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Asesinato a bordo El final del superespía de Israel, Robert Maxwell, a manos de los kidon del Mossad

Asesinato a bordo

Maxwell estaba sometido a fuertes tensiones y crisis de furia y pánico. Tenía deudas millonarias contraídas con los principales banqueros de Londres, Nueva York, Ginebra y Tel-Aviv. Entre ellos los Rothschild, Lehman&Brothers, Lloyds, National Westminster, Goldman Sachs, Credit Suisse y Discount Bank de Israel. Los banqueros londinenses estaban protegidos por el Servicio de Seguridad Interior del Reino Unido, el M15, y el Servicio de Inteligencia Secreto Exterior, M16. A los banqueros acreedores de Maxwell en Israel los cobijaba el Mossad. Sólo los intereses de una parte de sus deudas ascendían a 415 millones de dólares al año.


En la oscuridad de la madrugada, la lancha Zodiac se acercó sigilosamente al Lady Ghislaine por babor. El potente motor estaba acondicionado con un silenciador. Una vez que estuvo a buena distancia, el motor de la lancha se detuvo. La Zodiac siguió acercándose al yate de 19 millones de dólares sólo con el impulso. El mar del Atlántico estaba en calma. La enorme embarcación navegaba a velocidad de 12 nudos. Eran las cinco de la madrugada del martes 5 de noviembre de 1991 en la costa oeste de la isla de Tenerife en España.

A las nueve de la noche del día anterior, Robert Maxwell recibió la llamada que esperaba ansioso mientras cenaba solo e inquieto en el hotel Mencey de Santa Cruz de Tenerife. Vestía una chaqueta sport, un pantalón a cuadros y una gorra de béisbol de los Estados Unidos. Una de sus tenidas favoritas cuando bajaba a tierra navegando en el Ghislaine.

 De la figura alta, esbelta y atlética de sus primeras décadas, restaba un desgastado y obeso personaje con ciento treinta kilos de peso.

Pidió una crema de espárragos, una merluza con almejas en salsa verde y un borgoña blanco. Signo de que estaba preocupado, porque no usaba cenar esos platos sencillos que podía pedir un empleado cualquiera cuidando su presupuesto. Apenas picoteó la cena y pidió un habano Montecristo del que apenas lanzó unas bocanadas de humo.

–Debe estar en la popa de su yate por estribor entre las cuatro y las cinco de la madrugada de mañana. Ahí se le entregará el paquete. Y usted debe estar solo, no queremos ver a nadie más sobre la cubierta del Lady Ghislaine.

–Comprendido –dijo Maxwell escuetamente.

Pidió la cuenta, pagó en pesetas y salió del hotel. En el apuro olvidó su teléfono móvil sobre la mesa. Se lo devolvieron antes de subir el taxi que lo esperaba. Eran las 21.45 cuando regresó a su embarcación.

El multimillonario y superespía del Mossad de Israel llegó hasta la isla en su avión privado Gulfstream pilotado por David Whiteman, por otra llamada telefónica anónima que recibió dos días antes. Le ordenaron dirigirse hasta ese lugar para recibir la entrega que aguardaba con nerviosa esperanza. En los últimos días aumentaba el consumo de Halción y Xanax, benzodiacepinas reducidoras de la ansiedad, inductoras del sueño y contra la depresión. Pero usados en conjunto, ambos medicamentos le provocaron efectos contrarios: agresividad, depresión, insomnio, paranoia y desinhibición de sus actos.

Maxwell estaba sometido a fuertes tensiones y crisis de furia y pánico. Tenía deudas millonarias contraídas con los principales banqueros de Londres, Nueva York, Ginebra y Tel-Aviv. Entre ellos los Rothschild, Lehman&Brothers, Lloyds, National Westminster, Goldman Sachs, Credit Suisse y Discount Bank de Israel.

Los banqueros londinenses estaban protegidos por el Servicio de Seguridad Interior del Reino Unido, el M15, y el Servicio de Inteligencia Secreto Exterior, M16. A los banqueros acreedores de Maxwell en Israel los cobijaba el Mossad.

Sólo los intereses de una parte de sus deudas ascendían a 415 millones de dólares al año. En su insoportable ego y ansias de triunfo a cualquier precio, Maxwell se desvivía por vencer en el campo de los medios de comunicación a su enemigo Rupert Murdoch.

De sus casi cuatrocientas empresas creadas con 24 mil empleados, varias relacionadas con medios como el Daily Mirror, Sunday Mirror y Sunday People de Londres, y el Daily News de Nueva York, muchas se encontraban al borde de la quiebra.

Estaba financieramente asfixiado, pero su fortuna personal la ocultaba en paraísos fiscales. No estaba dispuesto a gastar ese dinero para cubrir deudas y estratosféricos intereses en dólares y libras esterlinas. Se trataba de que los bancos le siguieran prestando para ir cubriendo lo que debía. En ese ejercicio financiero el superespía era el mejor. Su capacidad de convencimiento para con sus acreedores era imponente. Sus relaciones sociales y políticas con jefes de Estado y las más altas autoridades de Europa Occidental y de los socialismos reales del Este, eran parte de su carta de presentación. Pero él siempre le daba más bien el perfume de una amenaza hacia el interlocutor que tenía enfrente.

Pasaje a la muerte

Sin embargo, en su desesperación financiera, Maxwell cometió un error irreparable: chantajeó al Mossad.

–Es hora de que el Instituto me ayude a conseguir los préstamos que necesito con bancos de Tel-Aviv. La comunidad de inteligencia de Israel me debe bastante… y yo sé mucho… necesito de inmediato 400 millones de libras esterlinas.

[cita] Con dos certeros tirones el kidon que permaneció a bordo del Zodiac retiró las dos anclas. De un estuche impermeable, uno de los que treparon extrajo una jeringa. Los dos kidon se abalanzaron en contra del superespía y, con precisión admirable, el ejecutor le clavó la jeringa en el cuello inmediatamente detrás de la oreja derecha. El superespía no alcanzó a reaccionar. Entre los dos levantaron a Maxwell en vilo y lo lanzaron al mar. El agente nervioso que le inyectaron actuó paralizando los músculos del cuerpo. Había sido preparado especialmente en el Instituto de Investigación Biológica de Tel-Aviv.  [/cita]

El director del Mossad, Shabtái Shavit, comprendió la velada amenaza. También entendió que Maxwell,a quien el Mossad e Israel efectivamente le debían mucho, había cruzado una línea que jamás debió atravesar. Ahora se convertía en un peligro.

A ese peligro se agregó otro: el viejo periodista estadounidense Seymour Hersch, el mismo que en 1969 denunció la masacre de las tropas de Estados Unidos en la aldea de My Lai en la guerra de Vietnam, había logrado que el ex asesor de inteligencia de Israel, Arí Ben Menashe, le revelara sólo partes de la vida de Maxwell como espía del Mossad. Y junto a otras informaciones acerca del secreto armamento nuclear de Israel y la ilícita relación de poder de Maxwell con el senador republicano estadounidense por Texas, John Tower, publicaría su libro The Samson Options.

De la vida de Maxwell del brazo del Mossad el libro no contenía revelaciones espectaculares, pero ventilar aunque fuesen solo partes de ella era suficiente. En la conversación telefónica con Shavit, Maxwell también usó esto como elemento de presión.

Robert Maxwell era una mezcla extraña de poder, simpatía, oscuridad, egolatría, elegancia, agresividad, gula, obesidad, cinismo, inteligencia, una alta cuota de farsantería y a veces de buen humor; le gustaba hablar imitando el seseo de un niño que recién aprende a expresarse.

Asistía a imponentes fiestas a las que concurrían jefes de Estado, banqueros, grandes empresarios y sobre todo mucha prensa, que era lo que más le interesaba para cultivar su personalidad arrolladora.

Sus innumerables asistentes y secretarias estaban siempre atentos a llevarle su maletín, perfumes y una polvera para disimular su alta sudoración que no le gustaba hiciera brillar su rostro en las imágenes de diarios y la televisión.

En el camino para tratar de frenar su despeñadero financiero, optó por empezar a robar las imposiciones para las futuras pensiones de sus trabajadores. Además trabó negocios sucios con los servicios de inteligencia del bloque socialista del Este y las mafias del crimen organizado de la Unión Soviética, Bulgaria y Estados Unidos.

Captain Bob, como a veces le decían sus súbditos aduladores, nació el 10 de junio 1923 en el pueblo de Slatinske Doly, lo que después sería Checoslovaquia, en una familia judía. Conoció la pobreza junto a sus seis hermanos durmiendo en colchones de paja maloliente por la humedad del invierno. Hijo de Hannah y Mechel, cambió su nombre al menos diez veces. Nació como Abraham Leib, pero con los años se desató el torrente de nombres: Ludvik, Jan Hoch y más tarde, cuando se enroló en el ejército británico, volvió a cambiarse el nombre por una marca de cigarrillos franceses favoritos en las clases acomodadas de Gran Bretaña: Du Maurier, Leslie du Maurier.

Con esa identidad participó en la segunda parte del desembarco en Normandie para la derrota del nazismo.

Siendo un cabo, logró ascender a oficial por sus cualidades. Un día su superior directo le dijo que el nombre más apropiado para un oficial y caballero del Regimiento de North Staffordshire era Robert Maxwell. El obedeció. Así nació la leyenda del Capitán Bob.

Maxwell llegó a París con las fuerzas aliadas en septiembre de 1944. Conoció a Elizabeth Maynard y se casaron. Betty lo amaría y lo sufriría toda la vida.

Caballo de Troya

El ansiado paquete que Maxwell esperaba esa madrugada en la popa de estribor del Lady Ghislaine, nombre en honor a su hija menor, eran los cuatrocientos millones de libras esterlinas que el Mossad le entregaría en billetes. Al menos eso le prometió el incógnito que lo llamó para que viajara desde Londres a Tenerife después de que amenazó a Shabtái Shavit con hacer pública su relación con el Mossad. Y en verdad tenía mucho de qué hablar.

Entre sus misiones especiales Maxwell había sido el emisario del Mossad para vender por el mundo un revolucionario programa informático llamado Promis (Prosecutor’s Management Information System). El Mossad lo había robado al Departamento de Justicia de Estados Unidos en febrero de 1983.

Promis permitía hacer seguimientos a bandas terroristas, agentes de inteligencia, a las mafias del crimen organizado y acceder a toda la información secreta que manejaran los Estados que compraran la maravilla. Los bancos a los que Maxwell logró venderles el software, quedaron en la total desprotección de toda su información acerca de las cuentas de sus clientes, incluyendo las secretas de multimillonarios de todo el mundo. Para el Mossad e Israel, la información secreta de los paraísos fiscales les fueron servidos en bandeja.

El programa tomaba millones de decisiones en sólo segundos y descartaba todas las variables inconvenientes para acertar la correcta según lo que se le pidiera. Estaba habilitado para todos los idiomas y dialectos del universo.

Una mañana de febrero de 1983, Rafael Eitán entró en acción en Washington. Era uno de los más connotados ex agentes del Mossad y controladores de espías. Fue el jefe del selecto escuadrón que el 20 de mayo de 1960 secuestró a Ricardo Klement en Buenos Aires y lo condujo a Israel para ser juzgado como criminal de guerra. Esta fue la chapa que en Argentina usó el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, desde su arribo el 15 de julio de 1950. La Operación Garibaldi, por el nombre de la calle de Buenos Aires donde Klement vivía, fue organizada y conducida por el entonces director del Mossad, Isser Harel, y autorizada por el entonces primer ministro de Israel David Ben-Gurión.

Cuando el 31 de mayo de 1962 Eichmann fue ahorcado, Eitán recordaría siempre que antes de que su cuerpo colgara lo miró y le dijo:

–Pronto llegará tu hora, judío.

–Sí, Adolf, pero no es hoy.

Ahora Eitán era el director de la Oficina de Enlace Científico, LAKAM, de Israel.

Esa mañana viajaba con pasaporte de Israel como el doctor Benjamin Orr, con un supuesto alto cargo en el Ministerio de Justicia de su país. Su misión era simplemente robar el software de Promis. Ya sabía el uso que Israel daría al fantástico disco.

A través de Madison Brewe, un alto funcionario del Departamento de Justicia, llegó esa mañana hasta la misma oficina de los Laboratorios Inslaw, los creadores del programa. Con la excusa de que Israel podría interesarse en adquirir el software, el mismo dueño de Inslaw, William Hamilton, le hizo una demostración de cómo operaba. Todo un caballero de apariencia circunspecta, el doctor Orr agradeció a Hamilton la demostración y prometió dar pronto una respuesta de eventual adquisición.

Con la misma elegancia que había arribado a Inslaw, el ex Mossad se dirigió al Departamento de Justicia para visitar a Brewe. Tras una corta conversación, el doctor Orr hizo gala de su astucia:

–Mister Brewe, lamentablemente olvidé poner en mi maletín la copia de Promis que el señor Hamilton me facilitó para llevar a Israel de prueba con un compromiso de compra. Y no alcanzo a volver a buscarla porque debo tomar un avión en una hora.

Obviamente, Promis tenía una batería de protecciones y no podía ser copiado, salvo por sus dueños.

–No hay problema, tome esta copia y llévela. Yo le informaré a William que se la entregué. Espero buenas noticias suyas. Lleva una maravilla.

Así, Rafi Eitán llegó con el software a Tel-Aviv de regreso. En su boca saboreaba una vez más una gran victoria. Todo estaba preparado.

Técnicos de LAKAM desconstruyeron el programa y cambiaron de lugar varias partes y le introdujeron otros cambios. Para ellos no había protección que resistiera. Ahora, ni el mismo presidente de Estados Unidos, a la fecha Ronald Reagan, podría reclamar la propiedad de Promis.

Eitán contactó a Yehudá Ben Hanán, un israelí que tenía una pequeña empresa de informática en California:

–Querido Yehudá, necesito que construyas un chip para que Israel, tu amado Estado, pueda conocer todo cuanto hacen sus enemigos y sus amigos que adquieran este software que es propiedad de Israel.

Ben Hanán construyó el chip que funcionó a la perfección cuando fue probado. El doctor Orr no le contó que había robado Promis de la manera más ingenua al poderoso Departamento de Justicia estadounidense. Ahora la misión estaba en manos del superespía. Israel había creado su Caballo de Troya.

Bin Laden y la conexión chilena

Entre quienes compraron Promis a Captain Bob estuvieron los servicios de inteligencia de Holanda, Alemania, Francia, España, Reino Unido, Irlanda del Norte, Escocia, Japón, Suecia, Unión Soviética, Bulgaria, Rumania y varios países africanos y americanos.

Su avión privado llegó al aeropuerto de Schönefeld en Berlín Este. En su maletín llevaba una copia de Promis con la trampa. Erich Honecker, jefe del Estado y máximo dirigente del Sozialistische Einheitspartei Deutschlands, SED, de la Deutsche Demokratische Republik, DDR, accedió a la compra. Pero Maxwell se encontró con otro superespía tan poderoso aunque menos adinerado que él. Markus Wolff, el jefe del Ministerium für Staatssicherheit, el Servicio Secreto, Stasi, le puso la proa al magnate israelí y el negocio no se concretó. Jamás se supo si Wolff sabía lo de la trampa, pero a Maxwell le tenía desconfianza.

Una fuente del FBI informó al periodista británico Jonathan Moyle que el empresario de armas chileno Carlos Cardoen había ayudado a Robert Maxwell para vender el software alterado a la Dirección de Inteligencia del Ejército chileno, DINE. Moyle viajó a Chile en 1990 supuestamente para cubrir la Feria Internacional del Aire y el Espacio, FIDAE. Era editor de la revista británica especializada Defense Helicopter World. Seguía la pista de las ventas de armas clandestinas de Cardoen a Irak. El 31 de marzo de 1990, Moyle fue hallado ahorcado en la habitación 1406 del Hotel Carrera en el centro de Santiago. Nadie creyó en un suicidio. Todos coincidieron en un homicidio.

El banco Credit Suisse fue otro de los compradores de Promis a Robert Maxwell. El Mossad descubrió así a todos los millonarios que escondían fortunas en la banca suiza, entre ellos algunos israelíes. Como en Israel esas cuentas eran ilegales según sus leyes financieras, el doctor Orr se preocupó personalmente de invitarlos a hacer importantes donativos al Estado de Israel… si se negaban iban a prisión. Todos aceptaron.

Quizás el más espectacular comprador del software fue el ideólogo de Al-Qaeda, Osama Bin Laden.

El antecedente fue descubierto poco después del atentado a las torres del World Trade Center de Nueva York y el edificio del Pentágono en Washington, el 11 de septiembre de 2001. El descubrimiento hizo saltar de sus asientos a los principales servicios de inteligencia del mundo, temerosos de que Bin Laden ya hubiese entrado a sus discos duros.

Pero no fue el superespía quien vendió la trampa a Osama. A sus manos llegó mediante un laberinto. A esta altura, la procedencia israelí de Promis circulaba por el mundo. El doctor Orr tuvo buen cuidado de que al programa no se le incorporara una protección para impedir ser copiado. Mientras más copias se vendían, más dinero entraba a las arcas de Israel y más información llegaba al Mossad.

El ex agente del FBI Robert Hanssen era un espía ruso infiltrado en esa Oficina Federal. Este entregó una copia a sus superiores en Moscú. Estos vendieron una copia al jefe de la mafia rusa Sol Naciente, Semión Moguilevich, en tres millones de dólares. A su vez éste la vendió finalmente a Bin Laden por un precio desconocido.

Moguilevivh fue uno de los jefes del crimen organizado a nivel internacional que mantuvo negocios con Maxwell, los que al superespía le brindaron jugosos ingresos en su desesperada búsqueda para cubrir al menos los siderales intereses de los banqueros.

La obtención del programa por Bin Laden explicaría cómo éste logró permanecer diez años sin ser ubicado por la inteligencia de Estados Unidos después de los atentados, hasta que en abril de 2011 fue asesinado por un equipo de elite de la Marina estadounidense. Promis le había permitido también efectuar movimientos de dinero entre distintas cuentas bancarias sin ser descubierto.

Proyecto Neva

En plena crisis financiera el Gulfstream del Capitán Bob aterrizó bajo la nieve en Sofia, capital de Bulgaria. El presidente Todor Zhivkov lo esperaba con alfombra roja. Maxwell pasó revista a la guardia de honor caminando arrogante a paso marcial. Pero al artista en el blanqueo del dinero sucio, Zhivkov le parecía un ser ordinario incluso en sus modales a la hora de la cena. No pudo despegarse de la invitación a cenar mis manjares, como le dijo Zhivkov.

Esa noche Maxwell tenía los ojos puestos en otro encuentro que tendría lugar más tarde. Al presidente lo adulaba por el cargo porque tenía la llave de lo que planeaba hacer, pero nada más. Se había preocupado de que, previo a ese encuentro, el Daily Mirror, uno de sus diarios, publicara un amplio reportaje de Zhivkov destacando sus éxitos y sobre todo una gran fotografía suya en la portada.

Además de un superespía y un ladrón de las imposiciones de sus trabajadores, Captain Bob era un diestro lisonjero amanerado. Del presidente se desligó pronto y partió a la verdadera cita que le significaría varios miles de millones de dólares que podrían aliviar sus deudas.

Ambos anfitriones lo esperaban inquietos, pero Maxwell hizo lo de siempre para darse importancia: llegó tarde al encuentro. Era su signo para apurar las ansias de sus interlocutores. Desde París había encargado al Sheraton de Sofia una cena para tres en el comedor más importante: foie-gras de oca, salmón ahumado, caviar, pato confitado y faisán asado.

Esa noche hicieron varios brindis con Andréi Lukánov y Ognian Doinov. Era el triunvirato que emprendería un espectacular negocio: el proyecto Neva, que Zhivkov ya había visado, no sin antes fijar las condiciones para su tajada. Se trataba del robo a gran escala de tecnología de las naciones desarrolladas de Occidente. Del robo se encargaría un selecto grupo de agentes de la Darzhavna Sigurnost, el Servicio Secreto del Bulgaria.

El botín empezaría a llegar a Bulgaria por valija diplomática, donde empresas que Maxwell crearía se encargarían de rediseñar el material para empezar a venderlo a todo el bloque soviético del Este. Algo parecido a la hazaña del doctor Orr.

En la otra parte del proyecto, algunas tecnologías que hasta entonces Occidente tenía prohibido vender en los países del Este, ahora serían comercializadas en forma exclusiva por el paraguas de empresas que crearía Maxwell.

–Quiero el 25 por ciento de todo esto, caballeros –dijo el Capitán Bob. Su tono de voz no dejó dudas de que no aceptaría menos.

Lukánov y Doinov asintieron con una leve inclinación de cabeza. Ellos obtendrían otros porcentajes y la menor mascada iría para el presidente Zhivkov. La Sigurnost obtendría también otra parte. Entre un pequeño grupo de sus agentes y Maxwell se encargarían de blanquear las cuantiosas ganancias.

-¿Dónde podríamos blanquear nuestro dinero con seguridad? –preguntó Lukánov al superespía.

Am Fürstentum Liechtenstein meine Herren… wir haben die Shlüssel –respondió en alemán RM, como también llamaban a veces a Maxwell sus amigos y algunos altos agentes del Mossad. Los sucios billetes irían al paraíso fiscal del Principado de Liechtenstein. Maxwell tenía la llave para abrir esa puerta.

Lukánov había sido por años miembro del Comité Central del Partido Comunista búlgaro. Mantenía un gran poder y en Bulgaria era el hombre de Vladímir Kriuchkov, el jefe del Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti, el KGB soviético. Y era quien debía controlar los movimientos de Maxwell. A Kriuchkov le interesaba mantener al magnate controlado, pues pronto haría también con él algunos negocios similares. Por cierto, con porcentajes justos para cada cual.

Doinov era el ministro de Industria de Bulgaria. Un hombre ordinario pero de mirada intimidante.

A mediados de la década de los años ochenta, RM era uno de los agentes más controlados por los servicios de inteligencia del Este y Occidente. Todos sabían cuánto pesaban sus actos, más allá de sus más de ciento treinta kilos de humanidad.

 Al señor Robert Maxwell se le permitirá actuar libremente en Bulgaria sin restricciones, con pleno apoyo de todas las instituciones del gobierno incluida la Darzhavna Sigurnost.

Así lo dispuso el presidente Todor Zhivkov en una resolución. El Capitán Bob sumaba otra llave maestra para su cuantiosa colección: ahora también tenía la de Bulgaria. Se convertía en el Rey… sin reino, pero a él poco le importaba, su reino era el Principado de Liechtenstein.

Antes de que cayera el Muro de Berlín, Bulgaria se convirtió en el centro de una emergente economía sustentada en el robo de tecnología y el blanqueo de dinero a gran escala.

Mientras más poder adquiría el superespía, mayor era el control del mundo del Mossad. Pero también era mayor el control que la inteligencia israelí ejercía sobre su hombre.

Triángulo polaco

Con la llamada a su teléfono móvil la noche en que cenó en el hotel Mencey, le fijaron la hora y el lugar donde debía esperar el tesoro. Captain Bob estaba ilusionado. Pensó que finalmente el Mossad había entrado en razón debido al poder de las cartas que él había jugado al teléfono con Shavit.

Esa tarde Maxwell había reprendido al encargado de la cocina del Ghislaine, Robert Keating, por no haber encontrado langosta en el puerto para la cena. Keating se disculpó, pero para el superespía las excusas a sus antojos no valían. Era un déspota con la tripulación, que le temía, menos el capitán Gus Rankin. Por eso se fue a cenar al Mencey.

En 1985 en Israel la comunidad de inteligencia mantenía un peligroso debate para dar el golpe de gracia a sus enemigos en el mundo árabe: echar mano a su armamento nuclear secreto que seguía negando y que ocultaba en la central Dimona en el desierto de Néguev, o dividir a sus enemigos proporcionando armas a Irán para que ganara la guerra a Irak, mientras las fuerzas de Saddam Hussein fortalecían sus posiciones gracias al armamento de la Unión Soviética.

En el debate triunfó ayudar a Irán. Israel había estado apoyando con armas a Teherán mediante una triangulación para que su asistencia no resultara evidente, pero ya no era suficiente. Israel debía fortalecer sus envíos, con el riesgo de que la inteligencia de Hussein lo descubriera y con ello Irak se acercara aún más a Moscú pidiendo más misiles. Ello aumentaría el peligro contra Israel.

Además, Israel no podía continuar enviando su propio armamento, pues lo requería frente a la amenaza de Siria en ese momento. Ahora necesitaba obtener las armas desde otro país.

En marzo de 1985, el director del Mossad, Nahum Admoni, pidió un consejo al principal comerciante de armas de Israel, el millonario Shaúl Nejemiá Eisenberg. Este le dijo que lo mejor sería adquirirlas en Polonia, pero debía ser con el visto bueno de la Unión Soviética, tanto del jefe de Estado a la fecha, Constantin Chernenko, como Vladimír Kriuchkov del KGB. Pero ni Eisenberg ni nadie en Israel tenía los contactos para esa operación. Quien los tenía era, una vez más, Captain Bob.

 En 48 horas el Gulfstream del superespía aterrizaba en Moscú. Con escolta y gran pompa arribó a la Lubyanka, el impresionante edificio del KGB cerca de la Plaza Roja. La imponente construcción de ladrillos amarillos albergó inicialmente a la Cheka, el primer Servicio Secreto de la Unión Soviética, tras la revolución victoriosa de 1917, fundado por Félix Dzerzhinski.

Después de entregarle el juego de ajedrez de plata que le llevaba de regalo a Kriuchkov, Maxwell fue al grano sin preámbulos.

–Pero ¿por qué Israel quiere comprar armas a Polonia que seguro serán de inferior calidad, si tiene su inmenso armamento moderno? –preguntó el jefe del KGB a Maxwell.

–Porque no son armas para Israel, las enviaremos a Irán para fortalecerlo en su guerra contra Hussein.

Kriuchkov entendió claramente el juego sin mayores explicaciones. A él poco le importaba que su país estuviese apoyando al otro contendor en esa guerra. Pero en Polonia las cosas estaban alteradas. El movimiento sindical Solidarność crecía liderado por Lech Walesa y apoyado por el Papa Juan Pablo II y grupos de Derechos Humanos en varios países de Occidente.

–En Polonia rige la Ley Marcial, el Partido está destrozado y Jaruzelski se ha convertido en una pobre marioneta… podemos arreglarlo nosotros, pero tendrás que pagar precio de mercado, Robert. Y ya sabes… algo para mí –comentó Kriuchkov socarrón.

El Capitán Bob se anotaba otra victoria. Por el precio no había problema, Israel disponía de suficiente dinero… y con el porcentaje para Kriuchkov tampoco. Era lo usual.

Que Stalin había deportado a sus primos judíos a los gulags en la postguerra, él no lo había olvidado pero… se trataba de negocios para el Mossad y su amado Estado de Israel.

Maxwell le había abierto las puertas al Mossad en las altas esferas: el corazón del Kremlin en Moscú, en Washington, Londres y París. Había espiado invaluables secretos con una destreza extraordinaria y formaba parte de un tridente insuperable con los maestros más temidos del espionaje del bloque soviético: Yuri Andrópov del KGB y Markus Wolff de la Stasi. En realidad, Robert Maxwell sabía demasiado.

Últimas llamadas

La unidad yahalomin informó a los kidon de una llamada que Maxwell recibió a bordo. Eran 22.40 del lunes 4 de noviembre de 1991.

–Papá, te habla Ian. Debes estar orgulloso. Todos te extrañaron. El discurso que leí en tu nombre junto a mamá y Kevin fue muy aplaudido. La comunidad angloisraelí está orgullosa de ti y todo lo que has hecho por Israel. Hasta mañana, papá.

Maxwell sufrió un extraño y breve ataque de ternura, sentimiento desconocido en el laberinto de sus circuitos cerebrales y ausente en su corazón pálido. Pero pronto recuperó sus reales conductos de alerta. Iba a ser el invitado de honor en la cena que la comunidad angloisraelí realizaría esa noche en Londres, donde Maxwell residía en una verdadera fortaleza de varios pisos desde la cual dominaba su imperio.

Ian no quiso hablarle de los últimos embates de los banqueros acreedores que junto a Kevin los estaban asfixiando. En las últimas semanas, Maxwell había depositado su confianza en sus dos hijos para que siguieran haciendo frente a los ataques de los poderosos acreedores. Sus hijos habían aprendido las alambicadas artimañas de su padre para mantener a raya a los que cobraban lo suyo.

Ahora el Capitán Bob estaba solo. Sus grandes amistades que habían navegado con él a bordo del Ghislaine atendidos cuales reyes, habían desaparecido al verlo en desgracia financiera. Estaba conociendo la falsa amistad. El besuqueo interesado.

A las 23.00 volvió a sonar su teléfono en el camarote.

–Tiene otra llamada del señor rabino Feivish Voguel, dice que llama desde Moscú –le dijo el capitán Rankin.

Maxwell dudó en recibir la llamada, pero finalmente aceptó. Voguel había sido siempre un hombre humilde y fiel.

–Perdona, Robert, por molestarte, pero necesito tu ayuda para sacar unos archivos judíos que están en la Biblioteca Lenin de Moscú, y yo creo que ellos deben estar en nuestra Jerusalén.

–Está bien, querido Feivish, yo te voy a ayudar con mis amigos en Moscú. No te preocupes. Dalo por hecho.

Antes de irse a dormir, a medianoche entre el 4 y el 5 de noviembre de 1991, el capitán del Lady Ghislaine, Gus Rankin, dijo al primer oficial Grahame Shorrocks que lo relevaba de la guardia:

-Avísame si en el radar aparece una nave a menos de cinco millas… y navega con el piloto automático.

A Shorrocks le pareció extraña la advertencia, pero no preguntó por qué.

La nave había zarpado a las 22.00 desde Santa Cruz y se dirigía hacia Los Cristianos por la costa oeste de Tenerife. En uno de aquellos comunes caprichos, cuando esa noche regresó de cenar en el hotel Mencey, Maxwell ordenó a Rankin zarpar desde Santa Cruz para dirigirse a la bahía de Los Cristianos. Allí quería darse uno de los baños que disfrutaba.

Quien lo llamó la última vez ordenándole que estuviera entre las 04.00 y las 05.00 de la madrugada en la popa de la cubierta por estribor, no le dijo en qué lugar de la isla debía encontrarse el Lady Ghislaine. Sólo que debía estar navegando.

Kidon y yahalomin

Desde un pequeño yate sin nombre ni pabellón de procedencia, sólo con las luces de rigor y simulando ser unos pescadores, Efraím, Zví, Uri y Hahum, los cuatro kidon del Mossad, mantenían los movimientos del Ghislaine bajo control desde hacía un día sin que el capitán Rankin, ni menos Captain Bob, siquiera lo sospecharan. Aunque Maxwell estaba advertido de que recibiría visitas que le entregarían la bolsa de libras esterlinas que esperaba.

Una unidad yahalomin del Mossad tenía ya todas las comunicaciones del Ghislaine intervenidas. Los kidon, las bayonetas del Mossad, era la subunidad del Departamento de Operaciones Especiales, el Metsada. Los mejores. Las puntas de lanza encargados de eliminar a los enemigos de Israel.

La subunidad kidon fue creada a partir del éxito de la Operación Garibaldi para secuestrar a Adolf Eichmann en Buenos Aires.

Los yahalomin eran parte de la Unidad de Comunicaciones del Mossad. Ambos escuadrones se complementaban a la perfección operando en aquellas horas en Tenerife.

Los yahalomin intervinieron el sistema de captación de los dos radares del Ghislaine, por lo tanto, la advertencia del capitán Rankin al primer oficial Shorrocks no serviría de nada. Ninguna nave extraña aparecería en los radares esa madrugada. Desde que el 22 de octubre de 1991 el director del Mossad Shabtái Shavit dio la luz verde a los cuatro kidon para lanzarse sobre Maxwell, éstos estuvieron siempre encima de sus pasos. También la unidad de los yahalomin.

Pero RM algo había sospechado. Si bien era un multimillonario amante del caviar, el champagne de precios impagables y el dinero, también era un superespía. Por eso el 28 de octubre de 1991 Maxwell esperaba que Jules Kroll entrara en el vestíbulo del Helmsley Palace de Nueva York. Era el detective privado más prestigiado y el más caro. Un experto en inteligencia y las investigaciones financieras de Wall Street y otros lugares acaudalados del mundo. Kroll era en verdad el terror de los lavadores de dinero y de personajes como Maxwell, pero era el mejor y Captain Bob lo quería a su lado.

Kroll le dio algunos consejos iniciales y le pidió coordenadas para iniciar su trabajo, pero primero le preguntó por qué quería contratar sus servicios. Maxwell vaciló unos segundos en responder:

–Porque estoy temiendo por mi vida –le dijo, aunque por cierto no mencionó al Mossad como amenaza. Eso habría abierto una puerta que luego no podría volver a cerrar con Kroll de mente aguda.

El primer oficial tomó la guardia. Revisó los controles, la velocidad que se mantenía en 12 nudos, los radares, los sonares acústicos y echó una mirada alrededor del Atlántico. Todo estaba en orden. El Ghislaine navegaba en paz y el mar lo acompañaba en calma. Era una más de las innumerables navegaciones nocturnas y de madrugadas agradables con una brisa fresca y la fragancia inconfundible del océano, a bordo de ese monumento de embarcación.

Poco después de la medianoche, Maxwell puso llave a la cerradura de su camarote. Aunque jamás alguien entraba sin antes llamar a la puerta, esa noche estaba muy inquieto. Confiaba en que le entregarían los cuatrocientos millones de libras esterlinas, pero su corazón y estómago albergaban unos centímetros de miedo. Sincerando sus pensamientos tirado encima de su amplia cama, se convenció de que no sabía a qué se iba a enfrentar esa madrugada entre las 04.00 y las 05.00 en la cubierta por la popa al estribor.

Recordó las noches compartidas en el camarote con Betty. La había abandonado, cansado de ella. Mujeres tenía por montones. Secretarias, bailarinas, prostitutas y otras mujeronas que iba conociendo por el mundo. Podía pagarlas a buen precio.

Era un multimillonario y un superespía, un sinvergüenza que robaba las imposiciones laborales de sus trabajadores, un experto blanqueador de dinero mal habido, un gran señor respetado en las altas esferas más por lo que tenía que por lo que era, pero por dentro era un ser destrozado de sentimientos, incapaz de reconocer el amor que Betty le profesó desde siempre. Distante y frío con sus hijos e hijas. Implacable para reprimir los errores de la vida de quienes le querían. En el fondo, Capitán Bob era un alma en pena asaltado por la soledad.

A bordo del pequeño yate, Efraím, Zví, Uri y Hahum ultimaban los preparativos y echaban la última revisión a su acción. Ya no eran los inocentes pescadores que habían presumido ser en las horas anteriores navegando a la luz del día, mientras seguían el rastro del aquel palacio flotante, como algunos llamaban al Ghislaine en los puertos donde recalaba. Ahora, en la plena oscuridad de la noche, volvían a ser las bayonetas, escudos de Israel y el Mossad.

La unidad de los yahalomin navegaba en otra pequeña embarcación y los mantenía informados de cuanta comunicación acontecía a bordo. Habían tendido una verdadera red inalámbrica alrededor del Ghislaine. Los minutos transcurrían. Ya eran cerca de las 03.00 de la madrugada.

Los tres kidon que abordarían la lancha Zodiac de excelente caucho comenzaron a prepararse. El cuarto se quedaría a bordo del pequeño yate para maniobrarlo y seguir a distancia prudente al bote Zodiac. Se calaron los trajes térmicos de goma, las zapatillas especiales con suela adherente y se camuflaron el rostro con pintura resistente al agua. Pusieron dentro del bote las dos anclas de cuatro puntas engomadas con las que treparían a la cubierta del Ghislaine.

El tercero del trío se quedaría en el bote para retirar las anclas una vez que los otros dos estuviesen en la cubierta de su objetivo.

El Ghislaine navegaba bajando hacia el sur para llegar a Los Cristianos. El capitán Rankin había elegido esa ruta como la mejor. En vez de dar la vuelta a la isla bajando desde Santa Cruz hacia el sur por la costa este, para doblar en la punta sur de la isla y enfilar hacia Los Cristianos subiendo hacia el norte por la costa oeste, prefirió hacerlo al revés. Dio la vuelta por la punta norte de Tenerife y empezó a descender hacia Los Cristianos por la costa contraria.

El ataque

Encerrado en su camarote Maxwell controlaba el paso de los minutos. Se había recostado y tenía puesta una camisa de dormir a rayas. No había dormido un segundo. Minutos antes de la 04.00 subió a cubierta y se dirigió al lugar indicado. Las cámaras de seguridad del Ghislaine no alcanzaban a registrar ese punto, aunque éstas permanecían desconectadas durante la navegación.

A bordo todo era silencio. Sólo se escuchaba el ruido apagado de los dos potentes motores y el golpeteo de las olas contra el casco del yate mientras avanzaba. Por eso Maxwell no escuchó el rugir apagado del motor del Zodiac de los kidon cuando empezó a acercarse al Ghislaine. Habían reducido el ruido mediante un silenciador. A escasos metros de su objetivo, los kidon apagaron el motor para asegurarse de que no serían advertidos y siguieron avanzando sólo con el impulso.

El superespía auscultaba la oscuridad del mar mirando hacia todos lados aguzando la vista. Sus manos permanecían sujetas al pasamanos de cubierta de una altura considerable para evitar una caída al agua. La cubierta estaba desierta. El punto en que estaba Maxwell no podía ser divisado desde el puente de mando. Los kidon habían estudiado todos los sitios estratégicos del Ghislaine.

Cuando el Zodiac estuvo al alcance, los dos bayonetas lanzaron sus anclas de cuatro puntas recauchadas para evitar ruido y dejar marcas en el casco. Treparon con agilidad felina por babor, el lado contrario donde se ubicaba su objetivo, y de un salto estuvieron de pie en cubierta. Sus zapatillas con adherente evitaron cualquier resbalón y apagaron el golpe al caer sobre la cubierta. Maxwel les daba la espalda. Oteaba el mar nervioso.

Con dos certeros tirones el kidon que permaneció a bordo del Zodiac retiró las dos anclas. De un estuche impermeable, uno de los que treparon extrajo una jeringa. Los dos kidon se abalanzaron en contra del superespía y con precisión admirable, el ejecutor le clavó la jeringa en el cuello inmediatamente detrás de la oreja derecha. El superespía no alcanzó a reaccionar. Entre los dos levantaron a Maxwell en vilo y lo lanzaron al mar. El agente nervioso que le inyectaron actuó paralizando los músculos del cuerpo. Había sido preparado especialmente en el Instituto de Investigación Biológica de Tel-Aviv. El superespía sólo alcanzó a dar unos pocos manotazos en el agua y se ahogó. Su cuerpo quedó mirando las estrellas de la madrugada oscura. Rápidamente los dos kidon saltaron al mar y volvieron al Zodiac. Nadie vio nada. Ninguno sintió nada a bordo del Lady Ghislaine.

El cuerpo de Robert Maxwell fue encontrado flotando en el mar al atardecer de ese mismo día. Tanto la autopsia realizada en España como una segunda hecha en Israel, no lograron acreditar oficialmente que el superespía fue asesinado. Su muerte se estableció por inmersión al caer accidentalmente al mar. Pero en la comunidad de inteligencia internacional y en las altas esferas de los gobiernos de Oriente y Occidente, todos supieron que fue asesinado.

Una seguidilla de otros asesinatos ocurrieron en los días posteriores en distintas ciudades de Oriente y Occidente. Todos quienes murieron por disparos o por muertes accidentales estaban directamente vinculados con las actividades de Robert Maxwell. Con su mundo de superespía al servicio de Israel, y con aquellos laberintos oscuros donde también demostró ser el mejor.

La lista la integraron sus socios en el proyecto Neva en Bulgaria, Andréi Lakánov y Ognian Doinov. También Semión Moguilevich, el jefe de la mafia rusa Sol Naciente.

A pesar de que todos los asesinatos del Mossad tenían siempre la venia del primer ministro de Israel, Yitzhak Shamir asistió al funeral de Estado del Capitán Bob. Lo lloraron quienes de verdad lo quisieron y los mismos que ordenaron su muerte. Tuvo el honor de que lo sepultaran en el suelo sagrado del Monte de los Olivos en Jerusalén. Mal que mal, había sido un buen judío que siempre amó a su pueblo y trabajó por él, desde el cielo azul y la borrasca.

 

*Esta crónica fue reconstruida a partir de las obras: El espía del Mossad: La apasionante historia del magnate Robert Maxwell, del periodista, escritor y corresponsal Gordon Thomas; Kidon: Los verdugos del Mossad, del periodista, ensayista y corresponsal en Medio Oriente, Eric Frattini; y Por el camino de la decepción: un devastador retrato interno del Mossad, del ex agente del Mossad Víctor Ostrovski.

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