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El PS diez años después del XXVII Congreso: lecciones no aprendidas Opinión

El PS diez años después del XXVII Congreso: lecciones no aprendidas

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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El personalismo, sectarismo y autoritarismo de Escalona y sus huestes no solo facilitó la dispersión de los socialistas, sino que contribuyó al quiebre de la DC y el PPD, que pusieron en minoría en el Parlamento a la Presidenta Bachelet en su primer gobierno. También significó un retroceso en las ideas y programa de la coalición de gobierno, cuya expresión máxima fue una Mandataria con una imagen transformadora que nombra como ministro de Hacienda a un neoliberal como Andrés Velasco.


La reciente visita de Camilo Escalona a La Moneda para entrevistarse con el subsecretario Aleuy fue la señal más potente de que en Palacio se encendieron las alarmas por la tensión que vive el principal partido de gobierno y los efectos dramáticos que los resultados de la contienda que se avecina pudiesen arrojar sobre la convivencia interna de la colectividad, dado el nivel de polarización que ha tomado la disputa entre Camilo Escalona e Isabel Allende y donde una tercera lista que expresa a la izquierda socialista busca consolidar un espacio político. Y es que algunos funcionarios de gobierno, que conocen bien las lógicas internas que se mueven en la tienda de calle París, saben que la pugna por la que atraviesa el PS no es menor y son testigos –otros dicen que también protagonistas– del violento clima interno que perdura en el PS desde la última disputa dramática que vivió dicha agrupación en enero de 2005: la defenestración en el XXVII Congreso de la directiva que encabezaba Gonzalo Martner y que contribuyó a poner fin al proyecto progresista al interior de la Concertación.

El PS hace una década    

A comienzos de 2003, la coalición de gobierno que entonces encabezaba Ricardo Lagos Escobar pasaba por su peor momento desde 1990: baja de la Concertación en las municipales de 2000 y parlamentarias de 2001; estallido de los primeros casos de corrupción sistémica en el conglomerado (coimas en plantas de revisión técnica, MOP-Gate y Corfo-Inverlink) y la consiguiente prisión de varios parlamentarios oficialistas, como el vicepresidente del PS, Juan Pablo Letelier, y ex autoridades de gobierno como Carlos Cruz y Patricio Tombolini*.

El fantasma de la pérdida eventual del gobierno estaba a la vuelta de la esquina y no pocos daban ya como seguro el triunfo de Joaquín Lavín. En el contexto de una derrota previsible en las próximas presidenciales, más la imposibilidad de repostular, por normas estatutarias, a la directiva del PS de sus barones más emblemáticos –“no nos hagamos los lesos, si Escalona y Núñez permitieron la dirección de transición que dirigí yo, fue porque todos pensaban que el 2005 se iba a perder la elección presidencial” (Gonzalo Martner, Rancagua, mayo de 2005)–, hizo que los principales accionistas del PS permitieran el ensayo de una directiva de recambio que encabezaría el académico de la Usach y entonces subsecretario de la Segpres, que encarnaba un proyecto de modernización del socialismo.

En mayo de 2003, con el apoyo de Camilo Escalona, Ricardo Núñez y Ricardo Solari, el economista se hacía de la presidencia del PS y junto a él aparecían nuevos liderazgos, como los del secretario general, Arturo Barrios, y su más joven encargado de comunicaciones, Guido Camú.

Apenas asumió, estructuró una mesa ampliada de consenso a la que quedaron incorporadas todas las corrientes internas de la colectividad. Una comisión política que funcionaba regularmente y estrechamente coordinada con el PPD, una mesa ejecutiva ampliada, y el esfuerzo por institucionalizar las decisiones del partido a través de sus órganos regulares sustrayéndolas de los livings de los barones, como se había hecho costumbre desde inicios de la transición, más un estilo que diferenciaba el rol del partido respecto del gobierno, fueron el sello de su administración.

En ese sentido, su gestión tuvo una impronta dinamizadora que sorprendió a muchos: se entendió positivamente con Adolfo Zaldívar; preparó con tiempo la elección municipal de 2004; creó el Instituto Igualdad para ampliar la reflexión programática; estrechó los vínculos con el mundo social y respaldó el paro de la CUT de 2003 que le gatilló un conflicto con el entonces ministro del Interior, José Miguel Insulza, quien –de manera premonitoria– le advirtió que “ser parte del gobierno tiene costos y beneficios”; promovió la idea de un royalty que generó el enojo inicial del gobierno por ser una medida que no estaba considerada en su programa y que le significó conflictos con militantes PS –principalmente Enrique Correa y Eduardo Loyola–, quienes actuaban en función de los intereses de las mineras transnacionales.

[cita] El socialismo chileno todavía está lejos de aprender las principales enseñanzas de 2005: por ambición personalista, impericia y gestión cortoplacista de los espacios de poder, dejó abierto un tremendo forado político para que las nuevas fuerzas progresistas de izquierda encuentren un cauce de expresión distinto del tradicional.[/cita]

Martner exigió la suspensión de la militancia de ambos mientras fueran lobbistas y Correa renunció al PS, lo que le valió al presidente del socialismo la acusación pública del vocero de Lagos, Francisco Vidal, de comportarse como un “talibán” por no aceptar el lobbismo en el partido de Allende. Tiempo más tarde, Escalona, Núñez y Letelier recibirían de nuevo a Correa con honores en la colectividad, aunque nunca se formalizó en un congreso partidario su reincorporación y, por tanto, sigue sin pertenecer a él.

El XXVII Congreso: el Golpe blanco

En el inicio de aquel certamen político, cuyo máximo organizador era Osvaldo Andrade, a fines de enero de 2005, el entonces presidente del PS partió su cuenta resumiendo el avance en las tres grandes tareas que le tocó encabezar: contribuir al éxito del gobierno de Lagos, trabajar para que la derecha continuara siendo minoría y lograr la continuidad de la Concertación con un liderazgo progresista. En los tres desafíos al gobierno y a la coalición le había ido mejor de lo augurado: la opción de Lavín se desinflaba, se recompuso la relación PS-DC dañada por Adolfo Zaldívar, quien había declarado “muerta” a la Concertación, Lagos inició su segundo trienio exitosamente, el triunfo en las municipales del 2004 mediante un acuerdo sólido en la coalición aseguró la continuidad de la coalición oficialista. Atrás quedaron (aparentemente) los fantasmas de la corrupción.

Se venía el comienzo de la reactivación y, sobre todo, la consolidación del liderazgo carismático de Michelle Bachelet, para el que Martner había obtenido el apoyo unánime del PS, incluyendo a Insulza, y el del PPD desde Flores hasta Schaulson. Y si bien su gestión no estaba exenta de críticas –“El MIR se apodera del PS” (Cortés Terzi), “Gonzalo tiene un estilo soberbio de dirección”, etc.–, en general se había generado un ambiente distinto al de los primeros años de Lagos –¿recuerdan el “piensa positivo”?– , contexto favorable, más el acuerdo de palabra y por escrito de los diferentes líderes del PS, que explica que el ex mandamás del PS hubiese solicitado al pleno del evento la prórroga de su mandato por un año, para evitar una elección partidaria en plena campaña presidencial: “Con toda transparencia les propongo que así como el año 2000 el Comité Central prolongó el mandato de la dirección de entonces, dado que se enfrentaba una elección municipal, realicemos las elecciones internas para renovar las direcciones nacionales, regionales y locales en marzo de 2006. No se trata de atentar contra la democracia interna, se trata de ejercerla cuando no debilite nuestra tarea central”, señaló en su discurso de rendición de cuentas.

La primera señal de que no había agua en la piscina para dicha petición, arriesgando la campaña de Bachelet con una grave confrontación al interior del partido de la candidata emergente, vino cuando la asamblea decidió separar la aprobación de la cuenta política de la extensión de su mandato. A Martner le aprobaron la cuenta, pero luego hubo una extensa espera sobre la segunda situación que se prolongó a lo largo de todo el día 29 de enero y que culminó finalmente con el rechazo a la extensión de su mandato por unos mínimos votos. Lo que ocurrió ese día es digno de un análisis psicológico y sociológico sobre la organización.

Se sabe que luego de una reunión entre Martner, Escalona y Andrade, estos le ratifican su apoyo a su continuación a cargo de la organización a cambio de que Andrade tomara la secretaría general, lo que el primero acepta. El presidente del PS toma enseguida una decisión que será cuestionada posteriormente por su entorno, dado el desenlace del congreso. En vez de irse a la reunión de la Nueva Izquierda (NI), confía en Escalona y Andrade y se va raudo a una reunión de presidentes de la Concertación que se desarrollaba esa tarde de sábado. Cuando regresa, la conspiración ya está en marcha y no hay nada que hacer. Gonzalo Martner, constatando el escenario de crisis que ha generado el trío Escalona-Núñez-Isabel Allende, más los parlamentarios con aspiraciones senatoriales (Navarro, Letelier, entre otros), en complicidad con el tercerismo e incumpliendo la palabra empeñada, decide entonces señalarle a la candidata Bachelet que el PS está ad portas de una crisis mayor y que él, personalmente, no prolongará más esa situación que puede terminar afectando a su candidatura presidencial, y se la jugará por que el propio Congreso elija a una nueva mesa, lo que efectivamente ocurrió, alejando un escenario de división.

Un medio resumió bastante bien el resultado de aquel torneo partidario: “Nada de lo que se había planificado se trató en el 27° Congreso del Partido Socialista el fin de semana. Ni una idea, ni una propuesta sobre el proyecto país ni nada parecido. La jornada fue una lucha por tomar posiciones de poder para administrarlo en las futuras negociaciones presidenciales, parlamentarias y ministeriales” (Emol, 04-02-2005). Al amanecer del domingo 30 de enero, un derrotado Martner, junto a un reducido número de colaboradores, compartía amistosamente una cerveza y constataba el fin del proyecto de institucionalizar al PS por sobre el caudillismo y el clientelismo, federar a la izquierda democrática y social y llevarla a conducir ordenadamente reformas estructurales consistentes y de largo plazo en Chile, sin que aquello dependiera sólo del carisma e inspiración personal de los líderes presidenciales progresistas.

El fin del proyecto progresista en la Concertación

Más allá de la situación vivida en ese evento, que rompió amistades y complicidades que se habían construido en los años más duros de la dictadura, su resultado repitió otra constante de una organización heterogénea que en su historia no pocas veces ha resuelto dramáticamente sus conflictos. Así ocurrió en 1971, cuando la exitosa directiva de Aniceto Rodríguez, que llevó a Allende a La Moneda, no solo fue defenestrada sino humillada en el Congreso de La Serena; tal situación se volvió a repetir en 1979, con el III Pleno Nacional clandestino que resolvió destituir a Carlos Altamirano de la secretaria general y que significó la más violenta división del PS, o más recientemente con la constitución de la mesa directiva de 2008, que inauguró la actual diáspora socialista, o la designación arbitraria de Frei como candidato presidencial el 2009, que posibilitó el surgimiento de Marco Enríquez-Ominami.

Desde la unificación de 1989 y hasta la gestión de Gonzalo Martner, un cuidadoso sistema de integración permitía mantener a todas sus fracciones dentro de la colectividad y de ese modo garantizar la transición y anular el rol extrasistema del PC o de otras fuerzas. La unidad del PS como nueva casa común de la izquierda democrática era la garantía para que ésta pesara en el proyecto transicional, como lo logró, luego de múltiples avances y retrocesos, en materia de derechos humanos, frente a la frialdad de la administración de Aylwin y Frei en la materia y su disposición a consagrar impunidad a asesinos y torturadores. Pero no solo eso, la caída de Martner y el ascenso de Núñez y luego Escalona a la presidencia del PS significó también el fin del polo progresista de la Concertación y el restablecimiento de una alianza conservadora al interior del bloque oficialista –el partido transversal o partido del orden–, que provocó a la postre la dispersión del PS como fuerza política aglutinadora y la incapacidad del progresismo de pesar sobre el curso económico y social del país. Primero se fue Navarro, luego Arrate, luego MEO y Ominami, luego Aguiló, luego Crispi, mientras se interrumpieron los activos diálogos con la SurDa y lo que después sería la Izquierda Autónoma. Se destruyó el proyecto de casa común de la izquierda y el rol de articulación que ejercía la colectividad. Dicho de otro modo, al asumir Escalona en 2006 no había fuerzas de izquierda socialista más allá del PS, hoy, en cambio, hay cuatro: el Partido Progresista de Marco, el MAS de Navarro, Revolución Democrática de Crispi y Jackson, y la Izquierda Autónoma de Ruiz y Boric.

A su vez, el PC se ha fortalecido sustancialmente. El personalismo, sectarismo y autoritarismo de Escalona y sus huestes no solo facilitó la dispersión de los socialistas, sino que contribuyó al quiebre de la DC y el PPD, que pusieron en minoría en el Parlamento a la Presidenta Bachelet en su primer gobierno. También significó un retroceso en las ideas y programa de la coalición de gobierno, cuya expresión máxima fue una Mandataria con una imagen transformadora que nombra como ministro de Hacienda a un neoliberal como Andrés Velasco, que rechazó sin contrapeso –Andrade no lo fue en absoluto–  hacer reformas tributarias y laborales, con apoyo y complicidad de Escalona. Cuenta la historia que varios años después de aquel hecho tormentoso, se encontraron en una reunión el ex presidente defenestrado y el actual subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, oportunidad que el primero no desaprovechó para enrostrarle al segundo lo siguiente: “Ustedes contribuyeron a atrasar la construcción de un Estado de Bienestar en Chile al menos diez años”.

Ha pasado exactamente una década desde el polémico evento que quebró al PS y el Parlamento acaba de aprobar la reforma educacional que puede significar el comienzo de la reversión definitiva del modelo educativo neoliberal imperante. También se ha aprobado la reforma al binominal –un gran éxito del ministro Peñailillo– que puede resultar, más allá de las suspicacias en el sentido de que favorecerá a los parlamentarios en ejercicio, en el fin definitivo del ya nauseabundo esquema de acuerdos forzados en el Parlamento de la transición. Pero no solo eso, la nueva legislación electoral, tal como ocurrió con la inscripción automática y el voto voluntario, puede abrir una verdadera caja de Pandora al interior del sistema político chileno.

Del XXVII Congreso a la reforma del binominal

La integración de distritos y la ampliación de circunscripciones que permitirán la elección de más legisladores que no pertenecen a los dos bloques tradicionales, junto a listas sin subpactos, puede producir efectivamente un reordenamiento inesperado de las fuerzas políticas de centro izquierda. Por de pronto, el PDC se asegurará, con algunas excepciones, al menos un parlamentario por distrito y eso explica su oposición frontal a la conformación de subpactos. A partir de ahora cada partido, como dice el refrán popular, tendrá que rascarse con sus propias uñas para su propia subsistencia. De allí la desesperación de Auth para llamar al PS a la conformación de un solo partido, pues de lo contrario los dos serán afectados negativamente. Lo más probable es que se configure un espectro político que, junto a una muy mayoritaria abstención, tenga a la derecha pesando un 35% de los votos emitidos, a la Nueva Mayoría con otro 35% (PDC, 10% ; PPD-PS, 17%; PC, 5% y PR, 3%), quedando un 30% de espacio de crecimiento para las nuevas fuerzas de izquierda como RD, que ya no necesitará el auxilio de la NM, IA, ME-O y el PRO, así como la posibilidad de reconstrucción, junto a sus liderazgos juveniles, de un nuevo e influyente Partido Comunista.

Y es que después de diez años de la derrota de Martner y su equipo –“no fuimos capaces de responder a las expectativas parlamentarias y laborales de cientos de compañeros”–, otras condiciones y bases sociológicas –nuevas clases medias emergentes menos proclives al clientelismo y un mundo de clase trabajadora asalariada más autónoma– han logrado revertir, especialmente a partir de las movilizaciones sociales de 2011, lo que el liderazgo tradicional del PS truncó en enero de 2005.

A diferencia de esa fecha, hoy el PS es el propio amenazado por la nueva escenografía política que generó la coyuntura de 2011. En esa perspectiva, y pese a la preocupación y llamados de La Moneda a Escalona y su posterior visita a Palacio, poco importa que triunfe él o Allende en abril próximo. El socialismo chileno todavía está lejos de aprender las principales enseñanzas de 2005: por ambición personalista, impericia y gestión cortoplacista de los espacios de poder dejó abierto un tremendo forado político para que las nuevas fuerzas progresistas de izquierda encuentren un cauce de expresión distinto del tradicional. Estas, con la reforma electoral recientemente aprobada, pueden amenazar el cada vez más precario y diluido rol histórico del PS como agente de transformación de la sociedad chilena que emergió en los años treinta del siglo pasado, en tanto expresión de los “trabajadores manuales e intelectuales” dispuestos a terminar con el orden oligárquico.  Y permitir que surjan nuevas fuerzas de cambio progresista, acaso mucho más trascendentes que sus expresiones tradicionales, hoy cooptadas por el partido del orden.

 

Nota de la Redacción: Letelier y Tobolini fueron absueltos por la Corte de Apelaciones de Rancagua

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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