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Hambre y libertad Opinión

Hambre y libertad

Camilo Sembler
Por : Camilo Sembler Sociólogo. Doctorando en Filosofía, J.W. Goethe-Universität, Frankfurt, Alemania.
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Las protestas por la falta de alimentos en distintos lugares del país volvieron a instalar el problema de la desigualdad en el foco de atención. En medio de los debates a propósito de las medidas para enfrentar la crisis, ha vuelto a aparecer un argumento bien conocido: insistir en los graves riesgos que (más temprano que tarde) traería sobre la libertad de las personas el pretender garantizar mayores grados de seguridad social. Una nueva versión de una supuesta oposición entre igualdad y libertad que, durante décadas, ha servido como bastión a quienes se han opuesto a distintos avances en derechos sociales.

A modo de advertencia ante las posibles medidas, el diputado Macaya replicó sin rodeos este dogma en una entrevista: “Durante las crisis se han estimulado posiciones contrarias a la libertad, tanto en lo político como en lo económico. Tras la Primera y Segunda Guerra Mundial emergieron dos de los peores totalitarismos que ha conocido la humanidad” (El Mercurio, 22 de mayo). Días después, la ex ministra Cubillos respondía en redes sociales a una muy comentada columna sobre la pobreza con la idea que la izquierda no valora la libertad de elección de los más pobres.

A la luz sobre todo de un escenario como el actual, conviene entonces preguntar: ¿Qué es tomarse en serio la defensa de la libertad?

En primer lugar, es necesario decir algo obvio. Ahí donde la alimentación, la salud y otras necesidades básicas aparecen con extrema urgencia o crudeza, no es solo la igualdad, sino también la libertad de las familias lo que resulta menoscabado. Esto ahora parece más evidente que nunca: hoy en Chile para miles de familias su libertad de elección consiste en elegir entre la pobreza o la exposición a un contagio con el fin de salvaguardar su subsistencia. Cabe esperar, además, que en las próximas semanas y meses, muchas familias deban enfrentar dilemas tan cruciales como elegir entre la continuidad de estudios de sus hijos o destinar recursos para cubrir necesidades aún más urgentes. En fin, todas situaciones que, difícilmente, alguien podría identificar con una defensa de su libertad.

Esto muestra que tomar en serio la libertad es, también, proveer a los ciudadanos de seguridades sociales. Son estas seguridades básicas –los llamados “derechos sociales” – las que permiten que cada uno pueda llevar adelante (con un mínimo de certeza) aquello que quiere realizar. Que ninguna familia, por ejemplo, se vea completamente impedida de imaginar libremente su futuro por el constante temor ante los costos que supone una posible enfermedad o la pérdida del empleo. Y esto es aún más claro en escenarios de extrema urgencia como el actual: que nadie se vea forzado a elegir entre la subsistencia familiar y la protección de su salud. En este sentido, los derechos sociales (y cabe retenerlo sobre todo para la futura discusión constitucional) son también derechos de libertad.

En segundo lugar, tomar en serio la libertad es, necesariamente, también tomar en serio la dignidad de cada persona. Porque si decimos valorar la libertad que cada uno tiene para dar forma a su vida, nadie puede ser tratado como un simple instrumento para fines de otros. En eso consiste el igual valor de la dignidad de cada uno (otro pilar de una sociedad democrática). Esto supone, entre otras cosas, que no solo importa entonces satisfacer necesidades básicas, sino también el modo en que se hace. Así, por ejemplo, vulnera la dignidad convertir las necesidades y privacidad de las familias en una instrumento al servicio de fines propagandísticos, tal como hemos presenciado con el reparto de las cajas de alimentos estas semanas.

Tomar en serio la libertad es, por tanto, garantizar también la dignidad de cada uno como un imperativo de justicia. Y este es otro significado relevante de los derechos sociales. Si todos tenemos “derechos” a determinadas condiciones que garantizan nuestra existencia, no solo vivimos de un modo más igualitario, sino que nuestra dignidad no queda ya a merced de la voluntad (o falta de ella) de quienes gobiernan, menos aún a su posible tentación por mostrarse especialmente solidarios en pantalla. También en este sentido garantizar derechos sociales es, por tanto, promover la libertad.

A la luz de sus acciones, se podría concluir entonces que el gobierno (ni siquiera) se toma en serio la defensa de aquello que dice defender. Pero quizás sea otra la verdad. Algo de ella se puede intuir en la comentada frase de la diputada Hoffmann, cuando para justificar no solo el bajo monto del Ingreso Familiar de Emergencia, sino además su progresiva disminución, sostuvo: “nosotros no queremos que dependan del Estado”. Y es que, al parecer, la libertad no es para todos. Hay quienes (así parece suponer este razonamiento) si ven garantizadas sus necesidades más básicas caerían, de manera inevitable, en la más absoluta pasividad y falta de iniciativa. La necesidad económica (el mercado, al fin y al cabo) está ahí entonces para recordarles, al costo que sea, su obligación de trabajar. La libertad no es, en suma, también para “ellos” (sino solo para aquel “nosotros” que sostiene el juicio de la diputada).

Si esto es así, sin embargo, mejor sería comenzar a llamar a las cosas por su nombre. Y en vez de hablar de “libertad” decir, simplemente, privilegio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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