus amigos millonarios, en vez del caudillo defensor de lo que los abuelitos requieren por una pretensión mínima de justicia social.

Un locutor tan inteligente y perverso que, aprovechándose de la labor estoica de los profesionales de la salud, los guardias, los técnicos, el personal de aseo, los choferes y todo el equipo que cuidará a los abuelitos cuando se alcance la meta, bien sabe establecer un argumento emocionalmente contundente en que ellos se hagan inconscientemente parte de la justificación que utiliza mencionado locutor al defender su actuar despótico, y la negación del Estado como el verdadero responsable.

Entonces, volviendo al tema de las cargas impositivas y la reciprocidad:

¿El Estado no debería hacerse cargo de los abuelitos? Si la respuesta es concluyentemente no, y si la experiencia resulta tan sugerente, ¿por qué no la replicamos con los huérfanos?, ¿o con los indigentes?, ¿o con la gente sin hogar?, ¿o con los discapacitados?

Y, luego, ¿cómo le explico al habitante de un país desarrollado lo que ocurre dentro de mi país?

Y si el Estado se ha debilitado en la concurrencia a asistir de forma correcta a las personas que lo necesitan, ¿no es acaso responsabilidad nuestra por digerir sin mascar lo que dice el locutor, que finge representar a los abuelitos? ¿Por qué los países desarrollados fortalecen sus Estados y responden a los alaridos de la sociedad con hospitales públicos que parecen monumentos arquitectónicos o sistemas educacionales públicos con financiamientos que se traducen en seres realmente pensantes y críticos de las injusticias? ¿No hay una relación de vinculación en las mínimas cargas impositivas a los empresarios que “donan” miles de millones de pesos y la existencia de la expiación de la culpa con circos postcontemporáneos?

Recuerdo, y siempre sobre el tema de las sociedades conservadoras, que antiguamente los ricos lanzaban personas a grandes coliseos y se entretenían viéndolas luchar contra las bestias o contra otras personas, donde por una extraña costumbre sanguinaria y morbosa resultaban ser los privilegiados tanto de ver el espectáculo (pues podían pagar por él) y de conceder la vida o la muerte. Porque no existía crítica ante lo abiertamente injusto.

Solo les solicité un poco de abstracción y, bueno, con solo un poco se puede lograr mucho; pues bien, imaginen con abundante abstracción.

No es difícil de entender cuál es la propuesta justa: un aporte directo estatal fruto de una reforma tributaria consistente, donde no lloremos, y donde nos riamos de nuestra falta de complejidad y juicio para con lo que exige un país desarrollado. Y, ¡por la cresta!, pasó el 2000 y no existen aún los autos voladores… al menos podría existir la decencia y dignidad para con nuestros compatriotas.

De la misma forma nos estaremos riendo en unos años más, cuando todos tengamos nuestras matitas de wis en el patio de forma legal, o de la misma forma en que nos reímos actualmente de la Iglesia católica y sus curas cariñosos y su inquisición antibrujas.

Si mantenemos nuestro orgullo patriótico de sociedad conservadora yo me debería callar, no habría opinión ni crítica sana, y, por ende, no habría reproche moral a lo que moralmente no se puede tocar, porque, como bien mencioné al principio, una sociedad conservadora es indiferente a los medios utilizados con tal de mantenerse tal y como esta, hundida en el lodo de la Edad Media: muy bien para unos pocos, mediocre para los muchos.

Y, bueno, para concluir,  Torcuato Luca de Tena, en su libro Los renglones torcidos de Dios (que me prestó mi amigo Hoff), parte diciendo que la sabiduría, al ver las innumerables vergüenzas del mundo, tomó la inteligente resolución de volverse loca.

Aunque no creo que por miedo a la locura sea conveniente hacerse pasar por ciego, pero sí creo que, por inteligente y negarse a ver, se puede pasar vergüenza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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