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Humala sorprende dos veces Opinión

Humala sorprende dos veces

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Hay espacio, entonces, para reflotar el optimismo respecto a la imprescindible mejor relación chileno-peruana. En todo caso, es pertinente asumir lo que recuerda el analista chileno Fernando Thauby, respecto a un caso de 2001, cuando la embajada chilena en Lima se quejó de espionaje teléfónico. La respuesta del entonces canciller peruano Javier Pérez de Cuéllar, maestro de la diplomacia mundial, fue sencillísima: “La embajada de Chile debe mejorar la seguridad de sus instalaciones”


“De llegar al gobierno, voy a apoyar a los bolivianos. Tienen todo el litoral peruano para que tengan su marina de Guerra”.

“Creo que hay un pueblo chileno valeroso donde hay hermandad, pero también creo que han tenido una política de gobierno de prepotencia”.

Ollanta Humala, 2006

Con susto enfrentaron los peruanos las dos candidaturas presidenciales sucesivas de Ollanta Humala. No era para menos: sospechaban que su padre político y financista era Hugo Chávez y sabían que don Isaac, su padre genético, le había inoculado el “etnocacerismo”, un mix ideológico de estalinismo, nacionalismo extremo y racismo indígena.

Los humalistas tampoco vendían tranquilizantes. Exigían la nacionalización de todas las empresas, la suspensión del pago de la deuda externa y el restablecimiento obligatorio de los idiomas nativos. Antauro, ex militar, hermano y activista de Ollanta, añadía la interesante idea de fusilar a la cúpula castrense y a los políticos, diplomáticos y ex presidentes corruptos. «Estamos contra el amariconamiento político y militar», proclamaba.

Aquí en el sur también nos pusimos nerviosos y con razón, pues la vertiente nacionalista de Humala nos apuntaba a la yugular. El TLC firmado con Perú en la época de Alejandro Toledo le parecía un “acto de traición a la patria” y acusaba a  Alan García como “genuflexo” ante el gobierno de Michelle Bachelet. En 2009 incluso llamó a romper relaciones con Chile a propósito de un caso de presunto espionaje (los espías siempre son presuntos). Luego organizó un acto para ejercer soberanía en el “triángulo terrestre” que, si no lo frustra García, habría terminado demasiado mal.

[cita] Si fuéramos consecuentes con esa pachorra, fruto de la experiencia y sangre fría diplomáticas, podríamos privilegiar los cursos de cooperación sobre los cursos de colisión y así evitarnos –chilenos y peruanos– una tercera sorpresa del Presidente Humala.[/cita]

SORPRESA NÚMERO UNO

En 2010 –al filo de su victoria electoral– Humala dejó en claro que mantenía su talante belicoso, entregando en persona una carta al Presidente Sebastián Piñera. En ella planteaba su desconfianza respecto al cumplimiento chileno del fallo pendiente en La Haya y lo conminaba a dar diversas “satisfacciones” al Perú. Entre ellas, “reconocer la responsabilidad histórica de Chile” en la Guerra del Pacífico.

Por eso, cuando se instaló en Palacio Pizarro y en vez de darse gustitos comenzó a ejercer la ética de la responsabilidad, la sorpresa fue grata e internacional. El temible nuevo Presidente no sólo se abstuvo de fusilar malos peruanos, estatizarlo todo y pisarles el poncho a los chilenos, también dejó que Antauro siguiera cumpliendo una previa condena en la cárcel, entró en conflicto con su ideologizado padre y aceptó la buena relación con Chile que le aconsejaban los economistas y los sabios de Torre Tagle.

Así, no sólo reconoció la buena fe chilena en el juicio de La Haya. De la mano con Piñera y sus homólogos de México y Colombia lanzó al mundo la Alianza del Pacífico, un eficiente instrumento de integración y cooperación económica. En 2014 admitió, ante el legendario periodista Enrique Zileri, que “las relaciones que hemos venido construyendo con Chile son muy cordiales y francas”.

SORPRESA NÚMERO DOS

Sin embargo, de repente en el verano, Humala produjo una segunda sorpresa. El 19 de febrero, sombrío el rostro, denunció ante los medios un caso de espionaje militar chileno en colusión con militares peruanos. Agregó que eso era “gravísimo para las relaciones bilaterales”, que “la dignidad del país no tiene precio” y que el tema “no puede quedar así no más”. En paralelo, anunció el envío de una nota de protesta, retiró a su embajador en Chile, exigió satisfacciones que no especificó y sugirió que el caso podía bloquear la implementación del fallo de la Haya.

En Chile se escuchó el onomatopéyico ¡plop! de Condorito. Aquello lucía disfuncional para los intereses nacionales de ambos países y cualquier analista acucioso podía discernir cinco razones de perplejidad:

1) La denuncia no surgía en el marco de un curso de colisión, donde el Jefe de Estado es la última ratio. Aquí la ratio primera era Humala, en un contexto reciente de relaciones “cordiales y francas”.

2) Los servicios de inteligencia existen en Chile, Perú y en todo el mundo y una de sus funciones es recopilar información sobre los vecinos, aunque se trate de una potencia aliada (hay casos varios entre Israel y EE.UU.).

3) El tema lucía como secuela del “caso Ariza”, suboficial de la Fuerza Aérea peruana que habría vendido información a Chile durante los gobiernos de García y Bachelet, antes del fallo de La Haya. Es decir, cuando los profesionales de inteligencia estratégica de ambos países detectaban señales de un curso de colisión.

4) Humala no podía ignorar ese viejo juego según el cual los espías propios se niegan, pero se canjean si son capturados; los casos de traición militar se ven en sede institucional, con carácter reservado y las eventuales satisfacciones del gobierno acusado se gestionan por conducto diplomático, para que no se confundan con un ultimátum.

5) Vincular el tema con la suspensión de la ejecución del fallo de la Haya, era como un disparo de represalia a los pies propios. No fue Chile sino Perú el país que ganó 50 mil kilómetros cuadrados de océano gracias a esa sentencia.

PREGUNTAS A LA VENA

Al margen de algún mal modo eventual, por parte chilena, mi hipótesis es que Humala no trataba de crear un conflicto, sino de reposicionar uno que creíamos superado. Para procesarla, habría que investigar a la luz de siete preguntas clave:

-¿Se está produciendo en Humala una regresión desde la ética de la responsabilidad a lo que Max Weber llamaba “la ética de los fines últimos”?

-¿Cuál sería su reacción en caso de que la Corte de La Haya favorezca la aspiración de Bolivia?

-¿Se está colgando de la ofensiva de Evo Morales para promover su ideal etnocacerista de “una nación, dos repúblicas”?

-¿Quiere retirar del cauce diplomático el tema del “triángulo terrestre”?

-¿Está leyendo los recientes casos Dávalos, Penta y SQM como una señal de debilitamiento estratégico de Chile?

-¿Por qué no pudo Chile encauzar la relación bilateral hacia un “veranito de San Juan”, tras el fallo de La Haya?

-¿Cabe para Chile dar “satisfacciones”, debido a que el presunto espionaje se inició bajo un gobierno anterior?

Son interrogantes que no necesariamente calzan del todo con el diagnóstico que muchos ya adelantaron: la actual baja de popularidad de Humala lo induce a buscar la bronca con Chile. Es que nunca habrá una respuesta tan simple, para un problema tan lleno de aristas complejas, como el de la relación chileno-peruana.

Por eso, sin perjuicio de dejar mi hipótesis en barbecho, luce más urgente detectar el nivel de receptividad que el exabrupto presidencial tuvo en los expertos y en las élites peruanas ilustradas.

NO MÁS SORPRESAS

En un muestreo rápido, sólo he detectado un caso de aceptación clara. El del embajador Oswaldo de Rivero, para quien “el Perú debe prepararse para aplicar medidas de retorsión porque el gobierno chileno no investigará ni castigará a sus espías”. Más allá, hay señales de educado escepticismo o de crítica abierta, según las cuales no estamos ante un casus belli, debe respetarse el cauce diplomático y los intereses mutuos aconsejan la mejor relación posible. Algunos ejemplos:

Para el ex ministro del Interior Fernando Rospigliosi, la relación chileno-peruana no debiera enturbiarse “más allá del intercambio de notas y de alguna excitación momentánea”, pues los servicios de inteligencia, por inercia, están para obtener información de los países vecinos. El ex canciller José Antonio García Belaúnde dijo que “si el espionaje rompiera relaciones, probablemente la Unión Soviética y EE.UU. no hubieran tenido nunca embajadores”. Según el ex canciller Luis Gonzales Posada, “debemos superar esta situación con velocidad y el compromiso de que el espionaje debe eliminarse del vocabulario peruano-chileno”. El vicecanciller Eduardo Ponce temió que, por sobredimensionar un caso de espionaje, “frenemos a la Alianza del Pacífico en nuestro propio perjuicio”. El gravitante diario El Comercio aludió a una “altisonante reacción presidencial” y a “agresivas rabietas”. Para la aguda periodista Cecilia Valenzuela “es difícil comprender a son de qué el presidente Humala continúa ventilando nuestra vergüenza de tener militares traidores en nuestras Fuerzas Armadas (…) si gracias al trabajo, de años, de nuestros diplomáticos hemos conseguido una victoria en una corte internacional”. El  prestigiado periodista Gustavo Gorriti deseó que Perú y Chile “logren en el futuro cercano reemplazar la suspicacia por confianza y cercanía”, añadiendo que “hasta entonces haremos negocios y nos vigilaremos y sus espías y los nuestros tratarán de reclutar mandos medios desafectos”.

Ante ese claro vacío de entusiasmo, el propio Humala debió contenerse y reencauzar el tema hacia la vía diplomática. “Es la que corresponde”, reconoció. Mucho debió ayudar el que el canciller chileno Heraldo Muñoz, que ha mantenido un buen diálogo con su colega peruano Gonzalo Gutiérrez, no cayera en la trampa de la réplica airada ni del amurramiento. Todo indica que sus respuestas (reservadas) han sido consideradas “conciliatorias” en Torre Tagle. Por lo demás, nada debiera impedir que diera explicaciones en un marco diplomático distendido, si se llegara a la conclusión de que hubo algún comportamiento chileno realistamente reprochable. Los actores de los servicios de inteligencia saben que lo cortés no quita lo valiente.

Hay espacio, entonces, para reflotar el optimismo respecto a la imprescindible mejor relación chileno-peruana. En todo caso, es pertinente asumir lo que recuerda el analista chileno Fernando Thauby, respecto a un caso de 2001, cuando la embajada chilena en Lima se quejó de espionaje teléfónico. La respuesta del entonces canciller peruano Javier Pérez de Cuéllar, maestro de la diplomacia mundial, fue sencillísima: “La embajada de Chile debe mejorar la seguridad de sus instalaciones”.

Si fuéramos consecuentes con esa pachorra, fruto de la experiencia y sangre fría diplomáticas, podríamos privilegiar los cursos de cooperación sobre los cursos de colisión y así evitarnos –chilenos y peruanos– una tercera sorpresa del Presidente Humala.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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