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El suicidio: otro mandato de masculinidad Opinión

El suicidio: otro mandato de masculinidad

Sergio Martínez Gutiérrez
Por : Sergio Martínez Gutiérrez Lic Trabajo Social, Magister en Ciencias Sociales, Director Corporación Espacio Práxis
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A lo largo de la historia, el suicidio ha tenido diversas interpretaciones, unas más complejas que otras, lo que nos permite hoy por hoy preguntarnos: ¿es el suicidio un acto de resistencia de la masculinidad siglo XX? El enunciando reviste una complejidad analítica temeraria, dado que, de ser así, lo que debiéramos preguntarnos es qué nivel de conciencia hay en este acto de resistencia, debido a que en este caso lo que se resiste es un tipo de construcción de identidad que, queramos o no, está interpelada, está cada vez más arrinconada contra la pared, con una sensación de término, de sentencia definitoria.

Más allá de lo que pudiera ser entendido como un perfil, lo central –a mí entender– es prefigurar un contexto: ¿qué hace hoy comprensibles estas formas de resolución? Solución en el sentido del agobio previo; deudas, ruptura amorosa, crisis existencial, consumo, etc., etc., donde la acción suicida pasa a ser en sí misma una válvula de escape.

¿Cómo entendemos este fenómeno? La primera reacción o respuesta que nos damos está en la esfera de la psicologización: no pudo resolver el problema, no superó el agobio, estaba mal, etc.; y lo que se habla es reconducido, redireccionado mediante una mentalización de un pensar positivo o, por otro lado, la psiquiatrización: no se diagnosticó el trastorno, dejó de tomar sus fármacos, estaba depresivo, etc., en este caso la palabra no es escuchada y, por lo tanto, no emerge el sujeto con su demanda.

Estas miradas, aun cuando en algunas ocasiones son necesarias para afrontar situaciones límites (crisis agudas), no alcanzan a desarrollar un programa de tratamiento o conformar un programa de intervención, que haga sentido tanto a hombres como a mujeres, y se constituyen, por lo tanto, como propuestas de una terapéutica fallida. Las dificultades para otorgar espacios terapéuticos, que tengan una mirada más comprensiva, distintas a las dominantes en los centros públicos de atención, favorecen al abandono, la refractariedad, el NSP (no se presenta).

Se evidencia que un porcentaje cercano al 45% de los suicidas, consultan o han estado vinculados a un programa de salud mental (Kposowa,2003). Una cifra no menor, si observamos que uno de los objetivos para disminuir los suicidios es otorgar ofertas terapéuticas. En definitiva, lo que ocurre es que las personas tratan de salir de la situación agobiante, consultan, se entregan a un trabajo terapéutico, pero para un porcentaje importante no es suficiente. ¿Qué es lo que hace que estos programas no impacten de la forma esperada? Se evidencia una distancia entre la demanda de atención, entendida como el contenido de la demanda y la oferta de una terapéutica, algo no se encuentra entre estas dos dimensiones, en otras palabras, la persona en problema no encuentra lo que busca, no hace sentido, algo que, de por sí, no es de entera responsabilidad de los equipos terapéuticos, porque incluso el que demanda no tiene muy claro qué es lo que necesita resolver.

En el último tiempo pudiéramos señalar que existen efectos pospandemia o, para decirlo de otra manera, la pandemia ha contribuido a una sensación de fragilidad y agobio. Es esta idea de fragilidad la que se manifiesta de muchas y variadas maneras. Se expresaría en un aumento de la agresividad o disminución de la tolerancia, sensación de incertidumbre, etc., etc., pero estas situaciones –a nuestro entender– son la manifestación de una capa más superficial, es la epidermis de un complejo y más profundo dilema social. Es en este sentido que la pandemia y toda su complejidad solo ha sido un gatillante, un disparador de situaciones incluso intrapsíquicas (que se constituyen por lo demás en interacción social), que requieren, para su abordaje, espacios de atención y contención terapéutica que, en definitiva, es la creación de una comunidad de afectos, que nos permita tener un soporte, una especie de colchón que haga la caída menos dañina.

¿Qué elementos son lo constituyen este cuadro? Esta tormenta perfecta deambula por los fenómenos de la construcción de subjetividad, que en los últimos casos que se presentan (dos en Iquique, uno en Arica, uno en Santiago, los dos últimos adolescentes), interpela a ciertas masculinidades, prefigurando un malestar producto de un mandato masculino (Segato, 2019), que no se resiste.

Ciertas cifras apuntan a que los hombres consultan menos que las mujeres por problemas de salud mental y que son los hombres quienes concretan más que las mujeres (NVDRS, 2016). Pareciera ser que hay un sesgo de género en el acto suicida. Es en este sentido que el viejo pero vigente refrán, “los hombres no lloran”, pudiera ser un indicador de que cierta masculinidad está más arrojada a una solución del tipo suicidal. La desolación identitaria en que nos encontramos los hombres de este siglo XXI, tiene una profundidad abismal, que hace plausible el arrojo al vacío del espacio de tres personas.

Cuando se analizan las cifras de personas en actos suicidas, y contacto con equipos de salud mental, estas señalan que son las mujeres las que más consultan. En este sentido subyace esta idea de masculinidad referida por Segato, que señala que al hombre lo miden sus propios pares (espectáculo de la potencia, jerarquía, fraternidad masculina, ideal de hombre) y lo que se mide es su capacidad de protección, potencia sexual, jerarquía en el cuidado, cada una de las cuales alejan a los hombres de ubicarnos como personas frágiles, padecientes, sufrientes, dependientes y, en definitiva, nos alejan de la posición de ayuda, de ponernos en la disposición analítica y terapéutica de otra subjetividad.

De alguna manera, esta idea de ser objeto de ayuda nos hace sentir menos hombres, menos representantes de esa identidad masculina, que se nos ha construido a golpes, burlas y desprecio, pero también privilegios, durante siglos (Segato, 2013). Una actitud que se esconde, a ratos, es la misoginia, la que se enseña en los juegos infantiles y en los desafíos físicos a temprana edad. Esto en definitiva pudiera estar en la base de las resistencias a mirar de otra manera lo que nos ocurre, de ubicarnos como personas que sufrimos y que no tenemos todas las herramientas ni la potencia para solucionarlo solos, reconocer esta fragilidad entendida como “debilidad” será un gran giro en la posibilidad de una nueva masculinidad. Lo señalado por Lutereau, en relación con que “el hombre ha muerto”, cobra sentido, ha muerto ese hombre potente y proveedor del siglo XX, pero el temor sigue estando, a decir de Gramsci, que en esos claroscuros de los cambios puede suceder que en esta nueva construcción o se cristaliza este hombre machista y patriarcal que sigue realizando actos y hechos públicos cada vez más violentos, o se da paso a una nueva y renovada masculinidad, que no teme en pedir ayuda, que no sufre ni padece con eso, pero por sobre todo, que no deja de ser hombre.

Efectivamente, la posibilidad de tener contextos más favorables para la vida es de un alcance de largo aliento, del tipo de un cambio paradigmático, que ubique tanto a hombres como mujeres en una dimensión de no competencia, de no sumisión, de no violencia. Esta posición subjetiva debiera de permitir una construcción identitaria distinta a la masculinidad actual, marcada o influenciada por siglos de dominación patriarcal y machista; estas lógicas de potencia sexual, de éxito y reconocimiento social, solvencia y certeza económica, misoginia, etc., etc. El agobio suicida lo vemos en esta conformación identitaria, que aleja la búsqueda de apoyo, o la condiciona, la oculta en el consumo de drogas de forma compulsiva, en el arrojo temerario de “la primera línea”, en la resolución violenta de los conflictos, etc., etc.

Reflexionar sobre estos elementos, creemos, permitirá ubicar ciertos determinantes sociales para una mejor y más contenedora salud mental, entender que la condición de clase social, de género, étnica y de grupo etario, son basales para referenciar un programa de atención menos expulsivo y más acogedor, que ponga en el centro de la atención a estos determinantes y al sujeto(a) decimonónico(a) y sus complejidades. En definitiva, postulamos una comunidad de cuidados, una relación de apoyo mutuo, que sea parte del lugar de donde uno vive, que no es contradictorio con la idea de que algunes necesitarán de acudir a espacios de contención más específicos, centros de atención para personas con problemas de salud mental, pero de este tema, de estos centros y de su terapéutica, hablaremos en otra ocasión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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