
Los papas y el capitalismo
Al nuevo papa le tocará enfrentar un mundo más desafiante, más gobernado por algoritmos, guerras y desastres ecológicos que el que enfrentó Francisco, y con gobiernos más preocupados en lidiar con debacles que en redistribuir y hacer justicia social.
La noticia de estos días fue que el nuevo papa será Robert Prevost, o León XIV. Con su nombre el nuevo papa rinde homenaje a León XIII. En su encíclica de 1890 (Rerum Novarum), León XIII denunció la explotación obrera en el marco del capitalismo industrial de la época y llamó a la necesidad de fortalecer el sindicalismo. León XIV –de quien la revista de negocios Forbes dijo que podría ser el papa más “pro trabajadores” del último siglo, y que podría “defender al trabajo frente al capital”– es un candidato a continuar no solo el legado de León XIII, sino también el del papa Francisco.
Francisco mostró un compromiso sólido con el cuidado y la protección de los más necesitados. Se distinguió notablemente de sus predecesores, no solo por su estilo de vida austero, sino también por administrar cuidadosamente las señales que emitía al mundo. Renunció a los ornamentos papales elaborados y evitó el uso de automóviles lujosos, eligiendo en su lugar la residencia de huéspedes del Vaticano en vez del tradicional Palacio Apostólico.
En 2013, en Lampedusa, celebró una misa sobre un altar construido con restos de botes utilizados por refugiados. Tomó el nombre de Francisco en honor a San Francisco de Asís, el santo medieval que dedicó su vida a los pobres, y su papado se mantuvo fiel a ese legado.
Habilitó una plaza en el Vaticano como refugio para personas sin hogar, y durante sus viajes pastorales visitó barrios marginados en América Latina y África. Promovió una Iglesia más inclusiva, tendiendo puentes hacia las comunidades de diversidad sexual, y abriendo algunos espacios a las mujeres dentro de la estructura eclesial –aunque algunos de sus simpatizantes lo consideraron tímido en estos terrenos–. Criticó abiertamente las políticas migratorias restrictivas de varias naciones y lavó los pies de inmigrantes y prisioneros como gesto de humildad y solidaridad.
En sus encíclicas, Francisco criticó el capitalismo global y la tecnocracia, señalando cómo el cambio climático y el capitalismo perjudicaban especialmente a los más vulnerables. Denunció la cultura del descarte y la autosuficiencia del mercado, y promovió reformas internas que favorecieron mayor transparencia fiscal en el Vaticano.
En síntesis, del rico y diverso acervo de la Iglesia, Francisco seleccionó cuidadosamente las piezas para construir un mosaico propio, centrado en la inclusión de los grupos tradicionalmente marginados. Obviamente no fue el primer papa en abordar estos temas. Pero probablemente es quien lo hizo más consistentemente en tiempos recientes.
¿Qué hizo posible que surgieran figuras como Francisco o León XIV? Sin duda, múltiples factores confluyen –como sus personalidades, biografías y trabajo en contextos precarios latinoamericanos–. Sin embargo, existe también una condición estructural –necesaria, aunque no suficiente– que permitió la emergencia de figuras católicas de alcance global con su perfil: la creciente sujeción de los gobiernos seculares al capitalismo global.
Esto no siempre fue así. Desde las civilizaciones antiguas hasta hace un par de siglos, el poder político, económico y militar solía concentrarse en el Estado. Reyes, emperadores, príncipes y califas controlaban, al menos en teoría, los recursos productivos, la fuerza laboral y las riquezas de sus territorios. Aunque en la práctica otros actores –aristocracias locales, clanes o comunidades campesinas– usufructuaban esos recursos, el poder político conservaba la potestad de administrarlos.
Esto comenzó a cambiar en la Europa medieval. Los raquíticos monarcas feudales no pudieron frenar el ascenso de una burguesía emergente que acumulaba riqueza y se resguardaba en ciudades autónomas con estatutos legales y milicias propias. Cuando, a partir de los siglos XVI y XVII, algunos reyes europeos se dedicaron a conquistar el mundo, recurrieron al apoyo financiero de esta burguesía. Esto se acentuó desde esa misma época, cuando debieron financiar costosos ejércitos para guerrear entre sí.
Finalmente, la dependencia del Estado respecto al capital privado se volvió estructural y se intensificó aún más en el siglo XX, cuando los líderes políticos empezaron a proveer salud, educación y políticas sociales a las masas de votantes para asegurar su popularidad. En todos los rincones del “tercer mundo” donde se emularon o impusieron los sistemas representativos y la economía capitalista, los gobernantes, obligados a proveer servicios públicos, dependieron cada vez más del funcionamiento eficiente del sector privado para recaudar impuestos que sustentaran políticas sociales y la modernización de sus países.
¿Y qué tiene esto que ver con el papa Francisco y el papa León XIV? Mucho. Porque esta dependencia estructural de los gobiernos respecto al capital restringió su margen real para atender las necesidades de los más pobres, generando oportunidades para liderazgos morales procedentes no desde la esfera política sino religiosa. Gracias a los Estados de Bienestar, Europa logró compatibilizar crecimiento económico con reducción de la desigualdad, pero ese equilibrio fue producto de las profundas rupturas provocadas por las guerras del siglo XX, que pulverizaron fortunas privadas y legitimaron un rol más activo del Estado.
Durante los últimos veinte años, América Latina redujo notablemente la pobreza gracias a políticas de transferencia condicionada. Pero incluso los gobiernos democráticos más progresistas –como los de Lula en Brasil o Mujica en Uruguay– no lograron desentenderse de las exigencias de una economía orientada a la concentración de la riqueza –como tampoco lo lograron en Chile los gobiernos más progresistas, es decir, Bachelet II y Boric–.
Paradójicamente, esto no hizo sino aumentar las demandas de los sectores postergados, que nunca desaparecieron. En el “sur global”, cada millón de personas que salía de la pobreza recibía educación y salud y tenía mejor transporte, naturalmente quería vivir con una dignidad cuyos estándares aumentaban a medida que se avanzaba. Y las comunicaciones digitales hacían cada vez más palpable que se venía gestando una clase de superricos, aprovechando el dinamismo del sector financiero y de las tecnologías de punta.
Este sector, al que debemos la iniciativa por increíbles avances tecnológicos, no estaba particularmente preocupado por redistribuir la riqueza y generaba empresas privadas con presupuestos mayores al de países enteros. Así, como demostró el economista Thomas Piketty, si bien en las últimas décadas la desigualdad entre países disminuyó, la desigualdad aumentó dentro de muchos países, revirtiendo la tendencia igualadora del siglo pasado.
El capitalismo fue capaz de crear riqueza como ningún otro sistema económico, pero falló en crear un consenso moral que legitimara su distribución desigual.
Esto abrió un espacio para que durante la última década el papa Francisco se convirtiera en un “emprendedor moral” de alcance global. A diferencia de los gobernantes seculares, no dependía del favor de las grandes corporaciones para sostener su cargo. Es cierto que no tenía –como los gobiernos y parlamentos de los países ricos– las atribuciones o recursos para implementar políticas de redistribución de la riqueza, pero sí contaba con el vasto acervo simbólico de la Iglesia, basado en una crítica histórica al lucro excesivo y a la usura.
En este contexto, Francisco supo combinar discursos, gestos y símbolos en una narrativa poderosa. Llenó un vacío de sentido que la política, secularizada y presionada por varios flancos, difícilmente puede aspirar a abordar.
Lo que sabemos sugiere que León XIV podría seguir su legado, pero al nuevo papa le tocará enfrentar un mundo más desafiante, más gobernado por algoritmos, guerras y desastres ecológicos que el que enfrentó Francisco, y con gobiernos más preocupados en lidiar con debacles que en redistribuir y hacer justicia social. El desafío es mayor, pero también lo es la oportunidad para continuar este legado con estrategias más audaces.
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