Publicidad
La equidad, la libertad, el progreso y los equilibrios Opinión

La equidad, la libertad, el progreso y los equilibrios

Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
Ver Más

Lo usual respecto a estos dos factores, es presentarlos como parte de una disyuntiva. Si queremos progreso, debemos limitar la equidad (por ese asunto de los impuestos y el tamaño del Estado, usted sabe). Por el contrario, si queremos equidad debemos acostumbrarnos a un menor progreso; inevitablemente. Sin embargo, ello no tiene por qué ser así, y las evidencias son, justamente, los países desarrollados, donde conviven, felices de la vida, el progreso con la equidad.


Los equilibrios son importantes, qué duda cabe. Algunos son, de hecho, indispensables, como por ejemplo el que debe existir entre la vida familiar y la actividad laboral. Resulta evidente que si privilegiamos en exceso a una de ellas, necesariamente la otra se resiente.

Equilibrar tiene que ver, entonces, con asignar las dosis adecuadas a factores de alguna manera antagónicos, competitivos, cuya optimización particular requerirá, de manera obligatoria, de un desmedro de los restantes.

¿Están la equidad, la libertad y el progreso en semejante disyuntiva? Si se desea mejorar alguno de ellos, ¿inevitablemente debe hacerse a costa de los otros dos?

No. De ninguna manera.

Por el contrario, en una sociedad democrática (como pretende ser la nuestra) es indispensable perseguir la optimización de cada uno de ellos. ¿Por qué? Pues, porque son complementarios, están indisolublemente ligados, ya que los tres son prerrequisitos imprescindibles para lograr el objetivo final de toda nación, cual es alcanzar el desarrollo. Para comprobarlo, lo invito a que profundicemos los conceptos señalados.

El desarrollo

Según Kofi Annan, un país alcanza el desarrollo cuando todos sus habitantes pueden disfrutar de una vida libre y saludable en un entorno seguro.

Como usted puede apreciar, estimado lector, tan potente definición contiene los tres conceptos que nos ocupan. La libertad se menciona explícitamente (“disfrutar de una vida libre”) y para ejercerla, se requiere del progreso (¿de qué otra forma, si no, se lograría una vida libre, saludable y un entorno seguro?). La palabra “todos”, por su parte, lleva implícita la equidad. Podríamos concluir, en suma, que un país desarrollado es aquél que ha progresado, de manera equitativa, lo suficiente como para conseguir que todos sus habitantes puedan ejercer a plenitud su libertad.

La equidad

La equidad se define como la acción de entregar a cada uno lo que se merece. No más que eso, pero tampoco menos.

Nótese que ello no significa entregar a cada uno iguales compensaciones. Tal acción no sería equitativa, ya que, sea por sus talentos naturales, por sus capacidades o por su esfuerzo, algunos merecen más que otros. Así, un neurólogo debe ganar más que un barrendero, un gran empresario más que un albañil, y Usain Bolt y Amira Willighagen más que la inmensa mayoría de nosotros. A eso no hay vuelta que darle. El punto es, y aquí es donde entra a tallar la equidad, cuál es la magnitud de la diferencia.

Porque, convendrá usted conmigo, no da lo mismo que el neurólogo gane 40 veces más que un barrendero o que tal diferencia sea de sólo 10 veces. ¿Qué es aquí lo equitativo?

[cita]Convengamos también que el efecto de las medidas pro equidad dependerá de cómo se utilicen los recursos captados. Si se destinan a incrementar el tamaño del Congreso (¿se acuerda? 35 nuevos diputados y 12 nuevos senadores, con toda la infraestructura adicional que ellos requieren y que no nos costaría ni un peso adicional, ja, ja y ja), a financiar a la parentela y a los correligionarios y, en fin, a ponerle ruedas al Estado, desde luego que el efecto será negativo. En cambio, si se utilizan en mejorar la situación de los sectores más desposeídos, el efecto final tendría que ser muy positivo.[/cita]

Para enfocar el tema como corresponde es preciso, previamente, que nos refiramos a las sociedades humanas. Ocurre que éstas son interdependientes. Quienes participan de ellas no pueden conseguir sus propios objetivos sin la ayuda y el aporte de los demás. El neurólogo jamás lograría generar sus ingresos si no existiesen, por ejemplo, los barrenderos, los albañiles, los policías y los empleados públicos. Imaginemos, para comprenderlo, cómo serían nuestras vidas (y las del neurólogo y del gran empresario) en la devastadora soledad del Golfo de Penas.

Tal constatación es en extremo relevante para el tema que nos ocupa, pues nos permite concluir, primero, que debemos destinar una parte de nuestros ingresos para compensar el aporte que recibimos de la sociedad (ya que de lo contrario estaríamos siendo subsidiados por ella; ésta es una de las principales justificaciones de los impuestos); segundo, que la educación no es la panacea para combatir la inequidad (puesto que, necesariamente, siempre deberán existir barrenderos, albañiles, policías y empleados públicos); y tercero, que  no existe una fórmula mágica para determinar la estructura relativa de los ingresos de los miembros de una sociedad. Esta última es, fuera de toda duda, el fruto de un acuerdo de aquéllos. Es una decisión social.

Ahí, pues, lo tiene, el problema de la equidad en las sociedades democráticas modernas: ¿cuál debe ser su estructura relativa de ingresos? O, más sencillo, ¿cuáles deben ser su relación 10/10 y su coeficiente de Gini?

Los países desarrollados han avanzado, consciente o inconscientemente, en el tema. Allí se considera apropiado un Gini menor que 0,30 y una relación 10/10 de un dígito (esto es, menor que 10). Tales guarismos parecen razonables (algo sabrán estos señores al respecto) y se me ocurre que no pecaríamos ni siquiera venialmente si los adoptáramos. Luego, si usted compara nuestro Gini (0,508 al 2011, según el Banco Mundial) y nuestro coeficiente 10/10 (24,5 según la misma institución a igual fecha, al parecer subvaluado), dispone de una medida muy aproximada de la magnitud de la desigualdad en nuestro país: 0,21 en exceso en el primer indicador y 14,6 veces (por lo menos) en el segundo. ¿Cómo reducir esas diferencias? Es la pregunta del millón, de la que al parecer aún no conocemos la respuesta (o no la conocen nuestras sucesivas autoridades, incluyendo las actuales).

La equidad y la libertad

Pero, ¿qué relación tiene la equidad con la libertad? Muy sencillo: existe inequidad cuando determinados grupos se apropian, aprovechando el poder del que disponen, de una porción mayor que la que les corresponde de los frutos del esfuerzo colectivo. El ejemplo más extremo al respecto, es la esclavitud. En una sociedad esclavista, los amos se lo llevan todo y los esclavos, nada en absoluto, independientemente de sus talentos, de sus capacidades o del esfuerzo que desplieguen. La inequidad llevada al límite (¿cuál sería el Gini de una sociedad esclavista?; ¿y su relación 10/10?).

Toda inequidad es, en consecuencia, una forma de explotación, un abuso de posición dominante y, por consiguiente, una pérdida de libertad. Observe usted el coeficiente de Gini de una nación que no hace mucho era esclavista (Sudáfrica; 0,65 en el informe del Banco Mundial). Mientras mayor es el coeficiente de Gini, más cerca estamos de la esclavitud (¿qué podemos decir de un Gini de 0.508?). En países con coeficientes de Gini elevados, las personas de bajos ingresos no son libres.

Entonces, la equidad es lo primero. Es un prerrequisito. Para que exista verdadera libertad, antes debe existir equidad.

La equidad y el progreso

Lo usual respecto a estos dos factores, es presentarlos como parte de una disyuntiva. Si queremos progreso, debemos limitar la equidad (por ese asunto de los impuestos y el tamaño del Estado, usted sabe). Por el contrario, si queremos equidad debemos acostumbrarnos a un menor progreso; inevitablemente. Sin embargo, ello no tiene por qué ser así, y las evidencias son, justamente, los países desarrollados, donde conviven, felices de la vida, el progreso con la equidad.

Convengamos que este tipo de argumentos falaces ya se utilizaron en el pasado. Son los mismos que se vertieron en el Congreso de los Estados Unidos cuando se discutía la abolición de la esclavitud. Sobrevendrá una catástrofe económica, dijeron algunos. La historia, no obstante, es conocida: no se acabó el mundo. Por el contrario, éste se convirtió en un mejor lugar para vivir (no mucho, pero en fin…).

Convengamos también que el efecto de las medidas pro equidad dependerá de cómo se utilicen los recursos captados. Si se destinan a incrementar el tamaño del Congreso (¿se acuerda? 35 nuevos diputados y 12 nuevos senadores, con toda la infraestructura adicional que ellos requieren y que no nos costaría ni un peso adicional, ja, ja y ja), a financiar a la parentela y a los correligionarios y, en fin, a ponerle ruedas al Estado, desde luego que el efecto será negativo. En cambio, si se utilizan en mejorar la situación de los sectores más desposeídos, el efecto final tendría que ser muy positivo. Deberíamos tener un mayor progreso (si usted, persona con bajos ingresos, percibe un aumento de ellos, ¿qué hará con el dinero extra?; ¿guardarlo bajo el colchón?). Como lo comprueban hasta la saciedad los países desarrollados, la equidad es un buen negocio. No sólo no afecta negativamente el crecimiento y el progreso, sino que lo acrecienta. Una sociedad más equitativa, progresa más y mejor que una que no lo es.

Así que, estimado lector, cuando alguien le plantee que para hablar de equidad, libertad y progreso, es necesario hacerlo también de equilibrios, ponga en duda sus palabras. No las acepte así como así, pues es muy probable que esté desinformado. O que esté vertiendo sus afirmaciones a sabiendas de que son equivocadas. Y ambas posibilidades, coincidirá usted conmigo, son igualmente graves.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias