Las escuelas son mucho más que un espacio de aprendizaje. Y aunque se suele creer que que sólo cubren la necesidad de “enseñar y aprender”, en muchos casos —sobre todo en los sectores de mayor riesgo social— son también un espacio de acogida, de acompañamiento y de comprensión para muchos niños, niñas y adolescentes que han sido constantemente abandonados por el sistema en su totalidad. Así nacieron escuelas como Novomar, en Puente Alto, y Casa Azul, en la comuna de la Granja, y tantas otras a lo largo del país.
Lo que hemos visto en estos años de trabajo colaborativo es que muchas escuelas se han transformado en una suerte de “oasis” de seguridad, siendo el lugar donde muchos estudiantes encuentran refugio a los problemas de sus barrios o de sus casas, de la violencia o el desamparo. Surgen con un propósito claro: acompañar, apoyar y fomentar el descubrimiento y despliegue de las propias potencialidades y valores de solidaridad, respeto y compromiso transformador del medio social al que pertenecen. El trabajo va mucho más allá de la educación formal, protegen y acompañan a la niñez y a los otros actores de la comunidad en todos los aspectos de la vida y les entregan las herramientas para que puedan ganar la batalla a un sistema que termina encerrándolos en un círculo vicioso.
La pandemia mundial que estamos viviendo los afecta de forma más dramática a ellos y ellas. Interrumpir sus ya accidentadas trayectorias escolares por la cuarentena y el cierre de la atención en las escuelas los enfrenta a un escenario devastador. La brecha tecnológica de sus hogares, sumado a condiciones de hacinamiento y pobreza, crea una realidad que requiere hacer esfuerzos extraordinarios para evitar que una vez más sean los más afectados. No solo hablamos de pérdidas en lo educativo, sino también en aspectos emocionales y de salud mental. Comprender esto requiere hacer esfuerzos por mantener el vínculo emocional con cada uno de ellos y sabemos además, que el desafío no solo involucra acceso tecnológico, sino que requiere también un trabajo comunitario y familiar. Lo preocupante es que las políticas públicas siguen siendo estándares y no están pensadas para este tipo de realidades.
A pesar de que se sigue insistiendo en que no son la “población de riesgo” y se invisibilizan las múltiples consecuencias que hoy están viviendo en carne propia, sus derechos también están siendo vulnerados. Si bien podemos reconocer que han existido esfuerzos en nuestro país para mejorar las políticas educativas en las escuelas, aún no se acercan de gran manera a generar condiciones de igualdad que permitan disminuir las brechas excluyentes que existen en el sistema educativo actual. Estas brechas se hacen notorias aún más que nunca en esta crisis pandémica, y evidencian también que se está muy lejos de la instalación de un nuevo paradigma que tenga en su centro la justicia y preocupación por nuestra niñez y adolescencia, que no solamente promueva reales derechos en toda instancia, sino que tome un rol dominante en su cumplimiento, pues actualmente sólo suelen ser nombrados y no concretizados.
Las escuelas llamadas de “reingreso” o de “segunda oportunidad” no sólo “se hacen cargo” de la realidad de muchos niños, niñas y adolescentes profundamente ignorados y estigmatizados, no sólo les entregan educación, o sortean el día a día con recursos insuficientes, sino que proponen diariamente una nueva forma de verlos, basándose en comprender lo que viven y las necesidades que tienen. Lo que hay detrás es una mirada ética. Es optar por aquellos que más dificultades tienen para acceder y permanecer en el sistema educativo. Esta decisión trae consigo el costo de alejarse de la noción de “escuela estandar” e implica además, pagar un precio extra por “actuar” en un “territorio” donde el Estado no tiene políticas definidas y tampoco otros proyectos educativos están dispuestos a trabajar.
En el contexto actual, nuestra preocupación está en que nuestros niños, niñas y adolescentes enfrentan con aún más crudeza el peligro de ser tratados como si fuesen más invisibles de lo que ya eran, además de los riesgos que conlleva esta pandemia, sobre todo en los sectores más pobres que viven el hacinamiento, las precarias políticas públicas (muchas veces ineficaces), la cesantía, los riesgos de los abusos y la violencia intrafamiliar, entre tantas otras. Estas desigualdades pueden seguir transformándose, agudizando las carencias y riesgos en la ya maltratada vida que les toca vivir. Sabemos que existe mucha gente que trabaja en contextos vulnerables y conocen esta realidad, pero también que existe muchísima que no. Por eso, nuestro llamado es a visibilizarla y construir en conjunto las soluciones. Sólo así existirán más y mejores espacios de acogida, y menos de exclusión.