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La Presidenta y “Don Francis” Opinión

La Presidenta y “Don Francis”

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Con la audacia de quien no tiene ya nada que perder, barre a un costado a todo el gremio de los comentaristas y analistas políticos, periodistas investigativos, entrevistadores y opinólogos, que tanto han castigado a su Gobierno a raíz tanto del affaire Caval como de las boletas de Penta. El gesto da que pensar: ¿encarnan estos personajes una cierta racionalidad política, que Bachelet habría abandonado a favor de la inmediatez y la emoción?


Luego de que la Presidenta de la República anunciara, en un programa de «Don Francisco», su muy postergado cambio de gabinete, la mayoría de los miembros de la clase política, y también algunos analistas, se han apresurado a descartar que el escenario elegido para hacer este anuncio tenga el menor significado. ¿Pero es esto así? ¿Desde cuándo el escenario en política no importa? Porque importa, y mucho: lo fundamental en este caso, más allá de quién entra o quién sale del Palacio de La Moneda, es que la Primera Mandataria de la República de Chile, en un momento crucial de su Gobierno, haya decidido ‘sincerarse’ ante un personaje ficticio, “Don Francisco”, “Don Francis”.

Es fundamental porque, en este episodio crucial, termina de imponerse una forma de hacer política que apela a la inmediatez del impacto emocional; a la inmediatez de los medios, de la noticia en su acepción más pura. No está de más recordar aquí una frase célebre: “Si un perro muerde a un hombre, no es noticia, pero si un hombre muerde a un perro, eso sí que es noticia”. La frase es de William Maxwell Aitken, feroz magnate de la prensa de la primera mitad del siglo XX.  Pero ya entonces la gente de prensa y de radio sabía que no se puede vivir a la espera del acontecimiento excepcional. Hay que salir a buscar la noticia o, mejor aún, producirla. Y producir no es incurrir en falsedad. No se trata de mentir ―sólo la prensa amarilla lo hace― sino de extraer de su contexto lo que efectivamente ocurre y, así, descontextualizado, presentarlo sólo desde un ángulo emotivo y, por ello, noticioso. La televisión absoluta de nuestros días desarrolla esta lógica hasta su extremo. Puesto que la realidad es más bien banal ―no todos los días un hombre muerde a un perro―es mejor, y más barato, sustituirla por un espectáculo. Así, eliminada toda referencia a la realidad, sólo resta la inmediatez, el close-up conmovedor que la cámara registra con celo. Vivimos en la época de la realidad como espectáculo, como show.

El gesto de Bachelet es elocuente no solamente por lo que hace, sino también por lo que deja de hacer. Con la audacia de quien no tiene ya nada que perder, barre a un costado a todo el gremio de los comentaristas y analistas políticos, periodistas investigativos, entrevistadores y opinólogos, que tanto han castigado a su Gobierno a raíz tanto del affaire Caval como de las boletas de Penta. El gesto da que pensar: ¿encarnan estos personajes una cierta racionalidad política, que Bachelet habría abandonado a favor de la inmediatez y la emoción?

Pero las cosas no son así de simples. El gremio en cuestión ya es parte de la cultura del espectáculo. Por eso, y no debido a la incapacidad o el ánimo perverso de algunos de sus integrantes, está impedido de observar el contexto. Por eso, también, tiende a hacer ‘moralina’: a poner el foco, no sobre fenómenos políticos y sociales globales, sino sobre personajes individuales, que aparecen como los imprescindibles “malos de la película” (de telenovela turca, más bien).

[cita]Con esto, lo sepa o no, asimila su discurso a un género tristemente conocido: el de las confesiones televisivas, en las que un integrante del público, a menudo una mujer de pueblo, cuenta sus penas a un animador que las recibe con condescendiente simpatía. Pero hay algo más: ¿cómo evitar recordar, ante tal escena, los “Sábados Gigantes” de los tiempos de la dictadura, esas tardes de tedio, de temor y de asco, cuando la chilenidad ahogaba sus penas ante el televisor?[/cita]

El caso de Peñailillo es elocuente. Como un vistazo a su currículum vítae lo muestra, el ahora ex ministro ha sido, desde el año 1998 al menos, un profesional de la política. Por esos años, en efecto, emigra a Santiago después de haber sido dirigente estudiantil PPD en la U. del Bío Bío. Trabaja luego en la Fundación Chile XXI y participa activamente en la campaña presidencial de Ricardo Lagos. Al asumir este, es nombrado Gobernador de la provincia de Arauco. Tiene sólo 28 años.

¿De qué vive en Chile un profesional de la política? Como los casos recientes lo muestran, aquí se dividen las aguas. Por un lado, están los políticos de derecha, que pueden llevar sus demandas alimenticias directamente a la cúspide de las empresas. Con esto, de paso, la derecha chilena es fiel a su historia, que no es solamente una historia de ideas sino, y fundamentalmente, una de prácticas: invisibilización “gremialista” de la política, que quisiera mantenerla oculta en la profundidad de los salones y de las salas de directorio, y reservada a los caballeros ―y ahora también señoras, por cierto― con fortuna propia. Como el sexo o la defecación, la política aparece como una actividad vergonzante, que sólo se hace a escondidas.

El caso de la centro-izquierda es, en principio, diferente. No me puedo referir aquí en detalle a los heroicos orígenes de los partidos populares en Chile. Tampoco a su existencia material en tiempos de la Guerra Fría, ni menos en los de la dictadura de Pinochet; es difícil imaginar que ésta pudo ser posible sin la ayuda de “partidos hermanos” tanto de la Europa del Este como de Occidente. Lo cierto es que, con la Transición, se abren para los profesionales de la política de la centro-izquierda dos escenarios. Mientras su sector detenta el Poder Ejecutivo, o mientras se desempeña como su representante electo en el Parlamento o en los municipios, este profesional vive con cargo al presupuesto del Estado. ¿Qué pasa cuando esto no ocurre? Por más títulos y grados que alguna vez haya obtenido, el profesional de la política, particularmente si, como en el caso de Peñaillo, tomó este camino en su juventud, quemó ya sus naves, difícilmente tiene vuelta atrás. Y, por otra parte, en el Estado o fuera de él, la actividad política debe continuar.

Cualquiera que conozca incluso desde lejos la vida de la centro-izquierda en estos años sabe que, con el fin de la dictadura, el financiamiento proveniente de la socialdemocracia europea se cortó; que, con la decadencia de los “socialismos reales” y su posterior derrumbe, el apoyo material proveniente de esos lados desapareció para siempre; que también el mundo “socialcristiano” fue arrastrado por el colapso del adversario que pretendía emular y contener; que ya los aportes de los escasos militantes realmente activos que le van quedando a los partidos de la centro-izquierda difícilmente financian costos que, en el intertanto, se han disparado.

En este escenario, la única fuente de financiamiento que resta, fuera del Estado, es el poder económico. La cultura de la pseudoasesoría y de la boleta “ideológicamente falsa” tiene su caldo de cultivo aquí. Alejados por cuna de los círculos del dinero y los contactos, a los Peñailillo de este mundo no les queda más que acceder a él mediante subterfugios; estos, finalmente, se transforman en un modo de vida. De paso, éste es también el origen del tráfico de influencias y el nepotismo: el caso Caval, no estando directamente relacionado con el financiamiento de la política, hunde sus raíces en la misma cultura.

Este modo de vida lleva la marca de la vergüenza y el ocultamiento. Sólo esto explica que el ministro Peñailillo, contra toda evidencia y sentido común, haya querido mostrarse hasta el final, no como un profesional de la política, sino como un académico que vive de redactar sesudos (y flagrantemente innecesarios) estudios. Y que, de esta forma, haya proporcionado a los medios su más preciado objeto de deseo: el espectáculo, al fin, de un hombre mordiendo a un perro; de un ministro del Interior tembloroso e inseguro, como un escolar pillado en una mentira.

A los medios, a la televisión absoluta que nos invade, resistir la tentación del apetitoso espectáculo que se les ha venido ofreciendo resulta absolutamente imposible: es su esencia, su razón de ser. Por eso, en casi la totalidad de los debates y paneles televisivos, comentarios políticos y reportajes de investigación, termina finalmente primando lo anecdótico: casi nadie se pregunta, por ejemplo, cómo se ha financiado históricamente la política en Chile; casi nadie, tampoco, cómo sucede aquello en las democracias liberales del mundo globalizado al cual Chile se quiere integrar. El financiamiento estatal de los partidos políticos aparece hoy como una solución a la cual sería insensato oponerse. Pero ¿se pregunta alguien qué ocurre cuando la actividad política pasa abiertamente a depender, por cierto con los intermediarios del caso, del Estado? ¿Políticos sensatos, ordenados, que entregan periódicamente sus informes de actividades y gastos a la Contraloría General de la República para que algún funcionario los revise? ¿Y quién controla a los controladores?

Pero quizás todas estas preguntas quedan atrás con el nuevo escenario que la Presidenta ha querido instalar. Dado que el tratamiento que los medios han dado a la crisis que afecta a su mandato ha sido superficial, parece estarnos diciendo ella, con su gesto, seamos superficiales sin tapujos: ¡a la superficialidad, superficialidad y media! Pero hay detalles en este gesto en los que vale también la pena detenerse. La Presidenta inicia su decisiva alocución dirigiéndose a “Don Francisco” con un confidencial “pero voy a contarle algo…”. Con esto, lo sepa o no, asimila su discurso a un género tristemente conocido: el de las confesiones televisivas, en las que un integrante del público, a menudo una mujer de pueblo, cuenta sus penas a un animador que las recibe con condescendiente simpatía. Pero hay algo más: ¿cómo evitar recordar, ante tal escena, los “Sábados Gigantes” de los tiempos de la dictadura, esas tardes de tedio, de temor y de asco, cuando la chilenidad ahogaba sus penas ante el televisor?  ¿Y esos sketches ―no sé por qué se me viene esto a la cabeza― en los cuales con sutil perversidad, esa que los chilenos habíamos aprendido a conocer, “Don Francis”, maltrataba cómicamente a su interlocutor Mandolino?

Todo esto último, por cierto, está en el inconsciente. Pero ha sido Bachelet quien se ha entregado a él. Difícil prever las consecuencias: en el inconsciente no hay reglas. Pero hay algo que sí queda claro: los tiempos en los que se podía recurrir a un comité de sabios u “hombres buenos” para decirnos cómo “regular” la actividad política van quedando definitivamente atrás.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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