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Las izquierdas y la economía política

Joaquín Fernández Abara
Por : Joaquín Fernández Abara Licenciado y Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile. Investigador del CIDOC – Universidad Finis Terrae.
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La complejidad de la sociedad actual, obliga a apoyarse en grupos especializados para gobernar, por lo que no se puede intentar prescindir de una tecnoestructura ni de sus saberes.


(*) En una reciente columna titulada “El ocaso de dos izquierdas”, Mauricio Salgado sostenía que la elección de Trump como presidente de los Estados Unidos estaría catalizando un proceso de “profunda revisión de los supuestos, diagnósticos y programas de la izquierda contemporánea”. Dicha situación se haría especialmente notoria en dos de sus corrientes, que podríamos considerar hegemónicas desde la década de 1990, las que el autor denomina como “terceristas” y como “neo-marxistas postmodernos”. Podríamos trabar una larguísima discusión en torno a si las políticas de la “tercera vía” de los noventa pueden considerarse o no de izquierda. Sin embargo, coincidimos con el planteamiento del autor, en cuanto se trata de la forma histórica concreta que adquirió la mayor parte de los partidos socialdemócratas y socialistas desde aquella época. Coincidiendo con las premisas planteadas por el autor, me gustaría enfatizar en la reflexión de un problema específico derivada de esta, consistente en las estrategias de crecimiento asociadas a esta forma histórica concreta.

En efecto, la discusión sobre las estrategias de crecimiento y, en general, la reflexión sobre la economía política, ha tendido a estar ausente del debate de izquierda en estos últimos años, o al menos ha sido relegada a un rol secundario. Esta situación puede evidenciarse en los sectores hegemónicos de la socialdemocracia que han adscrito a los supuestos de la tercera vía, poniendo énfasis en un discurso centrado en la economía del conocimiento y centrando sus discursos en la importancia de la formación del capital humano y la educación como motores, tanto del crecimiento económico como de la igualdad de oportunidades. En esta lógica, se sobredimensionó absolutamente la importancia y las posibilidades transformadoras de las instituciones y los procesos educativos. Así, la educación fue convertida en un conveniente sucedáneo de reformas estructurales en los ámbitos económico y sociolaboral. En este aspecto, es sintomático el ejemplo del caso chileno, en el cual, durante años, una de las “respuestas tipo” de la dirigencia concertacionista ante los cuestionamientos que les realizaran por la mantención de los niveles de desigualdad, haya sido el contraponer los aumentos en la matrícula universitaria a dicha tendencia.

Esta situación puede enmarcarse en tendencias de más largo alcance, que han señalado autores como Boltanski y Chiapello (2005), según las cuales la exaltación de valores como la autonomía, la flexibilidad y la creatividad habría sido utilizada como recurso ideológico destinado a justificar las nuevas formas que adquirían las relaciones económicas y laborales en el marco de las formas actuales del capitalismo. Dichas visiones ponían la agencia de los individuos en un lugar de primera importancia, a la vez que implicaban, en la práctica, la tendencia a anular la reflexión y la acción política en la mayor parte de los ámbitos económicos. Así, fuera de la política de “clusters” -desmantelada por lo demás en la administración Piñera- no se han generado políticas claras de fomento productivo, dejando el crecimiento a la suerte del mercado. No es de extrañar, en consecuencia, que en la actualidad tengan lugar evidentes problemas derivados de la existencia de políticas estatales de formación de “capital humano avanzado”, las que paradójicamente invierten en su formación sin tener claridad de las áreas a la que debería destinarse o diseñar políticas que permitan su utilización.

El cuadro recién descrito corresponde a la derrota de la socialdemocracia ante la hegemonía neoconservadora que se impuso desde la última parte del siglo XX. Sin embargo, la “izquierda neomarxista postmoderna”, siguiendo la conceptualización de Salgado, ha adolecido de un problema distinto, pero que lleva a resultados similares. Al poner énfasis en las “políticas de identidad”, ha relegado a un lugar secundario el problema del desarrollo y, en general, de la política económica, pese a que no se trata de asuntos necesariamente excluyentes y que ya se encontraban presentes en la agenda histórica de la izquierda. Dicho sector, que ha desarrollado críticas profundas a las élites tecnocráticas, ha generado, en oposición, una fuerte valoración de las formas de acción colectiva contestatarias, las que bajo el rótulo crecientemente ambiguo de la palabra “ciudadanía”, han tendido a alimentar un ethos hostil a la tecnocracia. Tras las críticas a la razón tecnocrática subyace una suerte de “basismo comunistarista” o comunitarismo de las bases. Se trata de una sensibilidad cultural, que más allá de rechazar las formas específicas que ha adquirido la economía política en la actualidad, tiende a ver con sospecha el crecimiento económico, las estrategias de desarrollo -con la excepción de algunos sectores ambientalistas- y en general todo lo que huela a racionalidad tecnocrática y conocimiento especializado en aquella área. Dicha actitud explícitamente recelosa puede verse reflejada en las demandas de movimientos sociales de base, que muchas veces reclaman como su incidencia y participación directa puede verse contrarrestada por el poder de los estamentos tecnocráticos. En la actualidad no es extraño ver a intelectuales y académicos “progresistas” o de “izquierda”, apoyando la remoción de las asignaturas de economía en las mallas curriculares de sus estudiantes del área de humanidades y ciencias sociales, en una suerte de autosabotaje involuntario, que reduce las posibilidades de desarrollo crítico e incidencia de sus propios estudiantes.

Si bien es evidente que tras dicha postura existe una racionalidad propia del juego político en términos cortoplacistas, especialmente vinculada a los intereses de movimientos sociales con objetivos acotados, no es menos cierto que ella la inhabilita para llevar adelante proyectos políticos de mediano y largo alcance, reduciendo su círculo de acción a un ámbito local. La complejidad de la sociedad actual, obliga a apoyarse en grupos especializados para gobernar, por lo que no se puede intentar prescindir de una tecnoestructura ni de sus saberes. Por lo mismo, las luchas de estos sectores deberían volver a dar importancia a la economía, enfatizar en la generación de estrategias propias de crecimiento y desarrollo y en la generación de cuadros especializados capaces de sustentar dichas ideas en el ejercicio de la administración estatal.

(*) Publicado en RedSeca

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