Garantizar el derecho a la salud de quienes viven con el virus y prevenir nuevas infecciones no es solo un deber ético, sino también una inversión en una sociedad más justa y solidaria. Ignorar esta alerta sanitaria tiene consecuencias que Chile ya no puede permitirse.
Cada 1 de diciembre, el Día Mundial del Sida nos recuerda la necesidad de abordar con urgencia un problema que, en Chile, sigue siendo una deuda pendiente: el VIH. Pese a que la percepción generalizada pueda dar a entender que se trata de un problema resuelto, los datos cuentan una historia distinta. Según estimaciones de Onusida, 91 mil personas viven con VIH en nuestro país, con un aumento sostenido en los diagnósticos durante la última década.
Entre 2010 y 2024 Chile experimentó un incremento del 59% en el número de casos, lo que nos posiciona como el país con el mayor aumento en Latinoamérica.
En términos más recientes, el Ministerio de Salud reportó 5.401 diagnósticos nuevos en 2022, 4.795 en 2023 y 2.246 solo en la primera mitad de 2024. Este incremento es especialmente alarmante entre jóvenes de 20 a 39 años, quienes representan el 70% de los casos nuevos.
A pesar de este panorama, el VIH ha desaparecido prácticamente de las prioridades sanitarias nacionales. La despriorización del virus en las canastas del GES (Garantías Explícitas en Salud) es uno de los factores más preocupantes. Esta decisión ha perpetuado una alarmante inequidad en el acceso a tratamientos.
Mientras el sector privado cuenta con opciones innovadoras que mejoran la calidad de vida de los pacientes, el sistema público sigue ofreciendo terapias que no consideran las necesidades individuales ni los efectos a largo plazo.
El VIH ha pasado de ser una sentencia de muerte a una enfermedad crónica, gracias a los avances médicos. Sin embargo, tratarlo como una enfermedad manejable no significa relegar las condiciones de vida de las personas. Aún lejos del estándar del 95% de acceso a tratamiento antirretroviral establecido por Onusida, solo el 79% de las personas con VIH en Chile recibe este tipo de terapia. Además de alcanzar la meta clínica de carga viral indetectable, el foco debe estar en garantizar calidad de vida. Esto incluye terapias con menos efectos secundarios y que consideren el bienestar integral del paciente.
Otro aspecto crítico es la prevención. La profilaxis preexposición (PrEP) y la profilaxis posexposición (PEP) son herramientas fundamentales para prevenir nuevas infecciones. Sin embargo, su disponibilidad universal en el sistema público aún es una meta pendiente. Esto deja desprotegidas a las poblaciones más vulnerables, incluyendo a los jóvenes, quienes enfrentan barreras para acceder a información clara y sin prejuicios sobre el VIH.
Las campañas de prevención masiva han desaparecido del debate público, dejando un vacío en la educación sexual, la promoción del uso de preservativos y la importancia de los diagnósticos tempranos. Esta ausencia contribuye al aumento de casos y perpetúa el estigma asociado a este virus.
El VIH no es un problema resuelto, y minimizar su impacto es una omisión grave que afecta los derechos de miles de personas. Una respuesta integral debe incluir prevención, educación, acceso equitativo a tratamientos de calidad y un enfoque centrado en el bienestar de los pacientes.
Es hora de que el país recupere la conciencia sobre el VIH como una prioridad sanitaria. Garantizar el derecho a la salud de quienes viven con el virus y prevenir nuevas infecciones no es solo un deber ético, sino también una inversión en una sociedad más justa y solidaria. Ignorar esta alerta sanitaria tiene consecuencias que Chile ya no puede permitirse.
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