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La política exterior de Chile y el punto ciego de la historia Opinión

La política exterior de Chile y el punto ciego de la historia

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Carlos Monge y Cristián Fuentes
Por : Carlos Monge y Cristián Fuentes Carlos Monge es Doctorando en Relaciones Internacionales y Cristián Fuentes académico de la Universidad Central y exfuncionario de Cancillería
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Hay quienes creen que la política exterior de Chile se ubica en un punto ciego, un lugar donde no llegan las cámaras y sus imágenes, por donde no pasa la historia. Sin embargo, el estallido social y el momento constituyente que vivimos afecta a todos los ámbitos de la vida nacional, incluida la forma en la que nos insertamos en el mundo. El statu quo vigente desde el retorno a la democracia desapareció y el consenso hegemónico, al que algunos llaman política de Estado, se desdibujó hasta convertirse en una mera repetición de quehaceres del pasado, una colección de tics sin mayor significado en la realidad concreta.

Conscientes de aquello, otros insisten en la necesidad de recomponer lo perdido, con más o menos las mismas características, tarea a cumplir en el tiempo presente… Nada más alejado de los verdaderos propósitos que debieran animarnos, pues la historia camina por la vereda del frente.

Cuando el neoliberalismo está en crisis en todas partes, nuestra presencia internacional debe superar al libre comercio como objetivo prioritario y casi único, y ampliar el espacio en el que se juegan los intereses nacionales. Iniciamos una era posneoliberal en la que se mezclan los desafíos de la pandemia con la recuperación económica, en un contexto signado por la construcción de un nuevo modelo de desarrollo sustentable, que complemente las actividades extractivas de recursos naturales con innovación, conocimiento y política industrial, promoviendo el crecimiento con equidad, descentralización y cuidado del medioambiente. La antigua hegemonía debe ser reemplazada por otra y la búsqueda de ciertos consensos que soporten una política de largo plazo o de Estado, requiere de nuevos y diversos contenidos.

Transitamos por una etapa donde está cuestionada la forma de tomar las decisiones, lo que en nuestro caso afecta la naturaleza de la política exterior. La ciudadanía quiere participar, más allá de los diplomáticos profesionales, los expertos, los políticos, los empresarios o las Fuerzas Armadas, resignificando la manera tradicional de entender el interés nacional, que puede interpretar exclusivamente el presidente de la República, apoyado en un consenso casi automático y apolítico. En resumen, se está imponiendo una forma distinta de entender la democracia, una arquitectura más plural en la toma de decisiones que deje atrás la etapa neoliberal, ultraeconomicista y conservadora propia de la Constitución de 1980.

También se afirma que es mejor una Constitución con unos pocos enunciados generales, que no contemple un modelo determinado de política exterior, pues así se haría posible un cambio expedito cuando fuera necesario. Y si eso no fuera viable, que a lo más se recojan algunos principios generales en el Preámbulo de la Carta Fundamental, aunque sin garantías para su cumplimiento, es decir, letra muerta.

La política exterior debe ser animada por un compromiso ético que se sostiene en valores explícitos, compartidos por la mayoría de los chilenos, y no solo en un pragmatismo mal entendido, que trata de esconder las diferencias e imponer puntos de vista parciales.

Tampoco el equilibrio de poderes sería aplicable en un ámbito donde el presidente de la República es quien aseguraría la unidad del Estado, sobre todo ante un Congreso heterogéneo, fragmentado e indisciplinado. Para qué decir el reconocimiento de actores de la política exterior como regiones y municipios, la sociedad civil organizada, los pueblos originarios y una clara perspectiva de género desplegada a través de un enfoque feminista acorde a nuestros tiempos. Incluso, hay quienes tienen dudas acerca de incluir la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno, en especial en la esfera de los derechos humanos, pues todavía el soberanismo es fuerte entre nuestros juristas. Reconociendo, por cierto, que muchas veces detrás de la limpia bandera de los DD.HH. se esconden agendas injerencistas que miden el cumplimiento de este avance civilizatorio esencial de acuerdo a sus intereses particulares.

América Latina es todo un caso. La integración siempre ha sido vista por ciertos grupos como idealismo puro, ajena a los intereses de Chile, por lo cual son preferibles las alianzas flexibles, en el marco de un esquema de geometría variable, ante un mundo donde prima cada vez más la orilla asiática o indoasiática del océano Pacífico, y el entorno más cercano está dividido entre unos pocos liberales aceptables y muchos populistas y proteccionistas repudiables. Chile es contemplado, así, como una isla o colonia fenicia que comercia con todo el mundo (remedo del Global Britain, después del Brexit) y no debe tener ataduras serias o compromisos de largo aliento con nadie.

Esta visión de nuestro país como una excepción ha llevado a pensar en alianzas excéntricas como los like minded countries (países que piensan como nosotros), para huir de la región latinoamericana, sin tomar en cuenta las condiciones favorables que tienen los vecinos para producir con mayor valor agregado, ni las dinámicas que afectan a un país que no es una isla, aunque lo parezca. Coincidiendo en lo positivo de buscar socios por el mundo que ofrezcan oportunidades interesantes, es imprescindible constatar que, si bien tenemos afinidades valóricas importantes con países como Australia o Nueva Zelanda, provenimos de matrices socio-culturales y de contextos históricos muy distintos, por lo que cualquier asociación con ellos será inevitablemente específica y limitada.

A lo más, los neoliberales y los conservadores admiten la necesidad de fortalecer las relaciones vecinales, tanto en lo que se refiere a la paz como a intercambios de todo tipo, agregando el interés común por la perspectiva asiática en el plano económico. Ello olvida que dichas dinámicas son inseparables de las paravecinales, pues no se pueden distinguir tan claramente las corrientes que producen interdependencia e involucran a otros países como Brasil, el gigante de Sudamérica. A nuestro juicio, la pertenencia de Chile a la región latinoamericana no es una “maldición” impuesta por la geografía, sino un factor constituyente esencial de nuestra identidad y un hecho que nos potencia en nuestra proyección hacia el mundo.

La actual pandemia y los esfuerzos de recuperación que ocuparán el próximo tiempo, demandan tareas de corto, mediano y largo plazo. Aquella distinción permite mantener vivo y actualizado un proyecto estratégico clave como ha sido históricamente la integración latinoamericana y concebir los avances parciales como parte de un proceso que va mucho más allá de la coyuntura. En este cuadro, incrementar la cooperación, la concertación y el diálogo político son objetivos inmediatos que se proyectan en un futuro integracionista, al igual que establecer como prioridades la construcción de infraestructura de interconexión fronteriza, o articular zonas transfronterizas con territorios contiguos.

Fortalecer la mirada regional facilita no solo tener una voz incidente en el mundo, sino también perfilar un modo político propio, una plataforma de autonomía estratégica que viabiliza la pertenencia a los distintos espacios geográficos y económicos existentes en el planeta, de acuerdo con una multiplicidad de propósitos y un no alineamiento activo ante la creciente pugna entre Estados Unidos y la República Popular China, conflicto estratégico por el poder que condiciona y ordena el actual escenario internacional.

Incluso, no está de más decir que, a nuestro juicio, el hecho más determinante de la actualidad política internacional no es una supuesta “nueva guerra fría” entre Washington y Beijing, sino el irreversible traslado del eje del poder mundial desde el océano Atlántico hasta el Pacífico, con consecuencias y efectos que van mucho más allá del ascenso chino y de la relativa pérdida de peso de EE.UU., que continuará siendo, al menos durante un par de décadas, la primera potencia mundial en lo militar y una fuerza determinante en lo económico, tecnológico y cultural.

El progresismo, la izquierda y el socialismo democrático chileno tienen una visión sobre la política exterior, legítima en una democracia plena. Llegar a acuerdos y consensos tiene como piso acercar identidades y articular intereses diferentes, no negarlos.

Nos encontramos en política exterior también ante una página en blanco, un terreno nuevo para habitar sin un pasado que aprisione el futuro, aunque lleno de las enseñanzas que ofrece la experiencia y que sirven de base a la proyección internacional de una sociedad diversa. Depende de nosotros y de las nuevas circunstancias determinar cómo escribimos la historia del porvenir.

Todo esto no significa, desde luego, negar en bloque todo lo hecho antes en este campo, sino adaptarse y hacerse cargo de las complejidades y problemas que plantea el escenario internacional. Y también la reconfiguración de las fuerzas progresistas y avanzadas a nivel local. A veces, innovar puede significar asumir las mejores tradiciones de la política exterior chilena, como el multilateralismo y la integración latinoamericana —basta recordar nuestro aporte como país a la creación de la Cepal (1948) o el Pacto Andino (1969), para no hablar del histórico Consenso de Viña, también de ese mismo año— y reformularlas y actualizarlas en el complejo mundo que hoy vivimos.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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