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El debate sobre el aborto y la decadencia intelectual del catolicismo Opinión

El debate sobre el aborto y la decadencia intelectual del catolicismo

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Mansuy tiene razón en poner de relieve el carácter ‘falible por definición’ de los diagnósticos médicos. Pero, y esto ciertamente él lo sabe, no se trata tan sólo de diagnósticos médicos: la tecno-ciencia moderna en su conjunto es falible por definición. En otras palabras, no es posible esperar de ella el desvelamiento de Verdades absolutas, sino sólo de modestas verdades relativas, falsables, cambiantes, probabilistas.


Primeramente, una aclaración: en el debate actual no se trata de la despenalización del aborto sin más, sino sólo en tres casos bien definidos: peligro para la vida de la madre (‘aborto terapéutico’); inviabilidad del feto; violación. Y, como muchos participantes en el debate lo han hecho ver –ignorarlo, deliberadamente o no, es ya síntoma de la decadencia a la que me referiré– es obvio que la ley en discusión no obligará a individuo alguno ni a practicarse ni a practicar un aborto. Por el contrario, se trata de que tanto mujeres como profesionales de la salud puedan actuar, en principio, según sus convicciones, de modo que, por ejemplo, una mujer que ha sido violada pueda legalmente evitar que la brutal invasión de la que ha sido objeto se prolongue, para peor de sus males, en una maternidad no sólo no deseada sino aborrecible. Y si, en cambio, alguna mujer considera que la maternidad en cuestión viene a conjurar el horror vivido, bien por ella: la ley que hoy se discute no la obligará a abortar.

Por cierto, el derecho no opera en el vacío; siempre hay un contexto sociocultural complejo que propicia ciertas conductas y desincentiva o incluso estigmatiza otras, y que entra o no en resonancia con la legalidad. Así, en la actualidad –más precisamente, a partir del 15 de septiembre de 1989, vuelvo más adelante sobre esta fecha– a una mujer a la que durante su embarazo se le diagnostica que dará a luz a una suerte de vegetal, si no tiene acceso a un aborto ilegal, no le queda más que parir a la creatura y afrontar las consecuencias, económicas, sociales, psíquicas.

Para enfrentar las primeras, e indirectamente también las últimas, disponer de recursos para una enfermera o una nana sin duda ayuda; también las familias extendidas, cuando las hay, son un alivio. Sea como sea, para la fracción de sufrimiento moral restante, los consuelos de la religión están generosa –ávidamente incluso– disponibles. En cambio, una vez aprobada la ley actualmente en el Parlamento, el escenario cambia. En casos como el esbozado más arriba, y también en los de embarazo producto de violación, levantada la prohibición de abortar, la opción por la religión y sus consuelos se vuelve cuestión de fe, no propiciada ya por la ilegalidad del aborto. Y en el caso en que peligre la vida de la madre, el médico podrá decidir de acuerdo a su mejor criterio profesional, liberado de los temores y presiones que las situaciones de facto inevitablemente traen consigo. Y, por cierto, una cierta proclividad sociocultural a favor de aborto pudiera tender a manifestarse, tanto a nivel de la población en general como entre los profesionales de la salud. Pero dicha proclividad, si efectivamente existiese, estaba ahí desde antes. Y si hubiera que entenderla como un déficit moral, es a ese nivel al que habría que tratar el problema, en vez de invisibilizarlo mediante la coerción legal.

[cita]Sintetizo: verdadero es, primordialmente, lo que efectivamente se hace. La lucidez crítica del intelectual católico frente a ciertos aspectos de la vida moderna vale muy poco si no existe la capacidad, o la disposición, de volverse autocríticamente sobre aspectos fundamentales de las prácticas en las cuales, como en la tecnomedicina moderna, la Iglesia Católica está profundamente involucrada. No hacerlo es participar de una grotesca decadencia.[/cita]

Por cierto, difícilmente podría la Iglesia Católica reconocer que la motivación profunda de su oposición a la actual despenalización del aborto (como antes a la Ley de Divorcio) radica, nada más, nada menos, en su temor a tener que luchar por las almas a mano limpia, sin poder contar ya con el garrote de la coerción legal; que radica, en otras palabras, en su reprimida conciencia de su decadencia, de su carencia de genuina substancia espiritual. Así, impedida de reconocer tal verdad, recurre a la denegación, bajo la forma del aserto de un pretendido valor superior: la defensa de la dignidad incondicional de la vida. Pero, de este modo –así sucede siempre con las denegaciones– la decadencia no se desvanece, sino que se desplaza; en este caso, al campo intelectual. Más precisamente, se trata, por una parte, de una alarmante incomprensión de la lógica de la ciencia moderna por parte de intelectuales muy respetables, pero que parecen verse arrastrados por una suerte de derrumbe; por otra, se trata de instituciones como la Red de Salud UC CHRISTUS (las mayúsculas son parte de su imagen corporativa), las cuales, siendo parte del aparato de la medicina contemporánea –un dispositivo de producción tecnocientífica de la vida y de la muerte– deniegan y ocultan su realidad mediante la estratagema de negar ciertas prestaciones (en la Red no se prescriben anticonceptivos; tampoco se realizan vasectomías).

A nivel del debate público, lo mejor del catolicismo –de ese catolicismo que alguna vez quiso ligar pensamiento y existencia concreta– tiene su expresión en las columnas que habitualmente publica el actual Director del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Daniel Mansuy, en el diario La Tercera. En ellas, Mansuy suele intentar ir más allá de las abstracciones del derecho en las cuales, y aquí concuerdo plenamente con él, el ‘progresismo’ suele quedar atrapado. En esta vena, ha escrito columnas admirables; recuerdo especialmente aquella en que, a partir de la lectura de Solos en la noche, el libro de Rodrigo Fluxá, supo entender, con notable claridad, cómo la interpretación del crimen de Daniel Zamudio como un caso de discriminación homofóbica sirve para tender un tupido velo sobre la catástrofe social, cultural, moral, que la modernización acelerada ha dejado caer sobre amplios sectores de la sociedad chilena.

Nada de esto hay, sin embargo, en la reciente intervención de Mansuy sobre la despenalización del aborto actualmente en discusión (‘El aborto y la izquierda’, La Tercera, 04/02/2015). A pesar de que la columna en cuestión se inicia con un llamado ‘a una reflexión más profunda sobre una materia tan delicada’, lo que hay en ella es una muy decontextualizada defensa de lo que Mansuy llama ‘la dignidad del más débil’. Pues se trata de un ‘más débil’ carente de rostro. A no ser que se trate de la tan manoseada imagen del rostro del feto producido mediante tecnologías de ultrasonido (‘ecografías’). Porque son estas imágenes, precisamente, las que han contribuido a hacer del feto, desde las etapas más tempranas del embarazo, un individuo separado de la madre y, a partir de allí, sujeto de un abstracto e incondicional derecho a la vida. La propaganda antiaborto que nos llega desde los movimientos fundamentalistas cristianos ‘pro-life’ US-americanos usa y abusa de estas imágenes. Pero ni Daniel Mansuy ni los polemistas católicos que han salido a la palestra parecen tener conciencia de cómo su ‘más débil´ podría ser nada más que la proyección, el fetiche de un imaginario tecnológicamente inducido.

Este ‘rostro’, que flota por doquier en las pantallas de las consultas de obstetras, vela los rostros reales. Y estos no son sólo los de las personas –madres, hijos, familias– a quienes la ley que se discute quiere proteger. Hay otros, que conviene no olvidar. Ya en 1974, según consta en las Actas de la llamada ‘Comisión Constituyente’, Jaime Guzmán Errázuriz, que en esos momentos abogaba por la prohibición constitucional del aborto, afirmaba: «La madre debe tener el hijo aunque este salga anormal, aunque no lo haya deseado, aunque sea producto de una violación o, aunque de tenerlo, derive su muerte» (sesión del 14 de noviembre de 1974). Y, tal como consta en esa misma acta, Guzmán ponía entonces la cuestión en términos de una disyuntiva absoluta entre la transgresión de la ley moral, y el heroísmo. Pero el heroísmo impuesto por ley no es tal: el argumento de Guzmán es un ejemplo más del uso del garrote que, pretendiendo denegar la decadencia, no hace sino confirmarla decisivamente

Pero hay más rostros en esta cuestión. El 15 de septiembre de 1989, a pocos meses de dejar el Gobierno, el Capitán General Augusto Pinochet y su Junta de Gobierno derogaron apresuradamente el artículo 191 del Código Sanitario, el cual desde 1931 permitía el aborto terapéutico. El cardenal Jorge Medina, uno de los grandes promotores de esta idea junto al muy piadoso Almirante José Toribio Merino, entrevistado por La Tercera en su edición del 29/12/2010 (‘Protagonistas detallan cómo se derogó el aborto terapéutico en 1989’), recordaba así el asunto: «Hubo un fuerte debate, pero, en definitiva, en la Junta de Gobierno prevaleció la idea de que no había ninguna razón, ni ética ni médica, para autorizar la muerte de un ser humano indefenso». Viniendo de quienes viene, ésta es una burla sangrienta, deleznable. Por cierto, Daniel Mansuy no tiene nada que ver con ella. Mas, con su abstracto y olímpico tratamiento de la cuestión, los rostros de quienes la profirieron quedan también velados.

«Por otro lado, el concepto de inviabilidad envuelve profundas dificultades científicas y filosóficas. En efecto, ¿qué diantres puede significar que un ser humano sea inviable? ¿Quién tiene derecho a determinar eso? ¿Desde cuándo un diagnóstico médico –falible por definición– equivale a una condena a muerte?». Así escribe Mansuy, en uno de los párrafos centrales de la columna que comento. Con esta andanada de acusadoras preguntas, Mansuy parece estar asestando golpes decisivos a su oponente (una fantasmal ‘izquierda’). Pero lo que logra, más bien, es poner de manifiesto una alarmante confusión, que cabría despejar.

Mansuy tiene razón en poner de relieve el carácter ‘falible por definición’ de los diagnósticos médicos. Pero, y esto ciertamente él lo sabe, no se trata tan sólo de diagnósticos médicos: la tecnociencia moderna en su conjunto es falible por definición. En otras palabras, no es posible esperar de ella el desvelamiento de Verdades absolutas, sino sólo de modestas verdades relativas, falsables, cambiantes, probabilistas. Y esto no es un defecto que el progreso científico pudiese, en algún futuro cercano o lejano, superar: es ‘por definición’. Es decir, estamos ante un postulado constitutivo y, como tal, no susceptible de demostración científica alguna (‘anterior’ a toda demostración científica). Este postulado no es otro que el llamado ‘desencantamiento del mundo’: la postulación, en rigor teológica, de la radical inconmesurabilidad entre la razón humana y lo real; de lo real, considerado no ya como un orden, susceptible en última instancia de ser descifrado por la razón humana –más bien, por la institución eclesiástica que legitimaba su poder y lo ejercía sobre la base de tal consideración– sino como un caos. Pero en este universo, ahora desprovisto de orden inherente, la humana voluntad de orden puede afirmarse. Y lo hace desplegándose como construcción –tecnocientífica, política, moral, jurídica– de un mundo, nuestro mundo moderno.

Dicho esto, me permito parafrasear a Daniel Mansuy: en la andanada de preguntas citada más arriba, ¿qué diantres significa ‘condena a muerte’? Pues sólo se podría condenar a muerte a un ser humano. ¿Es un feto en el vientre de su madre un individuo humano susceptible de ser condenado a muerte? ¿Y lo es desde qué momento? ¿Desde la misma concepción, como parece seguirse del rechazo de la Iglesia Católica a todo método anticonceptivo ‘artificial’? Ahora bien, nuestra ciencia, ‘falible por definición’, mal podría responder estas preguntas. ¿De dónde proviene la respuesta entonces? Mansuy no nos lo dice, de modo que no queda más que conjeturar. La opción más coherente sería la que muy radicalmente articuló hace algunos días Monseñor Ezzati: «Un proyecto de aborto es contrario a lo que Dios quiere». Por cierto, se podría poner en cuestión la divinidad de un Dios cuyos designios están al alcance del ser humano: ese Dios, del cual sabemos lo que quiere, no sería sino un ídolo, un constructo a escala humana. Pero dejo a un lado esa objeción: católicos serían, sencillamente, aquellos individuos que creen que su Iglesia es depositaria de los designios divinos, sin más. Nada de objetable hay en eso; tampoco lo hay en que, muy legítimamente, la Iglesia Católica pretenda propagar tal creencia. Lo que sí es objetable es que pretenda hacerlo poniendo de su lado el garrote de la ley.

Por otra parte, la andanada argumental de Mansuy parte del supuesto –un fetiche tecnológicamente inducido, como ya lo he dicho más arriba– de que el feto sería un individuo independiente y dotado, por tanto, de derechos. ¿Pero cuál es la unidad a ser considerada aquí? Más allá de las fantasmagorías tecnomédicas, ¿no será más bien el sistema madre-feto? O incluso, si se quiere ir más allá en la comprensión de las difíciles circunstancias en las cuales la ley en discusión quiere intervenir, ¿no se tratará más bien del complejo madre-feto-entorno social (familia, amigos, maestros y, por cierto, consejeros espirituales varios)?

Estas preguntas apuntan, en parte, hacia una reflexión sobre el carácter de la medicina tecnocientífica contemporánea, la misma que muy exitosamente se practica en la Red de Salud UC CHRISTUS (también en la Clínica de la U. de los Andes), y en la cual, según ha anunciado el Rector Dr. Ignacio Sánchez, no se practicará ningún aborto de los tipificados por la ley en ciernes.

Habría que partir por decir, aunque no sea parte fundamental de la reflexión que quiero desarrollar, que UC CHRISTUS participa de un sistema de salud nacional, al interior del cual existen planes de salud, ofrecidos por las Isapres, que otorgan beneficios preferenciales, y extremadamente convenientes, a los afiliados que hagan uso de los servicios de dicha Red. Al momento de contratar dichos planes, sin embargo, al afiliado no se le consulta por su religión. En otras palabras, tal como sucede ya con los anticonceptivos, o con intervenciones como una vasectomía, el afiliado se encuentra con que el servicio por el que está pagando no está disponible. Por cierto, los planes preferenciales incluyen centros de salud alternativos. Pero son alternativas de menor calidad en relación a la medicina state of the art que se practica en UC CHRISTUS. En otras palabras, se podría llegar al absurdo de que las Isapres tengan que preguntar al afiliado por sus convicciones religiosas antes de venderle un plan (otra alternativa sería que, después de un severo examen de conciencia, UC CHRISTUS decidiera sustraerse del sistema nacional de salud).

Pero, como ya lo dije más arriba, la medicina tecnocientífica contemporánea constituye un sistema de gestión de la vida y la muerte. Nada de malo hay en esto, todas las culturas históricas que conocemos han contado con tales sistemas, aunque difícilmente con el alcance global y la intensidad, la influencia que la ahora industria médico-farmacéutica ha llegado a tener sobre nuestras vidas. La apelación a la conciencia que el Dr. Ignacio Sánchez hace no tendría por qué detenerse entonces en el aborto. Porque, a través de los sistemas de salud, el carácter, ‘falible por definición’, de la medicina se encarna en prácticas igualmente falibles; en cada punto de estos sistemas se toman decisiones falibles, potencialmente invalidantes o mortíferas para el paciente. Y la industria ya lo sabe: hoy en día, con anterioridad a cualquier intervención quirúrgica, el paciente debe firmar un documento reconociendo, y haciéndose cargo individualmente, de todos los riesgos asociados a la falibilidad; lo mismo sucede a estas alturas con cualquier fármaco: el fabricante se protege mediante largos listados de efectos secundarios, de interacciones: ¡tómelo bajo su propio riesgo!, se le dice al individuo, en cuya producción la circunstancia de ser el eslabón final en la cadena del riesgo médico es un elemento no menor.

Se dirá, por cierto, que una cosa son los riesgos sistémicos; otra, para volver de nuevo a las palabras de Daniel Mansuy, ‘una condena a muerte’, que supone una decisión explícita. Ya más arriba he explicado por qué esta truculenta caracterización no aplica al aborto hoy en discusión. Pero sí aplica, de cierta manera, a decisiones que diariamente se toman en cualquier clínica u hospital (también, por cierto, en UC CHRISTUS ). Se trata de la decisión de ‘desconectar’ a un paciente adulto, a un individuo hecho y derecho, cuya vida ha sido diagnosticada inviable, y que no está ya en condiciones, él mismo, de decidir. Si, como Mansuy lo pretende, del hecho de que los diagnósticos médicos sean falibles se siguiese que toda decisión de hacer morir equivale a una ‘condena a muerte’ (este es, de paso, el argumento católico contra la eutanasia), entonces la totalidad de los enfermos terminales y de los ancianos moribundos debieran permanecer indefinidamente conectados a aparatos para la vida asistida. Pero, afortunadamente en este caso, la producción tecnocientífica de la vida y de la muerte es, también, una economía.

Y economía, también, en el sentido más ordinario de la palabra: los sistemas hospitalarios, los seguros médicos, y quizás cuantas entidades más, entrarían en crisis si tuvieran que financiar tal cosa. Pero –fortuna nuevamente– esto no ocurre: en los hechos, se requiere de mucho dinero privado para mantener a un enfermo terminal conectado a aparatos. Por cierto, hay católicos que sostienen que esto es, precisamente, lo que habría que hacer: siempre podría ocurrir un milagro, o más realistamente –y para gran regocijo de la industria–, siempre podría aparecer un nuevo medicamento salvador. Pero aquí, parafraseando la vieja canción de los republicanos españoles, ‘la tortilla se vuelve’: los pobres quedan eximidos de la tortura de ser obligados a vivir en condiciones imposibles; ella queda reservada sólo para los familiares de los ricos y poderosos. Este sí podría ser es un caso, quizás el único, de justicia divina; acaso Monseñor Ezzati nos podría iluminar al respecto.

Sintetizo: verdadero es, primordialmente, lo que efectivamente se hace. La lucidez crítica del intelectual católico frente a ciertos aspectos de la vida moderna vale muy poco si no existe la capacidad, o la disposición, de volverse autocríticamente sobre aspectos fundamentales de las prácticas en las cuales, como en la tecnomedicina moderna, la Iglesia Católica está profundamente involucrada. No hacerlo es participar de una grotesca decadencia. Pues ese Dios, cuyos designios la Iglesia Católica cree conocer, podría ser no más que un fetiche: la fetichización, y la internalización consiguiente, de la imaginería tecnomédicamente producida; asimismo, del inmenso poder asociado, ya no a la ley, sino a los dispositivos contemporáneos de producción de la vida y de la muerte.

En otras palabras, se trataría de dejar de ver la paja en el ojo ajeno y de prestar atención a la viga en el propio. Son palabras de Jesucristo en el Evangelio de Lucas, que bien vale la pena citar en su totalidad:

«¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo’, tú que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano» (Lucas 6, 41-42).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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