Publicidad

¿Silencio de la filosofía?

Felipe Ruiz
Por : Felipe Ruiz Periodista. Candidato a Doctor en Filosofía.
Ver Más

No querer aceptar el humilde lugar epistemológico que ofrece a la filosofía el aula humanista, abrigando una vana esperanza por resituarla en algún lugar superior en el ágora, es no entender que el valor de la libertad de pensar posee un costo en una sociedad que niega el librepensamiento por esencia, que lo persigue, lo acosa y lo fustiga para hacerlo desaparecer. A mi modo de ver, la existencia de librepensadores aún, en un mundo como el de hoy, es una recompensa que va más allá de cualquier pérdida o sueño de patrias perdidas.


Abierto al polemos suscitado por el artículo de Fernando Miranda “El silencio de la filosofía” y a la crítica-comentario del profesor Patricio Domínguez, quisiera aquí brevemente deslizar mi parecer como observador, pero no por eso menos interesado, de lo que el cruce de ambos textos me parece sugerir como problemática esencial de esta disciplina.

Lo que Patricio Domínguez plantea en su artículo es en sí un problema viejo sobre el “estatuto” de la filosofía como disciplina universitaria. En rigor, y en los hechos, para las mallas curriculares de las carreras humanistas, la filosofía no es otra cosa que epistemología. Esta verdad, por más dura que parezca, le ha permitido al pensamiento filosófico tener un espacio en las universidades pese a la tendencia a la tecnificación y especialización de los saberes.

[cita] No querer aceptar el humilde lugar epistemológico que ofrece a la filosofía el aula humanista, abrigando una vana esperanza por resituarla en algún lugar superior en el ágora, es no entender que el valor de la libertad de pensar posee un costo en una sociedad que niega el librepensamiento por esencia, que lo persigue, lo acosa y lo fustiga para hacerlo desaparecer. A mi modo de ver, la existencia de librepensadores aún, en un mundo como el de hoy, es una recompensa que va más allá de cualquier pérdida o sueño de patrias perdidas. [/cita]

En otras palabras, el sustento de las ciencias humanas en su basamento no puede –por lógica– proceder de una ciencia misma. Debe apelar a un fundamento último –un arjé– que  en casi todas las carreras responde al saber filosófico casi por derecho. Ahora bien, en el caso de la enseñanza de la filosofía misma, ésta responde a un conjunto de “materias” que, como con alarmante claridad indica Domínguez, resisten con fragilidad su estatuto epistemológico. Esto no ocurre solo en estas latitudes. Conocida es la polémica que a fines de los años 80 sostuvo en Francia Alain Badiou en su Manifiesto por la filosofía. Sucintamente, Badiou plantea que el nudo que desde principios del siglo XX aunó a la filosofía con la poesía, respondía al viejo tema de fundir en un solo relato el texto homérico (el epos), y liberar a la filosofía de sí misma, de su nihilismo herido y convaleciente. En consecuencia, la filosofía debía retornar al camino de la lógica y la matemática (matema) y abandonar la aventura poética (mitema).

En este breve resumen, se sintetiza que la “fragilidad” de la filosofía como disciplina universitaria no es externa al saber mismo que ella promulga. Como es sabido, a lo largo de su historia muchos pensadores, como Nietzsche, Hegel o Heidegger han intentado “acabar” con la filosofía para adelantarse a un nuevo y mejor tipo de “pensamiento”. Todos intentos fallidos, por cierto.

La postura de Miranda deja entrever que el problema de la filosofía pareciera emanar de condiciones externas a ellas, del rendimiento del capitalismo, o la cultura de la eficiencia que termina por socavar el anhelo (y la paciencia) de pensar. No obstante, victimizar a la filosofía es no ver en ella su constante “pasión” por desprenderse de sí, por erradicar sus miedos congénitos o, bien, encerrarse en una torre de marfil dariana.

No querer aceptar el humilde lugar epistemológico que ofrece a la filosofía el aula humanista, abrigando una vana esperanza por resituarla en algún lugar superior en el ágora, es no entender que el valor de la libertad de pensar posee un costo en una sociedad que niega el librepensamiento por esencia, que lo persigue, lo acosa y lo fustiga para hacerlo desaparecer. A mi modo de ver, la existencia de librepensadores aún, en un mundo como el de hoy, es una recompensa que va más allá de cualquier pérdida o sueño de patrias perdidas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias