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Matrimonio igualitario: no hablamos de magia


«Si dos normas de derecho son contradictorias entre sí, no pueden ambas ser válidas» Ese es, probablemente, el primer mandamiento que se enseña en cualquier facultad de leyes que se precie de tal. El derecho es un sistema lógico, armónico y perfecto, que nunca puede contradecirse a sí mismo. Cuando aparece dicha contradicción, se está autorizado, con presidencia de la conveniencia de los argumentos extralegales que la motiven, a impugnar la validez de la norma rebelde y pedir que se le expulse, ya sea de la aplicación a un caso determinado, ya sea de todo el ordenamiento.

Esto no significa, desde luego, que el derecho esté desprovisto de moralidad – todo lo contrario- pero sí que la esencia de un sistema jurídico es la exigencia de una conexión necesaria entre la moral que éste recoge y la lógica del sistema completo. La moral de las leyes, a diferencia de la de las religiones, tiene que rendir cuentas permanentes ante el tribunal de la razón. Un derecho que admite la contradicción de sus normas, se contamina de esa invalidez fundante y no puede realizar justicia.

[cita tipo=»destaque»]Sostener, por tanto, que para efectos de la administración y responsabilidad civil por la casa, el auto, la herencia y la AFP, es decir, que para efectos de un contrato sobre bienes privados, haya una diferencia sustancial entre heterosexuales y homosexuales que justifique un régimen diferente y – parece que esto es lo que más le duele ceder a la derecha- un nombre distinto, no puede hacerse sino aduciendo fetiches supersticiosos impropios de un derecho racional.[/cita]

Este imperativo absoluto de coherencia ha sido históricamente el principal argumento de las más insignes luchas sociales. Así, una consecuencia natural de la caída del Antiguo Régimen y la proclamación legal de la igualdad de todos los seres humanos, fue la aparición del movimiento feminista sufragista que reclamaba no tanto por el derecho a voto de la mujer sino por la inadmisibilidad de un sistema que, proclamando dicha igualdad, mantenía en su interior normas inconsecuentes para la mitad de la población. Algo similar ocurrió con la esclavitud y la discriminación racial, la libertad religiosa, la capacidad económica y, como ocurre hoy en todo el mundo – y en Chile con el vergonzoso retraso que nos es típico- con los derechos de las personas que conforman la diversidad sexual.

Quizás el ejemplo más notable para graficar las múltiples incoherencias de nuestra legislación sea el artículo 365 del código penal. Así, en nuestro país, mientras los heterosexuales adquieren plena libertad sexual a los 14 años (aunque muchos papás erradamente crean que tienen prerrogativas legales para decidir estos asuntos) la edad de consentimiento sexual para hombres gays es a los 18 años, sancionando con cárcel por el delito de «Sodomía» a aquel varón que tenga una relación sexual consentida con un adolescente y ejerza el rol «activo» en dicho acto. Como se aprecia de su sola descripción, este delito es tan específico como absurdo. En primer lugar, discrimina la capacidad de discernimiento de los adolescentes entre heterosexuales – suficientemente maduros y juiciosos – y los homosexuales que para estos efectos trata como semi-interdictos. En segundo lugar, no sanciona la homosexualidad en general -no sanciona a las lesbianas, por ejemplo- sino sólo la masculina. Y en tercer lugar, como si no bastara con eso, tampoco sanciona la homosexualidad masculina en general, sino exclusivamente al hombre que realiza la penetración, no al que es penetrado.

No es de extrañar, en consecuencia, que ante un insulto tan evidente a la razón humana, validado por el propio tribunal constitucional, se recurra a las cortes internacionales para exigir su derogación y que el Estado, a sabiendas de que perdería en todo evento, decida celebrar acuerdos de solución con los demandantes, como ha ocurrido recientemente ante la CIDH.

El caso del matrimonio no es menos reprochable, aunque ciertamente se encuentra mejor disimulado por asuntos meramente nominales. Es que el alcance de nombre de nuestro contrato de matrimonio civil, con el ritual de unión amorosa que ciertos cultos han elevado al nivel de «sacramento», es lo que permite que algunos sofistas con exceso de tribuna confundan intencionalmente ambas cosas, y trasladen las «características esenciales» de un ámbito al otro. Desde luego, los gays y lesbianas no pretenden que se les bendigan las argollas en una iglesia ni que se les santifique con una unión para toda la vida. Por el contrario, reclaman nada más y nada menos que aquel contrato que ocupan las parejas heterosexuales para administrar sus bienes durante la convivencia y repartirlas, una vez disuelta la misma. Es ese el matrimonio del que estamos hablando, del único matrimonio que importa legalmente desde las «Leyes Laicas» (¿podría haber nombre más claro?) de 1874, por lo demás.

En efecto, mucho más de un siglo ha pasado como para tolerar que aun se esgriman justificaciones tan irrisorias como que «la esencia del matrimonio es la procreación», o que «cuando el niño se cae, llama a la mamá y no al papá», como han hecho Piñera y Ossandón esta semana. Desde luego ello es absolutamente irrelevante para efectos de este contrato patrimonial y, aun si se admitiese la existencia de una «esencia» del matrimonio (que no es otra cosa más que un «debe ser así porque siempre ha sido así hasta ahora») ella no puede condicionar un cambio legal, tanto como la costumbre de esclavizar negros no era una razón válida para conservar la esclavitud, y el supuesto «rol natural» de la mujer no tiene peso alguno para negarle el derecho a voto.

Sostener, por tanto, que para efectos de la administración y responsabilidad civil por la casa, el auto, la herencia y la AFP, es decir, que para efectos de un contrato sobre bienes privados, haya una diferencia sustancial entre heterosexuales y homosexuales que justifique un régimen diferente y – parece que esto es lo que más le duele ceder a la derecha- un nombre distinto, no puede hacerse sino aduciendo fetiches supersticiosos impropios de un derecho racional. El matrimonio no es – aunque así se predique – un lazo místico de amor, complementariedad de los sexos y fidelidad ni está destinado a cumplir el mandamiento del Génesis de poblar la tierra. No es, como se pretende, una expresión de derecho divino ni se hace en pos de la supervivencia de la especie humana ni cosa que se le parezca, sino que en respuesta a necesidades económicas prácticas, profundamente humanas. En otras palabras, estamos hablando de plata, señores, no de magia.

En conclusión, el matrimonio igualitario y las demás demandas de la que ha sido llamada con un horror y sorpresa insólitos como «la dictadura gay», no son sólo un asunto concerniente a una minoría injustamente discriminada que busca reivindicar su igualdad legítima, sino una manifestación más de la imperiosa exigencia de coherencia y racionalidad en nuestras leyes. Causa que cualquier ciudadano con un mínimo de espíritu cívico debe defender si no quiere que, en el futuro, otro fanatismo le arrebate sus propios derechos al amparo de la construcción, siempre artificial, de la «naturaleza humana» y, de la siempre humana, «voluntad divina», significantes vacíos por excelencia que los dictadores de turno han rellenado y rellenarán a su conveniencia. El derecho de someter la ley al tribunal de la razón es, al fin de cuentas, garantía de seguridad colectiva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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