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Algo hemos hecho muy mal: comentario a P. Politzer


Luego de los dichos acerca de la “falta de contexto” que sostuvo el secretario general de la UDI Guillermo Ramírez, Patricia Politzer escribió en este medio una columna titulada ‘Algo hemos hecho mal, muy mal’, donde esgrime que algo no funciona bien en nuestra democracia cuando un dirigente de un partido político afirma que hay contextos que permiten justificar la quema de dos jóvenes. A pesar de que comprendo y comparto la indignación de la que (creo) emana su escrito, existe un elemento que implícita o explícitamente surge constantemente cuando se habla de la dictadura: la irracionalidad de su actuar. Es posible encontrarnos con esto en algunos pasajes de la columna de Politzer, por lo que vale la pena usarla como ejemplo y plantear algunas reflexiones al respecto.

Para evitar caer en malas interpretaciones, permítaseme citar algunos pasajes del texto: al escribir sobre Carmen Gloria Quintana, sostiene que ella tuvo un “encuentro fatídico con un grupo de hombres desquiciados que pudieron seguir viviendo como si nada hubiese ocurrido”, ante lo cual se pregunta: “No sé cómo opera la conciencia para ser capaz de guardar secretos de esta naturaleza mientras se construye una familia, se asciende en el trabajo, se festejan partidos de fútbol, se celebran cumpleaños”. En otro lugar escribe: “Los detalles de lo ocurrido [en el Caso Quemados] resultan espeluznantes por su barbarie, inclemencia y crueldad”, y a renglón seguido apela a la irracionalidad del acto: “¡Un grupo de militares pensó que hacía lo correcto quemando vivos a dos jóvenes que aún no cumplían los 20 años!”.

Un primer punto a ser despejado es que cuando se habla de desquiciados o bárbaros (como he resaltado en las citas) no puede ser, en principio, para calificar el accionar subjetivo de determinados agentes, sino de las condiciones estructurales que hacen posible dicho accionar. Esto queda en evidencia cuando se intenta pensar en asesinatos o torturas que pudiesen ser peores que otros. Difícilmente alguien podría sostener que ser degollado, quemado, baleado, o golpeado pueda ser una “peor” forma de eliminar disidentes por parte del Estado. Lo mismo ocurre en el caso de las torturas: difícil resultaría sostener que es “peor” ser torturado con electricidad, elementos contundentes, animales o todos juntos. En ambos casos el agente desquiciado o bárbaro es una consecuencia de un sistema que permite y promueve que determinados agentes puedan comportarse de dicha forma.

[cita] Claro que algo hemos hecho muy mal. Hemos, constantemente, vinculado los horrores de la dictadura con la figura de Pinochet, con el “Mamo” Contreras, con Corbalán, y con tantos otros nombres propios que olvidamos que la dictadura no fue el resultado de un par de amigos que se organizaron para matar comunistas, sino de una racionalidad desplegada por el Estado que hizo que matar comunistas fuera racional dentro del objetivo de un Chile distinto. En la medida que se pierda el miedo a decir que la dictadura fue racional –pero también inmoral– podremos dejar de pensar que ésta fue un paréntesis dentro del recto camino de la racionalidad nacional y apreciar las considerables consecuencias que tiene para pensar la fragilidad de nuestra democracia. [/cita]

Lo anterior no debe llevarnos a equívocos de lecturas veloces: no es que los agentes carezcan de responsabilidad por sus acciones. Sin embargo, para que el actuar de un sujeto pueda ser “irracional”, es preciso que la demarcación entre racionalidad e irracionalidad ya haya sido establecida, una atribución que solo recae en los sistemas sociales, nunca en los sujetos individuales. De esta forma, no es lógico afirmar que quien actúa siguiendo los dictámenes de la sociedad (sean estos consumir bienes suntuarios o asesinar disidentes) está siendo irracional; una acción, en un mismo contexto, no puede ser racional e irracional a la vez. Lo que sí puede es ser racional e inmoral a la vez.

Esta última idea (que lo racional puede ser inmoral) derivó en una profunda crisis en el pensamiento sociológico. Acostumbrado este a considerar que la única fuente de moralidad era la sociedad (esa sociedad con mayúscula) y que solo al interior de ella los individuos podían alcanzar su máximo desarrollo, se entendió que sociedad y moralidad eran equivalentes. Así, era ilógico pensar en una sociedad inmoral. La dictadura cívico-militar de nuestro país es uno de los tantos ejemplos de que esta relación nunca fue natural y que, si se dan las condiciones apropiadas, la sociedad puede alcanzar altísimos niveles de racionalidad y ser, a la vez, profundamente inmoral. Eso fue justamente lo que aconteció en nuestro país, aunque ciertos casos, como el de Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas, demuestren que no siempre primó la racionalidad, sino que en momentos se impuso la inmoralidad absoluta: si se consideraba que estas dos personas debían ser eliminadas –por el motivo que fuese–, es bastante cuestionable, desde la racionalidad de la dictadura, que la mejor manera haya sido la de quemarlos vivos y abandonarlos a su suerte. ¿No era más racional hacerlo con métodos directos?

Cuando se impone una racionalidad como la de la dictadura, donde, en simple, existía una visión ideal de la sociedad en la cual no cabían todos y, por ello, era preciso eliminar a quienes no encajaban en dicho ideal, los agentes individuales no quedan exculpados automáticamente de su responsabilidad. Podemos decir que existía necesariamente un grupo no menor que se sintió interpelado por el discurso de la dictadura y estaba de acuerdo con eliminar a determinadas personas; hubo otros que, bajo el salvavidas de realizar tareas burocráticas, afirmaban no haber sido parte directa de las matanzas; otros que temieron por sus vidas y consideraron que debían cumplir con lo que se les ordenaba, y así muchos otros. Sin embargo, desde un punto de vista democrático, todos son responsables en tanto que la racionalidad de los medios para alcanzar un objetivo determinado es solo una de las posibles determinaciones que tiene una acción, aunque haya sido (y aún sea) la principal. Siempre hay otros elementos que pueden definir nuestras acciones, como puede ser la moral. La dictadura exacerbó su racionalidad revolucionaria capitalista por sobre otras determinantes, lo que la volvió ciega a la moral. Así, por más tentador que sea generarlo, debemos concluir que no existe un vínculo de necesariedad entre horror e irracionalidad.

Por lo tanto, claro que algo hemos hecho muy mal. Hemos, constantemente, vinculado los horrores de la dictadura con la figura de Pinochet, con el “Mamo” Contreras, con Corbalán, y con tantos otros nombres propios que olvidamos que la dictadura no fue el resultado de un par de amigos que se organizaron para matar comunistas, sino de una racionalidad desplegada por el Estado que hizo que matar comunistas fuera racional dentro del objetivo de un Chile distinto. En la medida que se pierda el miedo a decir que la dictadura fue racional –pero también inmoral– podremos dejar de pensar que esta fue un paréntesis dentro del recto camino de la racionalidad nacional y apreciar las considerables consecuencias que tiene para pensar la fragilidad de nuestra democracia. De lo contrario, y parafraseando a Zygmunt Bauman, no cabría más que decir que la dictadura fue cruel porque los colaboradores de la dictadura eran crueles; y los colaboradores eran crueles porque quienes colaboran con dictaduras tienden a ser crueles.

A pesar de todo, Patricia Politzer da en el clavo en un punto fundamental: “En una democracia consolidada, ningún político puede emitir impunemente declaraciones como las de Guillermo Ramírez”. Seguir con la idea de que en la dictadura actuó un grupo de sujetos irracionales nos llevará, necesariamente, a pensar que con la vuelta a la democracia esto ha quedado atrás y que no hay condiciones para que vuelva a ocurrir. Lamentablemente, en ninguna idea de sociedad hay espacio para todos y siempre habrá exclusiones porque siempre habrá poder. Lo bueno es que la democracia es consciente de ello y permite regular las disputas de modo que no se considere legítimo eliminar al enemigo (lo que es irreversible), pero sí derrotarlo (lo que es reversible). Pero no cantemos victoria, pues Guillermo Ramírez pudo emitir sus declaraciones impunemente. Quizás Hernán Larraín se equivocó y no es que la UDI no sea un partido de derecha, quizás no es un partido democrático.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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