Publicidad
La desglobalización y el Titanic Opinión

La desglobalización y el Titanic

Sergio Arancibia
Por : Sergio Arancibia Doctor en Economía, Licenciado en Comunicación Social, profesor universitario
Ver Más

Los países en desarrollo –entre ellos Chile, que ha avanzado más que muchos otros en la senda de la globalización– corren el riesgo de quedar como los músicos del Titanic, que tocan sus melodías hasta el momento mismo del definitivo hundimiento del barco en que navegan, sin hacer nada para ponerse a salvo. 


Las teorías neoclásicas –respecto al menos a lo que refiere al comercio internacional– están más muertas que vivas. La idea rectora de dicho cuerpo teórico era que la apertura de las fronteras comerciales –para hacer de todo el mundo un solo gran mercado planetario– llevaría a que cada país se especializara en la producción y exportación de aquellos bienes que constituían sus ventajas comparativas o naturales y así se lograría una óptima utilización de los factores productivos en todo el planeta Tierra, y todos serían más productivos y más felices. 

Hoy en día esa idea no es la que preside las relaciones económicas internacionales. La Organización Mundial de Comercio, que era el Vaticano de esa liberación mundial del comercio, está totalmente incapacitada de seguir propiciando nuevas aperturas, y las que logró promover durante su corta existencia institucional comienzan a desmoronarse.

Los países más importantes del mundo contemporáneo, en términos económicos comerciales, políticos y militares –y los agentes económicos que lideran esas economías– no están ya hoy en día interesados en imponer un solo mercado mundial, sino en proteger cada uno su propio mercado –y su propio Estado– de origen. 

Se habla, así, de un proceso de desglobalización, o de lenta pero implacable imposición de mercados nacionales protegidos. La geopolítica y la seguridad económica y política emergen como fuerzas rectoras del comercio y de las finanzas internacionales, contrariando u olvidando las ideas anteriores, de carácter aperturista, que tuvieron su época de oro en los primeros años del presente siglo. Las herramientas fundamentales a que se echa mano para lograr estos objetivos son los aranceles, que se elevan como mecanismo para impedir el acceso a los mercados locales de las mercancías provenientes de países que surgen como competidores y a los que se desea vencer en todos los planos. También se ponen límites y trabas a la movilización internacional de capitales y a la entrada de los mismos en áreas prohibidas para los inversionistas extranjeros, por razones de secretismo tecnológico o de control de materiales o de áreas industriales consideradas estratégicas. En síntesis, las que pudieran considerase como ideas e instituciones que le den fuerzas a una cierta gobernanza mundial, se debilitan hasta quedar casi inexistentes. 

Pero mientras esto impera en los países desarrollados, los países en desarrollo siguen atados a las ideas y a los compromisos que han venido estableciéndose, aun cuando sus socios desarrollados se apartan de ello en forma abierta y creciente. Una red de tratados internacionales de libre comercio los obligan a mantener abiertos sus mercados, mientras los países desarrollados actúan en forma cada vez más proteccionista. Los países en desarrollo –entre ellos Chile, que ha avanzado más que muchos otros en la senda de la globalización– corren el riesgo de quedar como los músicos del Titanic, que tocan sus melodías hasta el momento mismo del definitivo hundimiento del barco en que navegan, sin hacer nada para ponerse a salvo. 

Sería iluso para ellos pensar que el proceso de desglobalización les devolverá por sí mismo la capacidad o la libertad para que todos ellos puedan tomar y/o redefinir sus propias políticas económicas, capacidad que han venido perdiendo a través de los años y los tratados. Muy por el contrario, es presumible que seguirán amarrados a normas que tienen cada vez menos valor para los poderosos de este mundo. Sin embargo, si rompen unilateralmente con ellas, quedarían en el peor de todos los mundos: no podrán gozar de las ventajas –supuestas o reales– del libre comercio, pero tampoco podrían gozar de la fiesta de los poderosos que imponen sus intereses nacionales a todo el mundo. No serán invitados a dicha fiesta, por la sencilla razón de que no pertenecen al club de los poderosos. Pero el poder de los débiles se puede potenciar en la medida en que se fortalezcan sus grados de unidad. Ese es uno de los desafíos relevantes que enfrentan los países latinoamericanos. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias