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¿Podemos encontrar al menos una razón para defender la reforma educacional del actual gobierno?

Aïcha Liviana Messina
Por : Aïcha Liviana Messina Profesora titular y directora del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales
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Mientras el país ya se está preparando para el cambio de gobierno, queda pendiente saber qué pasará con la tan criticada reforma del sistema educativo. La reforma ha sido criticada tanto por la derecha como por la izquierda. Que las críticas vengan de los dos lados no sorprende, puesto que lo que caracteriza esta reforma es que busca quedar “bien con Dios y con el Diablo” como se ha dicho; dejando por ende mal tanto a Dios como al Diablo. El “sistema mixto” que consiste (¿o consistía?) en integrar universidades privadas en el plan de gratuidad podría haber respondido a la idea de dejar a todos contentos: los partisanos del mercado que ven en el financiamiento privado la condición del pluralismo y de la libertad (ambas nociones entendidas desde un punto de vista meramente individual); y los partisanos del Estado, que ven en lo estatal una garantía de universalidad (sin que uno sepa muy bien de qué universalismo se trata). Lo bueno del proyecto es que por lo menos  Diablo y Dios siguen descontentos. El sistema mixto no ha unificado nada, solo ha creado mayor división en la sociedad. Esto nos pone ahora frente al escenario de una posible reconsideración completa de la reforma, en el que se podría abandonar la propuesta de encaminar al país hacia una educación gratuita. Pero si no es difícil encontrar miles de razones, como se ha hecho recientemente, para rechazar esta reforma, ¿qué pasaría si encontráramos tan solo una razón para defenderla? ¿Podría una razón (aunque no tan buena) conducirnos a reconsiderar el conjunto de las críticas que no ha parado de recibir esta reforma?

Sin tenerle un particular aprecio (al menos en sus contenidos) a la reforma, trataré de mostrar que el sistema mixto que le dio forma, a pesar de sus evidentes debilidades, tiene algo que podemos valorar (si se lo mira desde una perspectiva que no incumbe ni a Dios ni al Diablo).

El llamado “sistema mixto” que ha dibujado la reforma se planteaba avanzar hacia la gratuidad siguiendo dos caminos distintos y aparentemente contradictorios. El primero era suprimir el co-pago en la educación primaria y secundaria; y el segundo era instaurar (al menos por un tiempo) el co-pago en los estudios superiores. Asimismo, lo que ha sido suprimido en la educación primaria y secundaria, ha sido introducido en la educación superior. Una medida tal parece contradictoria y por ende absurda. De hecho, dentro de sus principales efectos negativos está el fin de la selección en los liceos de excelencia de la educación publica. Esto, en vez de crear igualdad, crea nivelación (y seguramente no calidad).

[cita tipo=»destaque»]Esto nos pone ahora frente al escenario de una posible reconsideración completa de la reforma, en el que se podría abandonar la propuesta de encaminar al país hacia una educación gratuita. Pero si no es difícil encontrar miles de razones, como se ha hecho recientemente, para rechazar esta reforma, ¿qué pasaría si encontráramos tan solo una razón para defenderla? ¿Podría una razón (aunque no tan buena) conducirnos a reconsiderar el conjunto de las críticas que no ha parado de recibir esta reforma?[/cita]

Pero no es tan fácil imaginar otro proyecto de reforma en el contexto actual de la educación (a no ser que no se quiera una reforma que aspire a la gratuidad, es decir, a  garantizar el derecho a la educación). Dirigir el proyecto de gratuidad universal solamente hacia las universidades estatales – con el fin de reconstruir el sistema previo a (y por ende puro de) las políticas neoliberales que siguieron al Golpe de Estado del 73 –  habría tenido como primera consecuencia debilitar un sinnúmero de buenas universidades privadas hasta su progresivo fracaso. Es difícil imaginar que un gobierno pueda querer hacerse cargo realmente de una medida tan destructiva, que habría llevado a muchos profesionales, de todas las índoles, al desempleo. Pero una medida tal, enfocada solo hacia lo estatal, presuponía sobre todo actuar como si no existiera en Chile una historia después de 1973, como si se pudiera simplemente volver atrás, a un atrás que pudiese ser el modelo de hoy. En principio, y por lo menos en muchos países de tradición republicana fuerte, los sistemas educativos estatales están sin duda dentro de los mejores modelos. No solo se basan en el principio (a mi juicio irrefutable) de que la educación es un derecho (mientras que para los defensores de un neoliberalismo sin restricciones, esta es solamente una oportunidad), sino que tienen también fundamentos filosóficos. Se basan en la idea de que participamos de una república (la cosa común) y que las instituciones estatales son la garantía y la puesta en obra de lo común. En este contexto, educarse, además de ser un bien común, es lo que hace lo común.

¿Podemos decir que en Chile el Estado responde realmente a este objetivo, que el Estado está guiado por esta filosofía que determina a la ciudadanía por su vinculación a lo público, y que busca hacer de la nación algo que trascienda sus particularidades, algo universal?

No me parece que en Chile haya actualmente tal (y tampoco una) filosofía que sustente la idea de Estado y tampoco que las instituciones funcionen con esta idea de velar por la absoluta reciprocidad de todos los entes jurídicos que componen la república. En la breve experiencia que tuve de instituciones públicas, pude observar, al contrario, la precariedad de las reglas (a veces inventadas en el momento), la absoluta desregulación de los salarios que a veces llegan a ser más altos que en el sector privado (y que en cualquier universidad europea de prestigio) y un disfuncionamiento institucional que se ejercita a veces en detrimento de lo que deberían ser derechos básicos de los individuos. Por cierto, la reforma podía justamente redefinir la forma del Estado así como el funcionamiento de las instituciones estatales. Pero en tal escenario, lo que cabe preguntar no es si Chile tiene los recursos para hacer tal reforma (del Estado), sino si tiene la capacidad política de revolucionar el sentido inherente a sus instituciones y si tiene el potencial (ya sea social, cultural, geopolítico, histórico) para realizar una transformación tan profunda. ¿En cuatro años se puede hacer una reforma de base a los principios y funcionamiento de las instituciones?

A mi juicio, el sistema mixto que promulgó el actual gobierno era una manera de pensar –a muy largo plazo– una transformación no solo del sistema educativo, sino también de las instituciones. En vez de pensar que la educación se iba a transformar desde las instituciones estatales, permitía pensar que la idea de Estado y de “cosa común” que puede dar forma a sus instituciones se podía transformar desde un sistema educativo federativo. A este respecto, debemos reconocer en la forma que adoptó esta reforma al menos tres aspectos que no son menores:

1.- Buscó una reforma que no destruyera el empleo y los esfuerzos hechos hasta ahora para mejorar la educación. Hay además que prestar atención al hecho (muy positivo) que a contrapelo de muchos otros lugares donde los Estados solo pueden limitar, cuando no suprimir los recursos en las áreas humanísticas, existen en Chile universidades que toman el riesgo de promover su existencia, a veces en formas inéditas. Querer que se deje de potenciar la existencia de estas universidades es también querer que se deje de potenciar formas nuevas, a veces experimentales, de pensar la Universidad.

2.- Asume que lo público no es algo dado sino que es algo que se va a construir con los años, y con toda la nación –no solo con las entidades públicas, que, al menos en algunos aspectos (la precarización del empleo, la desvalorización de la figura del investigador sujeto a todo tipo de contingencia, las aberrantes discrepancias de los salarios) funcionan como entidades privadas.

3.- Tiene como consecuencia que el proyecto de una educación gratuita es algo que se construye con diversos actores (no solo desde las entidades públicas), que es por ende una responsabilidad colectiva.

Estas razones, por poco radicales que sean en un contexto donde se lucha por el derecho a la educación entendido en su dimensión universal (derecho, lo repito, que a mi juicio es fundamental y que no puede ser confundido con la idea de oportunidad a las que dan lugar la creación de becas de estudio, las cuales pueden complementar el derecho pero no sustituirlo, ni siquiera con el argumento que posibilitan una educación masiva), no se limitan a medir la pertinencia de la forma que adoptó esta reforma en un contexto meramente local, nacional. La educación está en crisis por razones que tienen que ver con la globalización y con la dificultad que representan las lógicas de mercado tanto para pensar en principios universales como para la independencia de las naciones. El problema no es solo que desde un punto de vista local el Estado puede ser débil (o demasiado fuerte), disfuncional (o corrupto). Desde un punto de vista global, el Estado ha perdido su soberanía; la universalidad –es decir, la posibilidad de actuar en base a principios que exceden las contingencias económicas– a la que aspira la idea de educación está seriamente cuestionada (basta pensar que recientemente una editorial tan prestigiosa como Cambridge UP censuró varios artículos ya publicados bajo la presión del Gobierno de China: es decir, el principio universal de libertad de expresión cedió frente a la presión del mercado, ya las editoriales no son soberanas en sus propios territorios). Esto por cierto no significa que debemos ceder a estas lógicas y renunciar a una idea de universalidad. Sin embargo, llama a reconsiderar la idea de lo universal así como su dimensión política. Si la universidad tiene algo que ver con la universalidad (y lo pienso, sin ser idealista: pues las ideas son el producto de la reflexión, son un constructo, cuando el empirismo neoliberal muchas veces es el fruto de una dictadura de los hechos), si la educación es un derecho y no solo una oportunidad entre varias, si tanto el saber como el acceso al saber deben poder pertenecer a lo público, son nuestro asunto común, debemos pensar en nuevos caminos políticos que permitan cumplir esta promesa. Por esta única razón, el sistema mixto, por pobre que haya sido su diseño, podría permitirnos enfrentar de una nueva manera un problema urgente a nivel mundial y no solo nacional, es decir, la necesidad de encontrar formas para exceder la dominación del mercado sin recluirse en particularidades, encontrar nuevas formas –políticas– de pensar lo universal y por ende la educación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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