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Glaciares: ¿el falso problema del agua en Chile?

Sébastien Monnier
Por : Sébastien Monnier Profesor asociado en geografía, Universidad Católica de Valparaíso
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Durante los últimos años, los glaciares de Chile se han vuelto un asunto ambiental y societal de primer orden. La atención creciente acordada a estos recursos de agua en forma sólida se debe a la concomitancia de tres fenómenos: la importancia espacial de los glaciares a lo largo del territorio chileno; un aumento considerable de los estudios científicos desde el fin del siglo XX; y una presión creciente sobre los recursos en agua debido a factores climáticos –el calentamiento global–  y no climáticos –notablemente los conflictos de uso del territorio en valles donde la agricultura se siente lastimada por los sectores hidroeléctrico y minero–. Sin embargo, el hueveo  –¿habría otra palabra?– que ha acompañado a la actual elaboración de la Ley de Glaciares demuestra que hay grupos políticos y económicos que tienen intereses en que el proceso se demore.

Con la complicidad de los poderes públicos, de medios y ONG que no entienden el problema debajo de su superficie –ver el artículo de El Mostrador del 18 de noviembre de 2014 y mi respuesta del 20 de noviembre 2014–, o de científicos –entre los cuales tengo que incluirme– que no ponen los buenas preguntas o no logran integrar sus trabajos en un eje transdisciplinario, los glaciares constituyen hoy la cortina de humo que esconde los problemas fundamentales del agua en Chile.

El asunto de los glaciares está casi siempre abordado y presentado de manera segregada, sin conexión con el ciclo hidrológico y las problemáticas sociales a la escala de los valles enteros. Así obnubilados por los glaciares, los discursos ignoran la posibilidad de un manejo integrado, participativo e institucionalizado de las cuencas, que definiría una repartición equilibrada y planificada de los recursos en agua. Es decir, reponer totalmente en cuestión el Código de Aguas, y construir una legislación tomando en cuenta conceptos modernos como el ciclo hidrosocial, en el cual el agua no está considerada como un simple recurso externo a los procesos sociales sino que aparece, al contrario, imbricado en ellos.

[cita] Incluso si protegemos todos los glaciares a lo largo del país, sin una perspectiva más integrada a la escala de los valles, siempre quedará el problema principal: ¿cuál es el destino social de las aguas? ¿Cómo pasar de una legislación ilegítima y basada en  el principio primitivo del más potente a un sistema más equitativo?[/cita]

Como una gran parte de la legislación chilena, el Código de Aguas fue elaborado en 1981,  durante la dictadura. El Código de Aguas chileno es un caso único en el mundo: definió un sistema en cual el agua –de superficie o subterránea– está considerada como una mercancía cualquiera, sometida a derechos de uso privatizados y regulados por las leyes del mercado, y, aparte del consumo alimentario por parte de los humanos y animales, solo puede ser usada por aquellos que disponen de derechos de uso.

Un principio fundamental del Código de Aguas es la separación de la tierra, que significa que un propietario de derechos de uso, en cualquier lugar, puede arrendar, comprar y vender dichos derechos como cualquier otra propiedad. Para resumir en términos simples: quien tiene la plata tiene el agua.

Desde la dictadura las modificaciones aportadas al Código de Aguas han sido menores, a menudo presentadas como puramente cosméticas. Habrá probablemente voces para dar argumentos a favor del Código de Aguas; sin embargo, indiscutible es su ausencia de legitimidad democrática. Hace poco leí lo siguiente (traducido desde el inglés): “La transmisión del poder desde Pinochet hacía la Concertación llegó con el requerimiento de que la Constitución no fuera alterada, y hay todavía actores en el país refiriéndose a la amenaza latente que existe desde el Ejército y los líderes del mercado si este acuerdo fuese negado”. Es tristemente irónico que la Geografía, cuyas ramificaciones incluyen el manejo de cuencas, esté asociada, al menos en vitrina, al Ejército a través del Instituto Geográfico-Militar (IGM) –una increíble anécdota: en 2011, durante el congreso anual de la Unión Internacional de Geografía (IGU) organizado en la Escuela Militar de Santiago, los guías encargados de las salidas de visita, que llevaban a académicos de nivel internacional, tenían un discurso extremadamente complaciente con el “régimen militar”–.

El título de esta columna tiene obviamente una parte de provocación. Los glaciares son un componente fundamental de las cuestiones hídricas en Chile. Pero ha llegado el tiempo de abandonar la tradición tecnócrata que confía toda la fe en la ciencia y la tecnología para, en cambio, reconciliar aquellas con las dimensiones sociales. La Dirección General de Aguas (DGA) ya fue duramente criticada en revistas internacionales por el enfoque exageradamente técnico y segregado aparecido en los estudios que ella conduce o delega.

Porque, en efecto, incluso si protegemos todos los glaciares a lo largo del país, sin una perspectiva más integrada a la escala de los valles, siempre quedará el problema principal: ¿cuál es el destino social de las aguas? ¿Cómo pasar de una legislación ilegítima y basada en el principio primitivo del más potente a un sistema más equitativo?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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