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Plebiscito constitucional: primer paso hacia la reconciliación entre élite política y ciudadanía

Ernesto Riffo Elgueta
Por : Ernesto Riffo Elgueta Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas (U. Chile). Académico permanente de teoría del derecho en la Escuela de Derecho (UCSH)
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Es un error pretender que se puede solucionar o aminorar de manera significativa y duradera la crisis por medio de modificaciones legales elaboradas por la élite –aunque se consulte a una o varias comisiones asesoras independientes, y aunque ellas pretendan ser participativas–. Es necesaria, más bien, una reconciliación entre la élite política y la ciudadanía.


Las relaciones entre la élite económica del país y la élite política transicional han profundizado la crisis de la democracia chilena. La desconfianza hacia las instituciones políticas, el rechazo hacia los actores políticos, la bajísima participación electoral –entre otros elementos de la despolitización de la sociedad–, están presentes desde hace tiempo, y las reacciones del mundo político frente a ello han sido en el mejor de los casos insatisfactorias, o derechamente contraproducentes (así, por ejemplo, el establecimiento del voto voluntario). La crisis trae consigo graves riesgos que se asoman de manera incipiente. Por un lado está el riesgo del populismo que se aprovecha de la alienación política para hacerse del poder por razones ególatras, y por otro el del nihilismo que llama a “¡que se vayan todos!”. En resumen, uno de los aspectos centrales de la crisis consiste en un distanciamiento entre la institucionalidad política y la ciudadanía que le da su legitimidad.

Ya que en el foco actual de la crisis están los principales actores políticos, toda acción de estos que apunte a salir de la crisis debe tratar (al menos) de restaurar en la ciudadanía algunas actitudes necesarias para el funcionamiento de la política democrática: la confianza y el interés en la política. Sin eso, cualquier medida estará condenada a repetir el fracaso de los grandes acuerdos de manos alzadas. En particular, es necesario recuperar la confianza en las reglas fundamentales de las prácticas democráticas. La ciudadanía debe confiar en que los intereses de todos y todas serán tomados en cuenta, y, dada la desconfianza hacia los órganos representativos, la mejor forma de lograrlo es por medio de mecanismos democráticos participativos. Es necesario, por tanto, crear esos espacios e incentivar su aprovechamiento por parte de la ciudadanía.

[cita]Es un error pretender que se puede solucionar o aminorar de manera significativa y duradera la crisis por medio de modificaciones legales elaboradas por la élite –aunque se consulte a una o varias comisiones asesoras independientes, y aunque ellas pretendan ser participativas–. Es necesaria, más bien, una reconciliación entre la élite política y la ciudadanía.[/cita]

Los cambios que se realicen con el propósito de aliviar los síntomas y atacar las causas de la crisis deberían cubrir, al menos, cuestiones más o menos concretas y de interés contingente, como las relaciones entre los poderes económico y político, y la transparencia y rendición de cuentas en el ejercicio de la autoridad. Pero la crisis va mucho más allá de la corrupción que ha salido a la luz recientemente, y los cambios deben ir tanto más allá. En efecto, también hay problemas fundamentales y de magnitud mayor, como el desinterés (y la desesperanza) de la ciudadanía respecto del valor de participar en el ámbito público con espíritu democrático. La magnitud de este problema es tal que conlleva la deslegitimación de las reglas fundamentales de una sociedad democrática y de la forma en que se establecen. En otras palabras, la crisis es constitucional, y enfrentarla exige un largo proceso colectivo destinado a modificar o sencillamente reemplazar la constitución actual que contiene aquellas reglas fundamentales, y así lograr su legitimación.

Por lo anterior, es un error pretender que se puede solucionar o aminorar de manera significativa y duradera la crisis por medio de modificaciones legales elaboradas por la élite –aunque se consulte a una o varias comisiones asesoras independientes, y aunque ellas pretendan ser participativas–. Es necesaria, más bien, una reconciliación entre la élite política y la ciudadanía. La élite debe demostrar que es capaz de actuar con responsabilidad y hacer lo suyo para solucionar la crisis, a la vez que debe reconocer amplios espacios de participación y control a la ciudadanía. Bajo estas condiciones, el reemplazo de la constitución de 1980 a que se comprometió el gobierno actual es la mejor oportunidad que tendremos para comenzar la reconciliación y restaurar la legitimidad democrática.

El primer paso en ese proceso es un plebiscito que entregue a la ciudadanía la de decisión acerca de cómo habrá de realizarse ese reemplazo; si, por ejemplo, por medio de una comisión bicameral, o el Congreso, o una Asamblea Constituyente.(Tal plebiscito ha sido la propuesta de diversos actores sociales y políticos en 2013, y de Revolución Democrática el año pasado). El plebiscito constitucional devuelve el ejercicio del poder soberano a su legítimo detentador, y lo incorpora activamente en el proceso. El gobierno debe reconocer esa prerrogativa ciudadana, pues el apoyo al programa de la Presidenta, que incluye la promesa de una nueva Constitución, no significa que la decisión acerca del mecanismo se haya dejado a su arbitrio. En efecto, la promesa es que el proceso será participativo, y el plebiscito se ajusta a ese ideal. Si bien no lo es todo, es una forma de participación ciudadana que va más allá de la habitual mera elección de una cara, un nombre (o apellido), o una coalición; el proceso involucraría deliberación y poder de decisión por parte de la ciudadanía.

Además, dejar la elección del mecanismo a la ciudadanía contribuiría a que el plebiscito propuesto no se prestase para su uso estratégico por parte del gobierno de turno. Al ofrecer distintas opciones, el resultado es incierto. Más aún, si cada opción fuera elaborada en el Congreso por los sectores que apoyen uno u otro mecanismo, el plebiscito no sería solo una forma de ratificar una única propuesta ofrecida de manera eventualmente tendenciosa por el ejecutivo, como temen quienes acusan de manera liviana e irreflexiva de “chavismo” a cualquier mecanismo de democracia participativa. Desde luego, la situación actual nos muestra que debe asegurarse en el proceso plebiscitario una política competitiva realmente democrática, sujeta a reglas especiales sobre financiamiento y campañas, que aseguren la representación adecuada de ideas y fuerzas políticas, y la participación de todos los grupos sociales. (Y tanto o más importante será la implementación de medidas que, apuntando a las consecuencias sociales de la crisis, permitan e incentiven la participación organizada de la ciudadanía en todo el proceso constituyente, tanto en espacios estatal-institucionales como sociales).

Finalmente, el proceso supondría un desafío para los partidos y fuerzas políticas: Sería la oportunidad para mostrar a la ciudadanía que habrán aprendido la lección, que habrán sido capaces de purgar sus filas, enmendar hábitos perversos, reconocer que la corrupción y la captura económica de los órganos representativos son destructivos de la democracia –y no una etapa normal de su desarrollo–, y que están dispuestos a colaborar responsablemente con el pueblo en el proceso de darse una nueva Constitución. La ciudadanía debe exigirlo.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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