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La gratuidad a pesar del Tribunal Constitucional

«Aunque parezca paradójico, parte importante de la discusión de si esta reforma es un cambio en el modelo o un cambio del modelo, se jugará en los próximos días. La ciudadanía, partidos políticos, intelectuales, movimientos sociales, estudiantes y otros actores relevantes deberían, por lo mismo, empujar para que esta decisión represente lo que desde hace ya una década se ha buscado: el establecimiento de la educación como derecho social».


El jueves 10 de diciembre, el Tribunal Constitucional (TC), órgano que se ha sido definido como una especie de Tercera Cámara compuesta binominalmente, ha decidido revertir parcialmente la Ley aprobada soberanamente por el Congreso Nacional que establecía una glosa presupuestaria que da inicio a la implementación gradual de la gratuidad universitaria[1]. Así, el TC aceptó el recurso interpuesto por diputados de la UDI que indicaron que los requisitos de elegibilidad que permitirían el acceso a la gratuidad a estudiantes matriculados en universidades privadas fuera del CRUCH discriminaban arbitrariamente a los mismos. Siguiendo esta lógica, los parlamentarios señalaron que no habría razón para exigir requisitos sólo a las Universidades Privadas y no a las Universidades Tradicionales.

Aunque aún no se conoce el detalle del fallo, aparentemente el mismo no afectaría ni al mecanismo como tal (la glosa presupuestaria) ni tampoco cuestionaría la existencia misma de los requisitos exigidos por el Estado para incorporarse a la gratuidad (salvo el de la triestamentalidad que fue declarado inconstitucional). De esta manera, una interpretación posible es que el argumento del TC no consideraría estas exigencias como arbitrarias en sí mismas, sino que sería la forma de aplicación diferenciada lo que se constituiría como un elemento discriminatorio. Evidentemente (e independiente de lo declarado), es claro que esta resolución sitúa al gobierno en un escenario bastante adverso para cumplir con su promesa programática más preciada. Hasta el momento, lo único claro expresado por el ejecutivo (a través de una cadena nacional encabezada por la Presidenta) es que se buscarían soluciones y se cumpliría con este programa. De ahí surge entonces la siguiente interrogante: ¿Qué posibles caminos podría tomar el gobierno para implementar la gratuidad a pesar de la resolución del TC?

Una primera opción, defendida precisamente por quienes buscaron impugnar la gratuidad y que anteriormente votaron en contra de la iniciativa en el Congreso (la derecha y parte de la Democracia Cristiana) es transformar el monto de la glosa presupuestaria en becas, focalizando el financiamiento público en los estudiantes más vulnerables independiente de las características de la institución que escojan para realizar sus estudios. A favor de esta iniciativa se argumenta la factibilidad de la conversión en la medida que se aprovecharía la estructura pública de la actual política de becas. Sin embargo, los críticos de esta medida han señalado las consecuencias perversas que tendría esta acción, como el estímulo a la elevación de aranceles, la mantención inalterada del sistema de co-pago actualmente vigentes en la política de becas públicas, que en su gran mayoría cubren sólo un arancel de referencia y no el realmente cobrado, y la mantención de la lógica del contrato individual que se establecería entre el beneficiario y el Estado, que contradice la idea misma de la gratuidad universal. De esta manera, esta opción contradiría un elemento central del proyecto de gratuidad impulsado por el ejecutivo: el paso (aunque gradual y no totalmente nítido) de un financiamiento que se basa en el subsidio a la demanda a otro que se sustenta en el subsidio a la oferta.

Así, la gratuidad vía becas mantendría la lógica del voucher, puesto que el financiamiento acompañaría la decisión del estudiante sea cual sea el establecimiento que escoja para realizar sus estudios. Con ello, el Estado seguiría omitiendo el papel regulador y coordinador de la oferta y demanda educativa, que pretendía realizar al establecer criterios de calidad, equidad y democracia determinados para que las instituciones optasen al financiamiento público. En síntesis, la adopción de esta alternativa implicaría que el Estado simplemente se remitiría a traspasar recursos públicos a las instituciones sin distinguir su propiedad, su misión, su calidad o su proyecto, reforzando (pues aumentaría el caudal de fondos) la lógica de la competencia entre distintas instituciones.

Una segunda opción, bastante distinta a la anterior, sería mantener el inicio gradual de la gratuidad en las universidades que cumplan los requisitos establecidos por el proyecto, pertenezcan o no al Consejo de Rectores de Chile (CRUCH). Esta medida tendría diversas consecuencias políticas. Por un lado, sería un primer paso para disolver (o, a lo menos, aminorar) la ficticia distinción entre Universidades que están dentro y fuera del CRUCH. Adicionalmente, esta medida permitiría mantenerse fiel al diseño original de la propuesta, pues se mantendría la idea de que el beneficio se entrega a instituciones que cumplen con un set de requisitos, y dentro de estas, temporalmente, a un subconjunto más vulnerable de estudiantes. Sin embargo, con esta propuesta, algunas universidades estatales (especialmente algunas de regiones) podrían quedar temporalmente fuera de la política de gratuidad. Adicionalmente, con la reducción del universo de instituciones que podrían optar por este financiamiento público, se reduciría también el alcance de posibles beneficiarios. Por lo mismo, vale preguntarse, ¿tiene sentido que el Estado no pueda implementar una política que considerada central en sus propias instituciones? ¿Es posible culpabilizar a estas instituciones, muchas de ellas abandonadas por el propio Estado, por su bajo desempeño en términos de calidad educativa?

Claramente, una política coherente con el fortalecimiento de lo público debería responder negativamente a estas interrogantes. Por lo mismo, y a modo de solución, los recursos disponibles podrían reconvertirse en Convenios Marco o Convenios de Desempeño con las universidades públicas que no se vieran beneficiadas, para no inviabilizar a estas universidades, generando así las condiciones para su mejoramiento. Adicionalmente, y frente a la reducción del universo posible de beneficiarios (200 mil estudiantes), se podrían abrir cupos extraordinarios en las Universidades públicas de alto nivel (Universidad de Chile, Universidad de Santiago) o en privadas de altos estándares (Universidad Católica, Universidad de Concepción) orientados a la captación de estudiantes provenientes del 60% de las familias más vulnerables; instituciones que, al mismo tiempo, estuvieran dispuestas a abrir nuevas vacantes por vías alternativas a las tradicionales, como por ejemplo: ingresos directos o ingresos por cuotas. De esta manera, se estaría beneficiando a los estudiantes, ayudando así a las universidades en términos de su matrícula y potenciando la mezcla social y académica en un set de universidades.

Una tercera opción para el Estado, considerando que ya no podría “discriminar” entre universidades privadas, sería implementar una política integral de gratuidad en las universidades que son de su propiedad. Con ello se fortalecería directamente el sector público, manteniendo al mundo privado como una alternativa para aquellos que no se sientan satisfechos con la oferta estatal y que estén dispuestos a pagar el arancel de las mismas. Aunque esta alternativa está en consonancia con la experiencia internacional (en muchos países, el Estado garantiza el acceso gratuito a la educación superior sólo en sus instituciones), podría inviabilizar algunos proyectos privados que ejercerían una fuerte presión para conseguir financiamiento público. Además, esta alternativa recibiría una fuerte crítica por parte de los sectores que se oponen a la gratuidad universal en el ámbito público, bajo el argumento que se invertirían recursos precisamente en estudiantes que pueden pagar, perdiéndose el foco de los estudiantes más vulnerables.

Este sesgo se podría compensar, acompañando la medida también con un incremento de la matrícula de estas instituciones (ya que el sistema chileno tiene una proporción desmesurada de matrícula privada) y complementándolo con un sistema de ingreso más inclusivo que busque atenuar las desigualdades producidas en el sistema escolar. Si bien esta propuesta es coherente con un cambio de paradigma que concibe a la educación como un derecho social que debe ser garantizado por el Estado en sus establecimientos, implicaría un giro más radical respecto del proyecto inicial del ejecutivo, haciendo más costosa políticamente su implementación.

De todo anterior, se desprende claramente que la alternativa que decida el gobierno no será indiferente para la configuración del sistema de educación superior chileno, ya que determinará el marco dentro del cual se discutirá, durante el 2016, el proyecto general de Reforma a la Educación Superior. Adicionalmente, la alternativa definirá, luego de varios meses de vaivenes e indefiniciones, la perspectiva conceptual y política del gobierno respecto al sentido, alcance y lógica de la gratuidad, ya que entregará información en torno a cómo se entiende este beneficio y si este es resorte fundamental de las instituciones (oferta) o de los estudiantes (demanda). Finalmente, la decisión impactará en la comprensión social de las distintas instituciones, entregando una señal respecto de lo que el ejecutivo considera como lo público y lo privado.

En síntesis, y aunque parezca paradójico, parte importante de la discusión de si esta reforma es un cambio en el modelo o un cambio del modelo, se jugará en los próximos días. La ciudadanía, partidos políticos, intelectuales, movimientos sociales, estudiantes y otros actores relevantes deberían, por lo mismo, empujar para que esta decisión represente lo que desde hace ya una década se ha buscado: el establecimiento de la educación como derecho social.

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