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Interpretaciones de la violencia Opinión

Interpretaciones de la violencia


Aunque podemos reconocer que, a estas alturas, Walter Benjamin se ha vuelto un lugar común para pensar críticamente la violencia, atribuyéndole al derecho la pretensión de ejercerla de forma exclusiva, y condenándola únicamente cuando escapa a su control, es Michel Foucault, en un ensayo dedicado a la genealogía de Nietzsche, quien nos permite profundizar en esta perspectiva, porque para Foucault la violencia no solo no es ajena a la ley, sino que además es la guerra el modo mismo de la política que, en vez de redimirla, la ha continuado por otros medios, desmitificando así el sentido de la paz.

En Chile, el debate sobre la violencia está subsumido por los repertorios del espectáculo, centrados en la conmoción y las condenas morales que sirven para reforzar los mecanismos punitivos con que, desde hace mucho tiempo, los Estados responden refractariamente a sociedades que intensifican sus niveles de reactividad y atomización.

Un periodista de televisión que cubría los hechos del 18 de octubre (considerado como “analista”) se mostraba sorprendido por el poco respeto hacia lo público de parte de algunos manifestantes. Sin embargo, sorpresa debiese causarnos la dificultad reflexiva para asociar aspectos estructurales con sus manifestaciones contingentes, en la medida que la lógica destructiva basada en el saqueo de recursos (propio de las sociedades de consumo) es un rasgo constitutivo de las políticas neoliberales que, además, sometieron lo público a la gestión privada.

El nihilismo, entendido aquí como la imposibilidad del sentido de pertenencia a un mundo compartido, sea probablemente la explicación más incisiva para caracterizar lo que las políticas neoliberales le han provocado a Chile. No está de más decir que el tipo de cobertura que ofrecen algunos medios de comunicación, focalizando sus encuadres en el vandalismo, alimenta las campañas electorales de los candidatos de la derecha y, de pasada, le echa una mano a un Gobierno agonizante, que convenientemente responsabiliza de la violencia a los candidatos de oposición.

Que el nacimiento del Estado moderno haya significado la justificación de la violencia para la configuración de un orden, ya dice mucho de la pobreza del debate en nuestro país por parte de una casta política intelectualmente degradada, que concibe la violencia como una interrupción de la normalidad, suponiendo que antes de las protestas las ciudades eran el reducto de una bella armonía. Sabemos que esas ciudades plenas y seguras son narradas desde las burbujas donde se inmunizan los grupos privilegiados: fábula simplemente ridícula y libreto hegemónico de la mayoría de los canales de televisión.

Una genealogía de la violencia actual implica necesariamente asumir que el horror de la dictadura es coextensivo al desarrollo del neoliberalismo en este Chile, copia feliz del edén, que fue construido a imagen y semejanza de Pinochet. La vandalización de La Moneda por parte de las Fuerzas Armadas es la escena que inaugura el saqueo del país, una huella humeante que se mantuvo no pese a la transición democrática, sino que gracias a ella.

Desde ese instante Santiago, Valparaíso o Concepción fueron ruinas entregadas a la rapiña del mercado, donde hoy sus habitantes son tratados como enemigos, y los turistas como ciudadanos First Class, intersticio en el cual un inmigrante no es más que una vida despojada de toda cualificación. Por eso el presente de Chile se parece mucho a su procedencia, quietud alterada por una revuelta que permanece activa tras un repliegue obligado a causa del régimen pandémico, el cual fue utilizado por el Gobierno para castigar la sublevación.

La paz civil de la transición democrática no era tanto el consentimiento voluntario de las hegemonías, la legitimación –vía pacto– de un poder institucional. Más bien, se trataba de la disminución de la potencia para sublevarse (en jerga spinozista, el <>), en la medida que, como sostiene Foucault, la procedencia se enraíza en el cuerpo al ser la superficie de inscripción de los acontecimientos. Pero el entusiasmo por la posdictadura no tardó en convertirse en frustración: el modelo no cumplía sus promesas. Las AFP eran un fraude, la educación y la salud un negocio, la vivienda dejaba de ser un derecho social (“el sueño de la casa propia” es el eslogan publicitario de las inmobiliarias), el empleo se precarizaba, el endeudamiento aumentaba, la vida cotidiana se tornaba abrumadora y peligrosa.

Si la emergencia (siguiendo a Foucault) se produce siempre en un determinado estado de fuerzas, el 18 de octubre marca la irrupción de una potencia destituyente que evidencia el agotamiento civilizatorio de una forma de vivir. No es verdad que el pueblo chileno ha escogido un camino institucional, ese es el mantra de los actores políticos tradicionales para validar sus estrategias. La revuelta solo abre fisuras, provoca grietas e imagina posibilidades novedosas de habitar el presente.

Pretender un vínculo de concomitancia entre la revuelta y el proceso constituyente es pura metafísica de izquierda, al igual que distinguir entre el 18 de octubre, calificándolo como estallido vandálico, y las multitudinarias marchas una semana más tarde, como si se tratara de dos situaciones inconexas. Otra vez, demuestra la condición miserable de la política.

Y si la Constitución de 1980 ha sido un blanco de la revuelta, es porque ella es un instrumento de la dominación. Por cierto, las constituciones vienen a consolidar relaciones de fuerza, siempre dinámicas y reversibles, no a delimitar formalmente el ejercicio del poder, como si el poder se redujera a la organización del Estado.

Es por esta razón y no otra que el 18 de octubre ha permitido el proceso constituyente: es su condición de posibilidad, y no una determinación dialéctica. Que la derecha no esté dispuesta a aceptarlo y exija condenar el acontecimiento, es porque reniega de su propia violencia, exteriorizándola en otros, que es el modo en que reacciona una fuerza cuando yace agotada y débil. Se trata de un enfrentamiento interpretativo en cuanto devenir de la humanidad, si consideramos que interpretar (todavía con Foucault) no significa sacar a la luz un significado oculto gracias a una mediación erudita, sino que definir el sentido de una acción, cuyas normas carecen de significación esencial.

Que la derecha interprete la revuelta como puro vandalismo, es porque ha sido dañada por su emergencia. Interesante es el hecho de que su interpretación sea al mismo tiempo el signo de su decadencia, la pérdida absoluta de imaginación y creatividad, atrincherada en la corrupción destructiva, en los estados de excepción, en el escándalo mediático y sin poder de veto en el órgano constituyente: una verdadera turba vandálica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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