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Pobreza Energética: el rostro más frío de la desigualdad Opinión

Pobreza Energética: el rostro más frío de la desigualdad

Anahí Urquiza
Por : Anahí Urquiza Académica del departamento de Antropología de la Universidad de Chile, investigadora del (CR)2 y coordinadora de la Red de Pobreza Energética.
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Chile cuenta con condiciones privilegiadas para generar energías limpias, por ejemplo, a partir de las energías geotérmica, solar, eólica, entre otras. Esto, sumado a infraestructura habilitante, incentivos efectivos y regulaciones adecuadas, podría entregar la energía requerida para alcanzar las temperaturas saludables en hogares, hospitales y recintos educacionales. Pero, para avanzar en este tema, debemos estar dispuestos, primero, a aceptar que la pobreza en nuestro país es más profunda de lo que queremos ver y, segundo, a invertir en medidas de largo plazo que permitan reducir de forma efectiva las actuales brechas de desigualdad.


En Chile pasamos más frío del que estamos dispuestos a asumir. Sin embargo, cuando comienzan a bajar las temperaturas, es difícil evitar pensar en cuáles son las condiciones en las que viven gran parte de los habitantes de nuestro país. A través del concepto “pobreza energética” hemos estado visibilizando la importancia de contar con acceso equitativo a energía de calidad para cubrir los servicios energéticos básicos, especialmente aquellos relacionados con lograr temperaturas saludables y confortables al interior de los hogares.

Sabemos que gran parte de las viviendas del país no cuentan con una adecuada aislación térmica, lo que, en otoño e invierno, significa tener que destinar una parte importante del presupuesto familiar en energía para calefacción. Este y otros servicios energéticos son parte importante de la vida cotidiana de chilenos y chilenas, sin embargo, hoy día no contamos con las herramientas adecuadas para caracterizar las condiciones de acceso a estos servicios en los hogares, ni tampoco del impacto que el gasto en energía tiene para el presupuesto de las familias.

Pese a lo anterior, contamos con algunos datos parciales que nos permiten visualizar la importancia y la magnitud de este problema.

Por ejemplo, sabemos que un 34% del segmento más pobre de la población declara pasar frío en invierno, así como un 27% del segmento vulnerable y un 21% del segmento medio bajo (ENE, 2016). Asimismo, sabemos que el quintil de menores ingresos gasta casi 3 veces más de su presupuesto mensual en energía –en términos relativos–, respecto del quintil de mayores ingresos (EPF, 2013). Esto, para “satisfacer” (al menos en parte) necesidades asociadas al uso de electricidad, calefacción, agua caliente sanitaria y cocción de alimentos, necesidades que muchas veces se ven limitadas para priorizar otros gastos familiares, debido a los escasos ingresos de este segmento de la población.

Por otra parte, los datos de la encuesta CASEN 2015 nos muestran que un 11,6% de los hogares del país no cuenta con agua caliente sanitaria, agudizándose esta cifra al observarla según quintiles, donde cerca de un 40% del quintil de menores ingresos no cuenta con este servicio energético.

[cita tipo=»destaque»]También sabemos que la pobreza energética afecta de forma más cruda a niños, niñas, personas mayores, enfermas crónicas y mujeres embarazadas, precisamente por aumentar su vulnerabilidad frente a enfermedades respiratorias y cardiovasculares, tanto por la exposición a bajas temperaturas como por la exposición a contaminación intradomiciliaria. Por lo anterior, también sabemos que las principales afectadas por la pobreza energética son las mujeres, debido a que la división sexual del trabajo aún dominante en nuestro país se traduce para ellas en una mayor cantidad de tiempo dedicado a trabajo no remunerado en los hogares y al cuidado de otros y otras (ENUT, 2015). Todas estas acciones requieren de la gestión y del uso cotidiano de energía, ya sea para la utilización de electrodomésticos, la cocción y refrigeración de alimentos, la calefacción del hogar, entre otras.[/cita]

Otro dato relevante se relaciona con el tipo de combustible que utilizamos en las distintas zonas climáticas del país para calefaccionar nuestros hogares. Mientras que en la zona centro predomina el uso de gas y parafina para calefacción, en la zona sur del país, desde la Región del Biobío hasta la Región de Aysén, destaca el uso intensivo de leña. Este uso también está fuertemente asociado a ciudades saturadas de contaminación atmosférica, como Los Ángeles, Temuco, Valdivia, Osorno, Puerto Montt y Coyhaique, lo que nos habla de un problema asociado a la calidad de la energía.

También sabemos que la pobreza energética afecta de forma más cruda a niños, niñas, personas mayores, enfermas crónicas y mujeres embarazadas, precisamente por aumentar su vulnerabilidad frente a enfermedades respiratorias y cardiovasculares, tanto por la exposición a bajas temperaturas como por la exposición a contaminación intradomiciliaria. Por lo anterior, también sabemos que las principales afectadas por la pobreza energética son las mujeres, debido a que la división sexual del trabajo aún dominante en nuestro país se traduce para ellas en una mayor cantidad de tiempo dedicado a trabajo no remunerado en los hogares y al cuidado de otros y otras (ENUT, 2015). Todas estas acciones requieren de la gestión y del uso cotidiano de energía, ya sea para la utilización de electrodomésticos, la cocción y refrigeración de alimentos, la calefacción del hogar, entre otras.

Considerando los datos que tenemos, si bien no podemos hacer una evaluación profunda sobre las condiciones de pobreza energética y su relación con otras dimensiones de la exclusión social, hoy día sí podemos reconocer que la pobreza energética agudiza otras desigualdades, como las de género, salud y educación, potenciando las profundas diferencias económicas y aumentando la vulnerabilidad frente a eventos extremos (por ejemplo, las bajas temperaturas de estos días). Sin embargo, y pese a la evidente importancia de este tema, los datos actuales no nos permiten visibilizar con mayor detalle y profundidad esta situación.

En este contexto, visualizamos con urgencia la necesidad de observar la pobreza energética tanto en los espacios domésticos como en esos otros espacios que habitamos frecuentemente. Por ejemplo, ¿qué temperaturas y qué nivel de contaminación tienen las salas de clases donde estudian nuestros niños y niñas? De igual forma, ¿cómo se relacionan las enfermedades respiratorias de niños, niñas y personas mayores con las condiciones de temperatura, humedad y contaminación de sus viviendas?, ¿a qué niveles de contaminación intradomiciliaria se exponen niños y niñas de diferentes quintiles y cuáles son las temperaturas en las que habitan?, ¿de qué manera influyen la temperatura, humedad y contaminación en su aprendizaje y desarrollo?

Si queremos reducir la desigualdad en nuestro país, debemos hacernos cargo de estos problemas. Si los niños y niñas de los quintiles más pobres pasan frío, se exponen a contaminación intradomiciliaria y ni siquiera en los colegios cuentan con temperaturas saludables para el aprendizaje, nunca lograremos “emparejar la cancha” y ofrecer oportunidades reales de inclusión social.

Chile cuenta con condiciones privilegiadas para generar energías limpias, por ejemplo, a partir de las energías geotérmica, solar, eólica, entre otras. Esto, sumado a infraestructura habilitante, incentivos efectivos y regulaciones adecuadas, podría entregar la energía requerida para alcanzar las temperaturas saludables en hogares, hospitales y recintos educacionales. Pero, para avanzar en este tema, debemos estar dispuestos, primero, a aceptar que la pobreza en nuestro país es más profunda de lo que queremos ver y, segundo, a invertir en medidas de largo plazo que permitan reducir de forma efectiva las actuales brechas de desigualdad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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