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Elección de Trump: todavía no es el apocalipsis

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Las raíces de la reacción histérica al triunfo del candidato republicano se hunden más profundamente: la indignación es moral, no meramente política. No es simple tristeza por una derrota, es la impotencia frente a una realidad inaceptable, la perplejidad ante un mundo que parecía seguro y que repentinamente se desmorona y parece carecer de sentido.


Lo más notable de la elección de Donald Trump como presidente de los EE.UU. ha sido la reacción de sus opositores, incluso en países como el nuestro: de la negación a la histeria, pasando por todo tipo de posteos extremos en las redes sociales y comentarios en medios más tradicionales. Se dijo que había ganado el odio y la intolerancia pero en realidad el triunfo de Trump sacó a la luz todo el odio e intolerancia que sus opositores llevaban dentro. De alguna manera, los partidarios de Clinton no vieron al verdadero Trump (de lo contrario no se hubieran equivocado tanto en sus predicciones) sino que proyectaron hacia él sus propios miedos e inseguridades. Donald Trump ha sido comparado con Hitler y Chávez, en las páginas de El Mercurio. Se escribió que su elección significaba el triunfo de la paranoia y del rechazo al que es diferente, sin considerar el rechazo que suscitaban los electores de Trump, los “deplorables” o simplemente “los malos”, entre la clase bien pensante. Los que están firmes junto al pueblo no pueden soportar que el pueblo no siga sus dictados.

Pero no va a pasar nada grave, para la tranquilidad de los tolerantes y democráticos que todavía no recobran la calma. En Estados Unidos no existe la tradición de perpetuarse en el poder mediante la manipulación de las Constitución. Ya tendrán otra oportunidad. Cierto que esto es de poco consuelo para quienes –que por no salir de su burbuja– vieron el triunfo tan cercano y consideran el poder casi como un derecho. Pero las raíces de la reacción histérica al triunfo del candidato republicano se hunden más profundamente: la indignación es moral, no meramente política. No es simple tristeza por una derrota, es la impotencia frente a una realidad inaceptable, la perplejidad ante un mundo que parecía seguro y que repentinamente se desmorona y parece carecer de sentido.

Esta moralización de la política lleva a ver la deliberación sobre la vida común no como un ejercicio en conjunto para llegar a decisiones aceptables, sino como una contienda entre buenos y malos (o entre progreso y reacción). Los oponentes no están simplemente equivocados sobre lo que es mejor para la sociedad: tienen mala intención y, como son malos, se los puede insultar y despreciar sin cargo de conciencia: no tienen derechos. La posición de superioridad moral, además de ser satisfactoria –es tan agradable sentirse bueno– es muy cómoda porque no exige hacer nada en concreto, sólo asumir públicamente ciertas posturas. En cierto sentido esta polarización de la política es inevitable en la medida en que la sociedad pierde, o ha perdido, una noción común de lo bueno, pero es eso mismo, la noción de un bien común contra la idea de un pluralismo relativista o una política de identidad de grupos, lo que divide a la sociedad sin pueda vislumbrarse una posible salida.

Reconocer esta situación sería aceptar que el conflicto va más allá de lo que podría aguantar la democracia, pero el sistema todavía resiste: el conflicto se da en las urnas aunque algunos quieran llevarlo a las calles. Si esto no va a llegar más lejos, un primer paso para quienes han sido derrotados en esta elección –ya sea real o simbólicamente– sería un intento serio de comprender a sus contrarios e intentar una refutación que vaya más allá de la condena moralizante o del desprecio. Eso sería un intento por recuperar o construir algo en común, claro que es más fácil revolcarse en la autocompasión y la victimización, y echarle la culpa a otros, a los malos.

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