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Política, economía, coronavirus y la “justa dosificación de la muerte” Opinión

Política, economía, coronavirus y la “justa dosificación de la muerte”

Enrique Fernández Darraz
Por : Enrique Fernández Darraz Doctor en Sociología, académico.
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Hace unos días la subsecretaria de Salud, Paula Daza, por fin reveló cuál es el principio de funcionamiento del Gobierno frente a la pandemia: dado que contagiarse es inevitable, se debe establecer una estrategia que permita “lograr que las personas se vayan enfermando progresivamente”.

Es decir, en una cantidad tal que no se saturen los hospitales, los servicios funerarios o se destruya la economía.
Ecuación nada fácil de equilibrar.

Hasta que exista una vacuna o la especie humana desarrolle algún tipo de inmunidad frente al virus, no queda, al perecer, otro camino que encontrar un punto medio entre la capacidad política de gobernar la crisis, la posibilidad de atender enfermos y sepultar muertos, y producir lo suficiente para mantener el país en funcionamiento.

Ese es el origen de la estrategia de cuarentenas selectivas que determina, de acuerdo al número de contagiados por cantidad de habitantes y kilómetros cuadrados, el tipo de restricciones que se aplican, a fin de mantener un crecimiento “razonable” de la enfermedad.

Este cálculo, sin embargo, no es trivial. Porque no se trata solo de que la gente se enferme, sino también de la proporción de ella que requerirá de cuidados intensivos y de la que, inevitablemente, fallecerá.

Calcular y decidir la tasa de crecimiento de los contagios lleva implícito, entonces, el cálculo y la decisión de cuántos morirán.

De ahí, probablemente, la dura honestidad de las palabras del gerente general de la Cámara de Comercio, Carlos Soublette, cuando señalara que “no podemos matar toda la actividad económica por salvar vidas, porque después vamos a estar lamentando que la gente se muera de hambre”.

Es decir, la vida humana tiene un valor –y el mismo señor Soublette lo reconoce–, pero este no puede ser superior al de la economía. Menos aún ante la expectativa que se nos ofrece: en caso de equivocarnos en las prioridades podríamos terminar muriendo de hambre.

En otras palabras, tendremos que asumir que un número aún indefinido de personas deberá fallecer en nombre del bienestar general.

El problema es, sin embargo, ¿cuántos deben morir?, ¿quiénes serán?, ¿de qué edad?, ¿de qué sector socioeconómico?, ¿de cuál barrio? Pero, por sobre todo, ¿quién tiene la potestad para definir dicho número?

La estadística de la letalidad del virus muestra valores muy disímiles, dependiendo de la edad de los contagiados: a más edad, mayores posibilidades de un desenlace fatal, escalando hasta un 14% de fallecidos entre las personas sobre 80 años. También depende de la capacidad de detección temprana de los enfermos, de la calidad de las instalaciones hospitalarias y de otras variables aún en estudio.

Del conjunto de factores antes mencionados, el Gobierno –que hasta ahora se arroga en solitario dicha potestad– extrae a diario la fórmula para realizar una “justa dosificación de la muerte”.

Visto así, tal vez más que nunca se necesite un grado importante de participación de los actores relevantes, a fin de asegurar que las decisiones sean consensuadas. Es decir, que la mayor cantidad de personas posibles y, sobre todo, quienes se expondrán al riesgo de enfermarse o de transportar el virus a sus hogares, participen en alguna medida de estas decisiones. El mejor ejemplo de aplicación patronal de esta potestad ha sido la reciente decisión unilateral de iniciar el retorno a la “normalidad”, enviando al frente a los funcionarios públicos.

Además, a ello se debería agregar la generación, con cargo al Estado y a las empresas respectivas, de las condiciones de seguridad necesarias para que las personas expuestas puedan resguardar su salud. De lo contrario, como hasta la fecha está sucediendo, solo será la decadente parodia de un emperador romano que, desde la comodidad de su palco, indica con el dedo pulgar quién debe vivir y quién morir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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