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La glosa en educación y la trampa de la Nueva Constitución

Tomás Aylwin Arregui
Por : Tomás Aylwin Arregui Abogado. Socio del estudio Prado & Aylwin
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Se ha iniciado oficialmente el proceso constituyente. La Presidenta presentó al consejo de observadores, y con ello dio el puntapié inicial a algo que nadie tiene muy claro en qué va a terminar.

Nadie sabe muy bien por qué se necesita una nueva Constitución.

Los partidos de la Nueva Mayoría, hicieron suyo el clamor popular –que, siendo honestos, figura dentro de las últimas prioridades de preocupación nacional, según las encuestas– y se propusieron, como objetivo, trazar el camino para una nueva Constitución, que –repito– nadie tiene idea qué contenido tendrá.

Y es que el planteamiento no es baladí. La Constitución sienta las bases de la institucionalidad, administra la separación de poderes y fija los límites del Estado, a la vez que determina cuáles son los Derechos Fundamentales de las personas.

Importantísimo.

La actual Constitución ha sido duramente vilipendiada por tener su origen en dictadura, con pocas garantías y en su versión original, con cláusulas que limitaban bastante el ejercicio democrático.

[cita tipo=»destaque»]Es difícil pensar que una Constitución, emanada de un proceso dirigido por la actual clase política, tendrá como resultado un texto legítimo, del cual podamos sentirnos orgullosos, protegidos y realmente identificados, máxime cuando quienes enarbolan la idea de una nueva Carta Fundamental, desde ya quieren partir por recortar o derechamente hacer desaparecer los pocos mecanismos de control y resguardo, como el Tribunal Constitucional.[/cita]

Dicha situación fue cambiando con los años y terminó por solucionarse el año 2005, cuando muchos de quienes hoy braman por un nuevo texto fundamental, se abrazaron emocionados, con lágrimas en los ojos, celebrando la batería de reformas que se le aplicaron, lo que cerraba una etapa de enclaves autoritarios, en palabras del propio Presidente Lagos, quien además le puso su firma.

Seamos sinceros, nuestra Carta Magna actual sufrió reformas de gran envergadura gracias a los gobiernos de la Concertación, y ese año, con toda razón, había motivos para celebrar. Entre otras cosas, se modificaron las facultades del Consejo de Seguridad Nacional –que, recordemos, daba facultades a las Fuerzas Armadas para anular al Presidente, nada menos–, se extirpó el sistema binominal de la Constitución para darle rango simplemente legal, se modificaron las facultades del Tribunal Constitucional que lo dejaron funcionando como conocemos, se eliminó la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, los senadores designados, y se perfeccionaron varios Derechos Fundamentales.

Se terminó con la malograda “democracia protegida”.

En fin, desde antes de su entrada en vigencia, la Concertación propició un sinnúmero de modificaciones. Las primeras, antes de ser gobierno, y el resto, en democracia, lo que significa a lo menos reconocer su legitimidad, por mucho que haya sido impuesta en dictadura.

Y claro, por supuesto, ahí quedaron las leyes de cuórum calificado y las leyes orgánicas constitucionales, y todavía tuvieron que pasar 10 años más para eliminar el sistema binominal, que en la práctica hizo imposible cualquier modificación sustantiva a ciertas leyes pilares del sistema económico, ya que por un lado ciertas materias sensibles requerían cuórums especiales para su modificación y, por otro, el sistema binominal garantizaba que esas mayorías jamás iban a existir.

Es posible señalar, como problemas graves del actual sistema político, el hecho de que materias relativamente simples, que deberían quedar al arbitrio de la soberanía popular, deben ser necesariamente resueltas a través de cuórums altísimos que no se condicen con sistemas mayoritarios, y que en los hechos entregan poder de veto a las elites económicas.

Todo lo anterior, aun es discutible y modificable, sin necesidad de un nuevo texto completo.

Finalmente, aparecen aquellos que dicen hoy –a 25 años de democracia y habiéndose servido del Estado– que la Constitución que juraron proteger sería ilegítima por haberse redactado en dictadura, soslayando magistralmente las reformas de la cuales ellos mismos fueron parte.

Y es que la nueva Constitución, ya sea mediante asamblea, el Congreso u otro medio, es una trampa.

Chile pasa por un momento oscuro, donde su clase política ostenta los niveles de confiabilidad y prestigio más bajos de su historia, lo que en la práctica implica que el pueblo no les cree absolutamente nada a los políticos.

Lo impresionante, es que de uno u otro modo, son esos mismos políticos los que promueven y en definitiva estarán a cargo de redactar, votar e implementar la nueva Constitución.

Son los mismos que han sido incapaces de legislar para frenar los abusos de las Isapres, las AFP, que le quitaron la cárcel a la colusión, que promovieron una Ley de Pesca mal nacida, que hoy bloquean como pueden las medidas de la comisión Engel para una política más transparente. Son ellos quienes hoy tratan de embaucarnos con el cuento de una nueva Constitución que nos solucionará la vida y que, por supuesto, no cuentan en qué consiste.

Poco creíble, al menos.

Como botón de muestra, durante la semana pasada, el gobierno sufrió una derrota de proporciones épicas ante el Tribunal Constitucional, el cual declaró –con justa razón– que la glosa que permitía la gratuidad para las Universidades del CRUCh y algunas Universidades privadas no tradicionales y CFT que cumplieran una pila de requisitos que a las primeras no se les exigían, era discriminatoria y arbitraria.

Esta derrota provocó que los asambleístas mostrasen sus cartas. El senador Quintana, quien ya ha enarbolado términos como la retroexcavadora, declaró que el Tribunal Constitucional era miserable, y que en la nueva onstitución debería desaparecer y, junto con él, otros tantos declararon lo mismo.

Y es que a dicha declaración, subyace un sustento filosófico enorme. La democracia moderna y el Estado de Derecho no implican un sistema que actúe simplemente de acuerdo al antojo de las cambiantes mayorías, sino que existe y se sustenta precisamente para garantizar que, sin importar la voluntad de la mayoría, existan ciertas reglas básicas y derechos inamovibles que siempre se respetarán, como la igualdad ante la ley, por ejemplo, que fue precisamente lo que la determinación del Tribunal Constitucional amparó y resguardó.

En virtud de este respeto irrestricto por ciertos principios inamovibles, es que existen materias que son impermeables a la voluntad de la mayoría, como el derecho a la vida, la libertad religiosa, la libertad de expresión, y en general los Derechos Fundamentales en su totalidad, que por su propia naturaleza son contramayoritarios.

Lo que el senador Quintana quiso decir con su lamentable declaración, fue que el gobierno es el representante último de la voluntad popular, y que la Constitución, los Derechos Fundamentales y las leyes en general, dan un poco lo mismo a la hora de cumplir con este mantra religioso al que han llamado “el programa”.

Así las cosas, ¿para qué siquiera nos molestamos en redactar una nueva Constitución, que desde ya, quienes la promueven, enarbolan como irrelevante a la hora de cumplir la voluntad del gobierno?

El Tribunal Constitucional, creado en la época de Frei Montalva y modificado el año 2005 por Ricardo Lagos –no un resabio de la dictadura como han querido instalar algunos– está ahí con el objeto de resguardar la Constitución, limitando así el ejercicio del poder, precisamente para que no socave los principios que sostiene, nada menos. Y ese es el órgano que el senador Quintana y compañía quieren hacer desaparecer, para su conveniencia y la de “el programa”.

Es difícil pensar que una Constitución, emanada de un proceso dirigido por la actual clase política, tendrá como resultado un texto legítimo, del cual podamos sentirnos orgullosos, protegidos y realmente identificados, máxime cuando quienes enarbolan la idea de una nueva Carta Fundamental, desde ya quieren partir por recortar o derechamente hacer desaparecer los pocos mecanismos de control y resguardo, como el Tribunal Constitucional.

En resumen, el senador Quintana pretende hacer una nueva Constitución, para que dé lo mismo tener o no Constitución.

Así las cosas, mejor diablo conocido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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