Puesto que el Estado viene ejecutando planes de integración pluriclasista, ¿corregiremos y fortaleceremos las políticas de acceso al suelo basadas en la mezcla o regresaremos al liberalismo segmentador que preocupa a Gray y, por interposita persona, a tantas arquitectas-arquitectos comprometidos con el desarrollo?
Sebastián Gray formuló una pregunta a los candidatos presidenciales. Días atrás, el arquitecto los interrogó por la segregación que aqueja a las ciudades chilenas y los modos de revertirla. Su interpelación, mezcla de cuestionamiento con requisitoria, se apuntalaba en las tensiones de la coyuntura citadina, pero también en los ardores urbanos cifrados en el mediano plazo.
Que en los días siguientes ninguno de los dos aludidos recogiera la pregunta, no deberíamos asociarlo inmediatamente a desinterés.
En rigor, durante la previa al primer turno, uno de los candidatos puntualizó de manera antagonizante las diferencias entre Peñalolén y Vitacura. Conocida la papeleta de votación del 17D, las referencias han cambiado levemente, pero el fondo permanece. Alejandro Guillier mora en Peñalolén y Sebastián Piñera reside en Las Condes o, para ser más precisos: Comunidad Ecológica y San Damián, respectivamente.
Convertida en arma electoral, el candidato de la Fuerza de la Mayoría transformó su residencialidad, aparentemente mesocrática, en un recurso, casi en una cisterna de credibilidad. De vuelta al argumento general, la suspicacia que disparaba su razonamiento deberíamos asimilarlo al muy santiaguino dime dónde vive y te diré (realmente) quién eres.
Tras el interés de Gray por la división social del espacio desde el punto de vista de sus consecuencias materiales y simbólicas, sobrevive una extensa tradición. Los arquitectos criollos, ellos también, han exhibido una dilatada preocupación por el par ciudad-sociedad y más específicamente por el binomio barrio-vecindario. Durante los últimos 70 años, una pléyade de proyectistas formuló interrogantes equivalentes a la de Gray y deslizó soluciones posibles, siempre con los barrios de Santiago como referencia tácita. La lista de especialistas que han aportado al debate incluye, sin ánimo de exhaustividad, perfiles tan diferentes como Miguel Lawner y Alejandro Aravena; Francisco Uribe-Echeverría e Iván Poduje; Andrés Necochea y Camila Cociña.
[cita tipo=»destaque»]Pero si la segregación y sus consecuencias fueron objeto de discusión, especialmente, en el último cuarto del siglo pasado y en el primero del nuevo, ¿por qué sería relevante reponer la preocupación por la separación territorial o espacial entre personas o familias pertenecientes a grupos sociales diferentes, la distribución socioespacial de clases o, en una tercera definición, la desigualdad residencialmente situada? Aunque existen buenas razones para reclamar un pronunciamiento de ambos candidatos, la propia centralidad del reformismo en boga vuelve imperativa una toma de posición.[/cita]
¿A qué debemos atribuir un interés tan sostenido? En términos generales y para los profesionales locales, si la primera mitad del siglo XX fueron años de sensibilización sobre la habitación insalubre y sus vías de reversión, los segundos cincuenta combinaron la controversia sobre la vivienda asequible y, a medida que el neoliberalismo urbano radicalizaba sus efectos, emergió un interés por la segregación y sus consecuencias.
Emilio Duhart tuvo el coraje de decirlo claramente cuando analogó a Santiago con una ciudad trizada. Una década después, era moneda corriente leer en el diario La Epoca o en Fortín Mapocho, que las casas de Pinochet eran la versión vernácula del apartheid sudafricano.
Con todo, una caracterización tan somera como la que he ensayado parece obviar el diafragma que conecta la habitación antihigiénica con la zona homogénea estigmatizada. No lo olvidemos, a los arquitectos también les debemos una sostenida preocupación por el asentamiento irregular –en Chile, población callampa primero, campamento después– que, a cierta escala, es la conglomeración (im)premeditada de habitáculos ligeros, pero que también puede ser resignificada, y lo fue cuando se trató de invasiones políticamente organizadas, como barrios de esperanza.
Pero si la segregación y sus consecuencias fueron objeto de discusión, especialmente, en el último cuarto del siglo pasado y en el primero del nuevo, ¿por qué sería relevante reponer la preocupación por la separación territorial o espacial entre personas o familias pertenecientes a grupos sociales diferentes, la distribución socioespacial de clases o, en una tercera definición, la desigualdad residencialmente situada? Aunque existen buenas razones para reclamar un pronunciamiento de ambos candidatos, la propia centralidad del reformismo en boga vuelve imperativa una toma de posición.
No lo olvidemos, mientras la candidatura de Piñera se presenta como un reformismo responsable (Blumel, 2017), la de Guillier busca profundizar las reformas, posiblemente revolucionándolas (Alcayaga, 2017). De este modo y puesto que el Estado viene ejecutando planes de integración pluriclasista, ¿corregiremos y fortaleceremos las políticas de acceso al suelo basadas en la mezcla o regresaremos al liberalismo segmentador que preocupa a Gray y, por interposita persona, a tantas arquitectas/arquitectos comprometidos con el desarrollo?
Fraseado como lo plantea Francisco Sabatini, el único no arquitecto de la columna, ¿profundizaremos la vivienda inclusionaria, eliminando bonos innecesarios y salvaguardas excesivas, o vigorizaremos, generosamente abultado, el viejo subsidio a la demanda, cuyos montos adicionales son, en buena medida, privatizados por los desarrolladores inmobiliarios? Como se imaginarán, parte importante de la disyuntiva también quedará saldada el 17D.