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Rechazo de la reforma tributaria: una involución conservadora Opinión

Rechazo de la reforma tributaria: una involución conservadora

Crisóstomo Pizarro y Esteban Vergara
Por : Crisóstomo Pizarro y Esteban Vergara Director ejecutivo del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso y secretario ejecutivo del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso, respectivamente.
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Como señaló el ministro Marcel, esto impedirá el aumento de la PGU a 250 mil pesos, la reducción de listas de espera en los hospitales, el aumento de recursos para la salud primaria y los recursos para el desarrollo de un sistema de cuidados. ¿Quiénes se benefician con este rechazo? Los partidos más a la derecha del espectro político, quienes evadan impuestos y quienes asesoran a los contribuyentes para hacerlo, así como los grandes capitales que ya no estarán afectos al impuesto al patrimonio, y los lobistas.


Es, solo aparentemente, increíble que después de 33 años de la reforma tributaria del Presidente Aylwin, coordinada por Alejandro Foxley, su ministro de Hacienda, volvamos nuevamente a sentir los trepidantes argumentos de las “retóricas de la intransigencia” contra la reforma social, como diría Hirschman. Esos argumentos resonaron otra vez estridentemente, casi una década más tarde, en el debate de la reforma tributaria de la Presidenta Bachelet y, nuevamente, también casi una década más tarde, en el rechazo a la idea de legislar sobre el proyecto de reforma tributaria del Presidente Boric.

Nada de esto debería sorprendernos, porque los orígenes de la reacción conservadora a la reforma social se remontan a la discusión de las leyes de pobres en Inglaterra en 1834.

Recordemos que las acciones impulsadas por la Revolución Francesa, el sufragio universal y al Estado de bienestar han sido sucedidas por “tres olas reaccionarias”. Esos cambios que condicionaron un progreso en el proceso de democratización fueron concebidos como perversos, fútiles o riesgosos. La reacción a la Revolución Francesa comienza con un rechazo a la declaración de los derechos del hombre. La reacción al sufragio universal consistió en un desprecio a las masas, las mayorías, el régimen parlamentario y al gobierno democrático por los peligros que ellos causarían a la sociedad. La tercera ola reaccionaria, en tanto, es el cuestionamiento del Estado de bienestar, debido a la perjudicial influencia que este tendría al interferir en las propiedades equilibradoras del mercado.

Esta crítica exhibe una increíble similitud con las expuestas en Chile contra las reformas tributarias de 1990, 2014 y 2023, como lo veremos ahora.

En 1990, los opositores a la reforma social dijeron que “no era el momento” de impulsar una reforma tributaria. Sostuvieron que el alza de los impuestos tendría efectos “perversos” en el ahorro, desincentivaría los estímulos para trabajar, empobrecería aún más a los sectores pobres y a la clase media. El alza sería “fútil” para lo que se proponía, porque no era imprescindible y apropiada y validaría en cambio un camino equivocado, un tránsito hacia nuevos impuestos y afectaría la psicología del ser humano, tan decisiva en la confianza económica. La reforma tributaria, en definitiva, “arriesgaría” los equilibrios macroeconómicos y las “libertades” alcanzadas por el gobierno militar y, a pesar de las buenas intenciones de sus impulsores, no lograría el bienestar deseado.

La reforma fue aprobada y, pese a las reticencias de la oposición, la economía creció al 7% durante el Gobierno de Aylwin, el ritmo de creación de empleos se aceleró y el desempleo cayó. Este proceso fue acompañado de un aumento de los salarios reales sobre un 4%, de la productividad en un 3,3%, y del gasto social hasta aproximadamente un 40%. El gasto social ascendió de un 12,7% del PIB en 1989 a un 14,1% en 1993, y la pobreza descendió del 44,7% en 1987 a un 32,7% a fines de 1992. La catástrofe anunciada por los agoreros de la reforma social no ocurrió.

En 2014, la oposición a la reforma también dijo que “no era el momento”: los promotores de la reforma tributaria serían ignorantes e ideologizados, y esta afectaría negativamente el ahorro y la inversión, el crecimiento económico y el empleo, perjudicando más a los grupos pobres y la clase media.

A su juicio, no era momento de hacer una reforma tributaria, debido al contexto de desaceleración de la economía chilena. El monto a recaudar –8.200 millones de dólares– era excesivo y amenazaría el crecimiento económico. Atacaría el ahorro y no afectaba solo a los más ricos, sino que a toda la clase media. También generaría efectos muy negativos sobre la inversión y el crecimiento económico. Algunos, incluso, llegaron a sostener que estaban de acuerdo con la intención del Gobierno de impulsar el progreso y la movilidad social mediante la reforma, pero que el proyecto perjudicaría a los trabajadores, ya que si se afectaba la inversión, los salarios y también las fuentes de trabajo podrían verse perjudicadas.

Pese a que una de las principales críticas de la derecha a la reforma tributaria era que su implementación generaría el efecto contrario en la recaudación fiscal –esto es, que se reduciría sustancialmente, amenazando el financiamiento de los proyectos sociales del Gobierno de Bachelet–, aumentó la recaudación fiscal. El total de la recaudación tributaria de la Tesorería General de la República aumentó de 59 mil millones de dólares en 2014 a 68 mil millones de dólares en 2016 (calculado según el dólar observado promedio anual de 667,17 pesos chilenos por unidad de la divisa en 2016). El impacto negativo de la reforma en el crecimiento económico no fue tal, ya que sus críticos no consideraron el impacto de factores externos y el bajo precio del cobre como causantes de la desaceleración económica.

Hoy, nuevamente se esgrimieron los mismos argumentos para oponerse a la idea de legislar sobre el proyecto de reforma tributaria del Presidente Boric. Solamente dos ejemplos resaltaremos ahora de este tipo de argumento, que no son más que una repetición de los que conocimos en 1990 y 2014. El diputado UDI Guillermo Ramírez dijo que “nosotros no pudimos ser más claros en que esta era una muy mala reforma, radical, alejada de la realidad y despreocupada de la necesidad que requiere Chile de crecer, de que aumenten los salarios, que haya más empleos, de que nuestro país vuelva a ser un lugar confiable para invertir (…), este proyecto, si se hubiese aprobado, habría generado un daño inmenso en la economía, y habría perjudicado particularmente a la clase media y a las tantas familias más vulnerables. Lo que ocurrió hoy es bueno para la economía chilena, y positiva para los chilenos”. Un argumento similar pero más sucinto fue pronunciado por el diputado RN Frank Sauerbaum, quien señaló que “hoy, las pequeñas empresas y la clase media estaban amenazadas por este proyecto. El crecimiento, la generación de empleo y las buenas políticas públicas estaban amenazadas por una reforma octubrista”.

Las palabras del Presidente Boric resumen los argumentos para oponerse a la reforma: “Hay un sector que intenta hacer que las cosas no cambien, dejar las cosas tal y como están”.

Como señaló el ministro Marcel, esto impedirá el aumento de la PGU a 250 mil pesos, la reducción de listas de espera en los hospitales, el aumento de recursos para la salud primaria y los recursos para el desarrollo de un sistema de cuidados. ¿Quiénes se benefician con este rechazo? Los partidos más a la derecha del espectro político, quienes evadan impuestos y quienes asesoran a los contribuyentes para hacerlo, así como los grandes capitales que ya no estarán afectos al impuesto al patrimonio, y los lobistas.

Históricamente, los opositores a la reforma social han acumulado “argumentos” filosóficos, psicológicos, políticos y económicos para fundamentar su “reacción” a las olas democratizadoras. Para ellos, el progreso de la democracia, especialmente en términos de la ampliación del reconocimiento de la igualdad ante la ley y de las garantías constitucionales y financieras para la realización de los derechos personales, políticos y sociales, tendría efectos perversos en el desarrollo económico y sería fútil, porque ignoraría las leyes del mercado y sus funciones benefactoras. Por último, pondría en peligro la libertad y hasta la misma gobernabilidad democrática.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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