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Gramsci o el poder de las ideas Opinión

Gramsci o el poder de las ideas

Antonio Leal
Por : Antonio Leal Ex Presidente de la Cámara de Diputados, Director de Sociología y del Magister en Ciencia Política, U. Mayor. Miembro del directorio de TVN.
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Seguramente lo que hace que las categorías gramscianas sean capaces de penetrar en las complejidades de la sociedad moderna, es el hecho de que Gramsci aborda el capitalismo no solo como una formación económica, como un modo de producción, sino también como una forma de vida y, por tanto, confiriéndole una enorme capacidad de mutabilidad.


Homenaje al cumplirse 80 años de su muerte encarcelado por el fascismo italiano

1. La elaboración de Gramsci, desde sus escritos en el periódico Orden Nuevo a aquella de los Cuadernos de la Cárcel, implica una vuelta al marxismo de Marx y de Engels después de las modificaciones deterministas y teleológicas introducidas por el marxismo ruso.

La obra de Marx fue pensada y elaborada en el escenario de los países que ya alcanzaban un desarrollo capitalista y donde estaban en plena expansión tanto los sujetos sociales característicos de esta sociedad –capitalistas propietarios y proletariado desposeído de propiedad más allá de su propia fuerza de trabajo– como el nuevo tipo de Estado en capacidad de construir procesos hegemónicos durables y sostenidos en la sociedad. Sin embargo, la primera revolución se produjo en Rusia –revolución contra El Capital de Marx, como la llamó Gramsci utilizando una metáfora–, país con escaso desarrollo capitalista y un régimen político zarista que ya no existía en Occidente y basado únicamente en un tipo de dominio construido sobre el uso represivo del aparato estatal y apoyado en una fórmula religiosa de la alegación de los subalternos, es decir, en la consideración de que el Zar en sí mismo encarnaba la divinidad.

Lenin y los revolucionarios rusos advirtieron que el régimen zarista no estaba, como los Estados modernos de Occidente, en condiciones de generar hegemonía, comprendió que había una contradicción de fondo, imposible de resolver, que derivaba del propio carácter del zarismo: era incapaz de detener, de frenar el desarrollo incipiente del capitalismo que se transformaba en el principal elemento disgregador “objetivo” de este régimen político.

Lenin vio en la Revolución de Octubre la forma de llenar ese vacío, en un país donde no existía una burguesía ascendente capaz de llevar a cabo una segunda Revolución Francesa. Este espacio fue llenado por la revolución de los soviets que, a su vez, se muestra incapaz de incorporar las conquistas democráticas derivadas de la revolución burguesa, como tampoco aquellas que ya existían en Occidente desde el punto de vista de la superestructura política e ideológica de la sociedad y que nunca estuvieron presentes en la historia rusa.

Es en el capitalismo donde el Estado alcanza la posibilidad de una dimensión consensual y este no existía en la Rusia zarista.

El ámbito de esta revolución, por tanto, solo podía ser el del asalto al poder, la completa liquidación del régimen zarista y la instalación de un régimen totalmente nuevo, basado más en el partido revolucionario que en la clase, de un Estado basado esencialmente en su naturaleza coercitiva e incapaz de desplegar el aparataje conceptual del desarrollo de la superestructura que ya el propio Marx había avizorado para Occidente.

Esta necesidad política conllevó un cambio teórico profundo del marxismo de Marx y una adecuación en clave esquemática y naturalística de sus contenidos que se agudiza después de la muerte de Lenin y se torna irreversible en el largo dominio político ejercido por Stalin.

Lo que hace Gramsci es reelaborar un marxismo para un Occidente que ya, en sus tiempos, distaba de aquel que los propios Marx y Engels habían conocido y, por tanto, incorpora, enriquece el marxismo, realiza, desde el punto de vista conceptual, una verdadera revolución copernicana del mismo, con una visión de la filosofía de la práctica cuyo objetivo era analizar las relaciones de poder de la sociedad en las nuevas condiciones que el proletariado y las clases subalternas enfrentaban y que, en el caso de Italia, agrega el surgimiento y el predominio del fascismo como régimen de masas.

Al estudiar a Gramsci hay que siempre tener presente que él era no solo un filósofo sino también un político, el líder del Partido Comunista italiano y que, por tanto, el interés primordial de su elaboración, que no es neutra ni solamente teórica, es la transformación radical de la sociedad capitalista y para ello reinterpreta y crea instrumentos conceptuales adecuados a este objetivo.

Gramsci, marcando su distancia de la elaboración de Bujarin y del marxismo estalinista, señala en los Cuadernos de la Cárcel: “La experiencia en la cual se basa la Filosofía de la práctica no puede ser esquematizada, ella es la historia misma en su infinita variedad y multiplicidad”. Filosofía de la praxis como sinónimo de marxismo –que Gramsci usa en los Cuadernos seguramente para sobrepasar la revisión de sus escritos por parte de sus carceleros–, pero a la vez como novedad más allá del horizonte teórico clásico.

Él rechazaba la visión teleológica de la historia humana y la reducción de la filosofía de la práctica al determinismo naturalístico.

Tal como apunta correctamente en un recientísimo libro el antropólogo norteamericano Kate Crehan, para Gramsci el marxismo mismo debía ser considerado como una nueva síntesis cultural que capturaba los momentos teóricos, económicos y políticos de la era capitalista con todas sus contradicciones. Filosofía de la praxis que, al captar esas contradicciones, adquiere ese carácter contradictorio y, por tanto, provisorio en sus formulaciones.

El de él es, por tanto, un marxismo abierto, sin elementos preconstituidos, derivados más bien de las interpretaciones teleológicas y desprovisto de la naturaleza evolutiva que la concepción determinista implicaba.

El propio concepto que Gramsci acuña de filosofía de la praxis, ya no solo como sustitutivo de marxismo, conecta elementos antes separados, enfatiza la función de la filosofía en el contexto de una teoría que tiene como epígrafe la famosa Tesis XI sobre Fuerbach, de una filosofía que no solo interpreta sino que también es la herramienta para cambiar el mundo. La “herejía” que el propio Gramsci reconoce como tal, consiste en alzar, en el plano de la “verdad”, aquello que siempre estaba referido a lo particular, a lo contingente, a lo instrumental, a la fuerza. Gramsci exalta, entonces, el carácter filosófico del marxismo y con ello fija, como también lo haría Korsch, el objetivo del socialismo, en su fin y durante todo su camino, como una batalla para la realización de la libertad.

Esto lleva a Gramsci a leer la dimensión materialista del marxismo en clave de práctica, de filosofía de la práctica o, mejor dicho, en un nexo entre filosofía y política, práctica y libertad. Esto es esencial en el nuevo marxismo gramsciano, toda vez que, como señala Francesca Izzo, le permite a Gramsci liberar –a través de un concepto de reabstracción histórica determinada y de trabajo como conjunto– el factor económico que fue tan predominante en la elaboración de Marx.

2.– Pero Gramsci cumple otro paso en el desarrollo de la filosofía de la praxis. Nacionaliza culturalmente el marxismo, busca desentrañar de la historia aquellos elementos que lo ligan a la filosofía y a la cultura de una determinada realidad, integra el marxismo a esa cultura nacional –y de allí el cronograma que emprende en los Cuadernos de la Cárcel–, busca construir un horizonte teórico “fur ewing”, trascendente, de manera que el marxismo se enraíce en una interpretación de la historia, forme parte de ella y con ello nacionalice al propio proletariado como clase subalterna para que este, y su teoría, asuman todo lo progresivo de la historia y, así, esté en condiciones de convertirse en clase hegemónica de la sociedad.

Cuando Gramsci estudia el Renacimiento en una perspectiva de enriquecimiento de la filosofía de la práctica, lo hace porque este representaba una gran revolución cultural, cuyo propósito era crear un nuevo tipo de hombre de las clases dominantes, un movimiento humanista elitista, circunscrito a esas clases dominantes, y que daba luces de la portada histórica que la revolución proletaria debía adquirir en Occidente.

El aporte general más relevante de Gramsci al marxismo, a la filosofía de la praxis y a las ciencias políticas, consiste en producir el paso de la economía –que había sido el terreno base de la elaboración de Marx– a la supremacía de la política. Para ello, Gramsci realiza una operación filosófica de magnitud: cambia la visión negativa de Marx de la ideología –sobre todo en el período anterior a su propia reelaboración en La Ideología Alemana, que desgraciadamente nuestro autor no conoció– a un concepto positivo de ella y de la superestructura.

Para Marx, la ideología era “falsa conciencia” y la percibió como un fenómeno derivado y dependiente de la estructura económica.

Es cierto que Marx revisó parcialmente esta concepción y en el Prefacio de la Crítica de la Economía Política y, sobre todo, en La Ideología Alemana, el autor se mueve hacia una visión más neutral de la ideología y con ello contribuye a la propia elaboración de Gramsci y en gran medida también a la de Lenin, que en las condiciones de una revolución en la Rusia zarista distingue que el momento de la subjetividad, y no el determinismo histórico, resultaba esencial para llevar a cabo una revolución en un país sin desarrollo capitalista.

En efecto, en el Prefacio del 59, Marx afirma: “Una distinción debe siempre ser hecha entre la transformación material de las condiciones económicas de producción, que puede ser determinada con la precisión de la ciencia natural, y las formas filosóficas, estéticas, religiosas, políticas o legales, en suma ideológicas, en las cuales los hombres se hacen conscientes de este conflicto y luchan acerca de él”. Este pasaje, que Marx profundizó, no sin contradicciones, dado que lo que refiere respecto a los “ideólogos” de la clase burguesa en La Ideología Alemana, fue, sin embargo, crucial para la elaboración gramsciana y para la afirmación de su postura positiva del rol de la ideología, que deja de ser un “reflejo” de la infraestructura y se transforma en un factor que adquiría autonomía en el contexto de la superestructura.

También fue importante la elaboración tardía de Engels, que en 1880, al enfrentar el positivismo, que reducía el materialismo histórico a un extremo determinismo económico, debió realizar una operación filosófica de “liberar” la superestructura y admitir una interacción con la economía. Tal como lo aborda el sociólogo chileno Jorge Larraín, el cambio de un concepto negativo de la ideología a uno neutral o positivo ya había sido emprendido por Lenin –para quien era una necesidad imperiosa para fundamentar el valor del subjetivismo en la revolución rusa– y por Lukács.

Sin embargo, dice Larraín, y yo comparto esta visión, “el problema principal de Lenin y Lukács es que no pudieron resolver convincentemente la oposición entre la conciencia espontánea y la ideología socialista, entre la conciencia imputada y la conciencia psicológica, entre la filosofía y el sentido común. Estos pares se convirtieron en dicotomías que separaban el mundo perfectamente lúcido de la ciencia, del mundo incoherente y distorsionado de la conciencia espontánea”.

Justamente el valor de la elaboración de Gramsci es que supera esa dicotomía e instala una visión mucho más creativa del concepto positivo de la ideología y le construye un escenario para su desenvolvimiento. Ello, porque Gramsci liga ideología a hegemonía, a una nueva definición de sociedad civil y produce un novedoso paso desde lo económico al momento ético-político, a una revolución que debía adquirir la calidad ética suficiente para ser hegemónica.

Este paso de lo objetivo a lo subjetivo, que caracteriza la definición positiva de ideología en Gramsci, es lo que él denomina “catarsis”. Este paso es clave, dado que Gramsci llegó a la conclusión de que la visión negativa de la ideología estaba ligada estrechamente a una concepción economicista, dominante en el marxismo, incapaz de cambiar la estructura, y ese sentido era solo apariencia. La fuerza de la interpretación gramsciana de ideología, en tanto concepto positivo, se deduce de la necesidad que tiene el momento hegemónico de considerar e incorporar las creencias populares, que para Gramsci son tan poderosas, que tienen la misma energía que una fuerza material.

Por ello es que Gramsci estudia la ideología en cuatro momentos distintos, pero a su vez asociados, de presencia: la filosofía, la religión, el sentido común y el folklore. Es esta simbiosis lo que permite a Gramsci establecer estadios distintos del desarrollo de la ideología – que en Lenin y Lukács se habían mantenido en su generalidad abstracta–, destacar el valor positivo de la ideología en cada uno de sus expresiones y, a la vez, llegar a la conclusión de que solo la Filosofía de la Práctica estaba en condiciones de servir al proletariado para cambiar la sociedad.

En los Cuadernos de la Cárcel, el autor italiano reelabora, reinterpreta y crea un nuevo léxico teórico para la revolución en Occidente que constituirá su gran aporte a la ciencia política, a la filosofía, a la antropología, pero sobre todo a la lucha popular. Es este patrimonio intelectual lo que permite que Gramsci mantenga vigencia y actualidad aún después del derrumbe del comunismo constituido en poder y sociedad.

3. Un concepto esencial del nuevo léxico gramsciano es el de “bloque histórico”, situándolo en una determinada fase dentro de una misma formación social, comprendiendo, con ello, el desarrollo no solo como una ruptura, sino también en un sentido evolutivo e histórico. Gramsci sostiene que, para entender con precisión un determinado período histórico, es necesario conocer las particularidades de la articulación entre estructura y superestructura, es decir, del bloque histórico específico, lo cual varía no solo de una formación socioeconómica a otra, sino dentro de un mismo modo de producción. Para ello, estableció la variante tiempo histórico, prefiriendo siempre estudiar antes la estructura que su expresión superestructual en el contexto del conjunto de las relaciones sociales.

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Esta relación es la que permite efectivamente trasladar el desenvolvimiento de la superestructura ideológica al plano social, es decir, realizar una traducción del nexo en una organización social concreta. En este aspecto, lo que constituye la novedad de Gramsci es, en primer lugar, el carácter orgánico y de interacción que atribuye a las esferas del bloque histórico y, en segundo lugar, el hecho de considerar que la unidad, la relación entre ambas esferas, está fusionada por la ideología, en una versión positiva de ella, por lo que resulta obligatorio hacer un análisis concreto de cada bloque histórico y de los cambios que en ellos se producen para distinguir entre lo orgánico y lo ocasional.

A partir de la propia elaboración de Marx y más allá de ella, Gramsci rechaza la concepción mecánica del materialismo histórico, que subordina en términos absolutos las experiencias culturales e ideológicas de la sociedad a la estructura económica. Gramsci escribía que “el bloque histórico indica el proceso a través del cual el Estado armoniza sus funciones de sociedad civil y sociedad política y se torna hegemónico”.

Sin embargo, esto no significa que deprecie, como algunos autores críticos de Gramsci lo afirman, el rol de la estructura. Para él lo central es cómo nace el movimiento histórico a partir de las características que adquiere la estructura económica de una determinada sociedad. Es decir, todo evento histórico, una clase, una relación social, se configura a partir del dato orgánico, la estructura de la sociedad en un lugar y en un tiempo determinados.

Pero la novedad esencial en Gramsci está dada por el carácter filosófico que le atribuye al desenvolvimiento de la estructura y, en mi opinión, él trasciende, en sus escritos últimos de los Cuadernos de la Cárcel, esta división simplificada y estratificada con que se presentan en el marxismo clásico estas categorías, ya que las cruza, en su conjunto, con el rol de la filosofía, de la cultura, dado que la propia estructura representa un conjunto de relaciones sociales. Esto implica que Gramsci desarrolla dos procesos completamente novedosos para el marxismo.

De una parte, confiere una dialéctica de autonomía a las ideas, que pueden avanzar, estar más allá, de la estructura y con la cual no hay una relación de dependencia, es decir, las libera del determinismo economicista, y, de otra parte, establece que las propias relaciones materiales no pueden ser abordadas como si fueran fenómenos a estudiar por la física, la química o las ciencias naturales, sino en su dimensión filosófica, ideológica, en tanto relación social entre seres humanos.

Esto significa, como bien lo señala Antonio Cortés, que él ve la materia misma como relación histórica, a la misma propiedad privada como una relación de poder totalizante, en tanto total, en consecuencia, susceptible de ser analizada por la filosofía de la praxis y no solo por la economía. Gramsci no abandona, entonces, el materialismo histórico y se convierte solo en el “teórico de la superestructura”, sino que su concepción de la filosofía de la práctica justamente busca establecer los nexos, las conexiones, liberando también de esta forma a la propia estructura del aislamiento y de la pasividad en la cual la ortodoxia marxista la había recluido.

Para ello Gramsci construye, a través del Bloque Histórico, la subjetividad de la práctica que se expresa en la relación de estructura y superestructura y donde el nexo se produce en el ámbito de una abstracción ligada a la subjetividad y, por tanto, a la ideología, a la filosofía. En consecuencia, para Gramsci, la distinción entre ambas esferas del Bloque Histórico es de doble dependencia, es lógica, “didascálica” como diría él, porque lo material no se podría concebir sin la ideología que las recubre y las justifica o critica, y la ideología sería “fantasma” sin las relaciones materiales.

Por tanto, Gramsci se contrapone completamente a lo escrito por Stalin en su libro El Marxismo y la lingüística, “la superestructura es creada por la base para servirla”, para quien la ideología era algo artificial, superpuesto mecánicamente y no como parte de un proceso histórico de interrelación. Esta elaboración, a través de la relación de liberación e interacción de ambas esferas en el bloque histórico, es uno de los grandes aportes de Gramsci al rol de la cultura en la formación del proceso de hegemonía y en la configuración de una estrategia política completamente diversa a la instalada por el estalinismo por decenios en el movimiento comunista.

4. Clave, en la redefinición de la nueva estrategia diferenciada para Occidente que elabora Gramsci, es determinar el alcance del concepto de sociedad civil y el vínculo que esta establece con la sociedad en general.

Gramsci separa, de una parte, a la sociedad civil de la esfera de las relaciones económicas y la coloca en la superestructura, concediendo a esta un papel autónomo y dinámico radicalmente distinto del que tiene la visión clásica. De otra parte, distingue, en la superestructura, el momento fundamental del consenso –que es típico de la sociedad civil– del momento coercitivo de la ley, que por el contrario es típico de la sociedad política, es decir, del Estado, del cual elabora una visión ampliada de su carácter.

Señalamos ya que la reconceptualización gramsciana de la sociedad civil representa una novedad no solo respecto de Marx sino de la cultura filosófica y política en general. Gramsci, confiere al concepto de sociedad civil un ámbito más restringido que el de Marx, dado que excluye de ella la estructura económica, y le da un contenido absolutamente moderno, radicado totalmente en la superestructura. La sociedad civil es el lugar específico de la producción del consenso y, por tanto, la base real, la garantía de la estabilidad del Estado, la sede del desarrollo de la hegemonía. Es el contenido ético del Estado.

A través de la sociedad civil, el Estado forma el consenso, trata de elevar a la población al nivel de las exigencias del modelo productivo. Es aquí donde se produce el paso de lo objetivo a lo subjetivo, de la economía al programa político, y a la ética, de la necesidad a la libertad, y a este proceso, como hemos dicho, Gramsci le llama “catarsis” con lo cual logra un punto de partida de una visión más elaborada que la de Marx.

En definitiva, la elaboración gramsciana, como he intentado demostrar, es la única teoría política de la transición formulada por un teórico de génesis marxista e implica la superación de la dicotomía entre superestructura y estructura – lo que en el plano filosófico representa la superación de la subordinación de la ideología de la materia, que es el punto de partida de muchos de los elementos conflictuales y unilaterales presentes en la “esencia” del marxismo–, la superación de una visión reductiva del Estado que ha visto en este solo un órgano coercitivo que, a juicio de Lenin, era necesario “destruir” como condición para acceder al “poder obrero”.

5. El centro de toda la concepción de la superestructura de Gramsci y de su extensión del concepto de Estado, sea respecto de Marx o, en general, de la filosofía política de la época, reside en el tema de la hegemonía. A través de ella se expresa la relación entre sociedad civil y Estado, la dialéctica entre consenso y autoridad, la diferencia entre “guerra de posición”, que comporta una profunda reforma intelectual y moral como la difusión de una nueva hegemonía que transforma a la filosofía en “sentido común” de la sociedad, y “guerra de maniobras”, que era el modelo típico de las revoluciones jacobinas, pasando por la francesa, la rusa y por la mayoría de eventos de los últimos dos siglos y que comportaron siempre, como común denominador, la idea del asalto, del acto palingenésico, la utilización de la violencia como “partera de la historia”, y redefine el papel de los intelectuales y, con mayores límites, el del propio partido-príncipe.

Este conjunto de nuevas definiciones o la reformulación moderna de ellas, es el nudo de la elaboración gramsciana y, sin duda, su mayor aporte filosófico al marxismo y a la teoría política en general.

Al respecto hay que siempre tener presente que el centro de la atención teórica de Gramsci fue indagar sobre las relaciones de poder y la formas en que la cultura, la filosofía de la práctica, era capaz de elevar al proletariado a clase dominante, construyendo hegemonía antes de ser dominante y después de haber alcanzado este objetivo, como un proceso, por tanto, perenne. Gramsci afirma, en sus Cuadernos de la Cárcel, que “el momento de la hegemonía o de la dirección cultural es el momento esencial de la más moderna filosofía de la práctica”.

Aquí, como en la formulación del “partido príncipe”, se vincula a Maquiavelo para tomar en su propia noción de hegemonía esta doble naturaleza del centauro maquiavélico, “de la bestia y del hombre”, de la violencia como factor que, en definitiva, por sí solo, no logra construir una nueva civilización.

Hay que tener presente que, para Gramsci, Maquiavelo representó una alternativa progresista y moderna al feudalismo. Nuestro autor lo reivindica como el único intelectual que expresó las exigencias nacionales y cuyo pensamiento e influencia sirvió de transición entre el Estado corporativo de la Comuna y el Estado moderno absolutista, portador de un programa democrático-agrario.

Gramsci presenta a Maquiavelo como un verdadero jacobino, adelantado a su tiempo, ya que la idea del príncipe unificador encarna una voluntad colectiva de romper con la estructura feudal, con el papado –que representaba una de las dificultades para la unidad de los diversos estados italianos– y veía en la organización de las clases productivas de la época el motor de esta acción. Un Maquiavelo que pensaba y escribía para la acción política inmediata y autónoma, un pensador moderno, pero, a la vez, un “profeta desarmado”, ya que carecía de poder para llevar a cabo sus ideas.

En mi opinión, la estrategia de hegemonía de Gramsci supera definitivamente, en términos teóricos pero también históricos, a la noción de “dictadura del proletariado” que nace con Marx, que no alcanzó a conocer el desarrollo de la incipiente democracia occidental, que absolutiza Lenin de acuerdo a las necesidades de la Revolución Rusa y que Stalin transforma en “dictadura del Partido Comunista”.

Sin embargo, el concepto de hegemonía del pensador italiano no es reducible a una contraposición entre el consenso y la fuerza, toda vez que aun cuando este se da en la sociedad civil, se hace en la perspectiva de convertirse en Estado y el Estado es coerción legalizada, y es consenso, cuando el Estado es democrático. Por tanto, en Gramsci el concepto de hegemonía es flexible y no reducible a una sola impostación.

Pero hegemonía es en Gramsci un poder basado en la persuasión, en la creación de una voluntad colectiva nacional popular, es sinónimo de dirección cultural, es el componente obligatorio de la ampliación social e ideológica del Estado en general, es un momento de medición entre teoría e historia, un momento de tránsito desde la filosofía de la praxis a la ciencia política. Como bien lo señala Kate Crehan, “la hegemonía en Gramsci implica siempre una actividad práctica que comprende las relaciones sociales que producen desigualdad, así como las ideas que han justificado, explicado y normalizado estas desigualdades”. Es decir, no es solo ideología, es movimiento social con las complejidades que ello expresa.

Todo esto implica un verdadero repensamiento de la política, desde Maquiavelo a Marx, una reelaboración ya sea de la sociedad civil como de la sociedad política. Cambia el concepto de “revolución permanente” del Marx del 48 y de Trosky posteriormente, como la estrategia eminentemente jacobina de Lenin en el escenario ruso.

Desaparece, con Gramsci, la hora X, la idea tan cobijada en la izquierda marxista leninista, de la secuencia; espera-acumulación de fuerzas-preparación del salto definitivo-asalto al poder como acto único y resolutivo y, en cambio, se disemina la lucha hegemónica dentro de la sociedad civil y los aparatos de hegemonía, en una búsqueda permanente e ininterrumpida de soluciones incorporadas en un proyecto transformador que señala la capacidad de ser fuerza dirigente –no excluyente– dentro del Estado que se quiere socializar.

Como bien señala el sociólogo Antonio Cortés, “uno de los proyectos dominantes alternativos se tornará hegemónico respecto de los restantes si, en primer lugar, se halla respaldado por las mayores jerarquías de la intelectualidad; en segundo lugar, si recoge la cultura nacional-popular; y, en tercer lugar, si está en condiciones estructurales de aceptar lo estatal, o sea, el interés general”. Traigo esta cita, porque coincido con Cortés y creo que ella expresa bien el esfuerzo teórico de Gramsci.

La hegemonía no es un proceso único y para siempre, debe renovarse constantemente antes y después que los sectores subalternos acceden al poder. Esta hegemonía debe expresarse en un proyecto nacional y popular, es decir, en historia y en pueblo más allá del proletariado, y debe, además, generar un Estado que represente el interés general, o sea, el de todos los ciudadanos.

El nuevo poder es legítimo si es capaz de representar la voluntad colectiva nacional. Para Gramsci, por tanto, la hegemonía exige una constante capacidad para renovar la legitimidad y para construir nuevas esferas de consenso y de productividad cultural, de manera tal, que el conflicto por la hegemonía queda siempre abierto, no se gana de una vez y para siempre, está en disputa y ello prefigura la posibilidad de la alternancia.

Son temas completamente ausentes en el marxismo clásico y, más aún, en el ortodoxo.

La concepción de hegemonía supone un régimen político de libertades y Gramsci lo señala claramente: “Somos liberales, aun cuando somos socialistas”; “el liberalismo en cuanto a costumbres, hábitos, reglas, es condición ideal e histórica del socialismo”.

Vale decir, él supera la idea de Marx y de Lenin del Estado-fuerza, de puro aparato coercitivo, y le contrapone la idea de la sociedad regulada y de una libertad orgánica donde Estado se identifica con sociedad civil.

En Gramsci el Estado, dicho reductivamente, deja de ser “el comité de gestión de los asuntos burgueses”, como lo llamaría en un pasaje Marx, o “excrecencia represiva” de Lenin, que pensaba sobre todo en el Estado zarista. El Estado ya no se reduce en Gramsci al momento de la fuerza sino que, además, engloba prioritariamente el momento de la producción del consentimiento por medio de los “aparatos ideológicos” y a través de la interacción con la sociedad civil.

En este punto, hay críticas a Gramsci de parte de algunos estudiosos. Pienso en Perry Anderson, que sostiene que habría ubicado la coerción en el Estado y la ideología en la sociedad civil.

Gramsci ubica la ideología en la superestructura y, por ende, ella juega un rol ya sea en la sociedad política, cuando el Estado es amplio y capaz de ejercer hegemonía, como en la sociedad civil, donde se forma la hegemonía de la clase ascendente.

Para Gramsci este Estado, en referencia al estado liberal democrático o al cómo debiera configurarse el Estado socialista, es Coerción + Hegemonía y es la hegemonía ideológica y cultural la que permite, en última instancia, una dominación basada en el consenso. He explicado en el texto cómo en la elaboración gramsciana de hegemonía hay una notable influencia del neoclasicismo griego, del Renacimiento italiano, de Maquiavelo, de una síntesis creadora que va desde Robespierre a Kant, y, sobre todo, del neoidealismo de Benedetto Croce, particularmente en lo que se refiere al rol de la cultura, del pensamiento en el desarrollo de la historia y al lugar y función de los intelectuales en un bloque histórico.

En la reelaboración del concepto de Hegemonía es vital el nuevo concepto de ideología y la composición de ella que surge de la elaboración gramsciana, a lo cual ya hemos hecho referencia.

Para Gramsci hay “ideologías orgánicas” ligadas a una determinada estructura económica, e “ideologías arbitrarias”, que corresponden a percepciones individuales. A le vez, como hemos visto, va más allá de las visiones genéricas de Lenin y de Lukács, y la concibe en cuatro formas de distinto peso intelectual: la filosofía, la religión, el sentido común y el folklore y es en esta distinción donde funda parte importante de la investigación de los Cuadernos de la Cárcel.

Es el sentido común el que permite a Gramsci visualizar que no hay ideologías puras –como, en cambio, creía Lenin–, ni en el ámbito de la burguesía ni en la ideología proletaria. Hay contaminación, dado que la ideología se socializa no solo entre filósofos o especialistas sino principalmente en las masas a través del sentido común, de una forma, y en las creencias populares que tienen una enorme potencialidad. Podríamos decir que en la extensión del Estado y en la supremacía de la política, entendida como la búsqueda de consenso, persuasión, liderazgo, construcción de un proyecto interpretativo de la voluntad colectiva nacional radica la novedad que Gramsci construye a través de la noción de hegemonía.

6. En los Cuadernos de la Cárcel, Gramsci pone el acento en el valor moral y político de la cultura, que concibe integrada por tres factores principales: la historia, la obra de los intelectuales y el fin ético-político de la creatividad. Estos factores se entrelazan cuando se socializan los conocimientos y se pone de relieve el carácter historicista del consenso colectivo que cada época genera y el carácter de la propia conciencia crítica que es capaz de colocar en cuestión, como condición de desarrollo, todo dogma, todo precepto fijo.

Gramsci concibe al intelectual, desde el punto de vista filosófico, como el lugar principal de creación de la actividad nacional y como ideólogo y científico, como político y científico, como un verdadero “promotor” de la persuasión y, por tanto, analiza esta categoría de manera nueva: a partir de su función en la sociedad, ya que en tanto “funcionarios de la superestructura” mantienen compacto un determinado bloque histórico, pero, a la vez, dado que poseen autonomía respecto de la estructura económica y de los modelos establecidos, son también un factor de autocrítica del sistema y de los cambios de este.

El tema de la relación entre cultura y política, vinculado al papel de los intelectuales, es para el autor central en la conformación de la hegemonía. En los escritos anteriores a los Cuadernos de la Cárcel, ponía énfasis especial en el valor moral de la cultura, tema siempre importante en él a partir de su vínculo con Gobetti y con Croce.

En los Cuadernos, analiza de manera más directa el papel político de la cultura, que es la verdadera productora de la hegemonía, del despliegue de la guerra de posición y de la formación del consenso. Hay momentos en que Gramsci se refiere estrictamente a la cultura humanista en el ámbito de una concepción historicista, con la finalidad de conformar el carácter de la conciencia y de la voluntad del hombre colectivo. Otras veces, explica la cultura en sentido antropológico, como expresión de la vida propia de un pueblo. De allí el gran valor político e ideológico que confiere a la cultura, que podría considerarse integrada por tres elementos principales: la historia, la obra de los intelectuales y el fin ético-político.

A través de la guerra de posición se producen las transformaciones culturales en la sociedad civil, para lo que se requiere una verdadera socialización de los conocimientos precedentes, a fin de poner de relieve su carácter historicista, permitir el surgimiento del consenso colectivo –que supone ya una fase superior de internalización de nuevos valores, superando los adquiridos con anterioridad– y de la propia conciencia crítica, es decir, de un instrumental metodológico que ponga en cuestión todo dogma, todo precepto fijo y, en definitiva, acerque a la ciencia. Su meta es el desarrollo de la filosofía práctica, que constituye el momento superior entre la reforma protestante y la Revolución Francesa.

Ella será la base para la creación de un grupo propio de intelectuales y para la educación de las masas populares, que de esta forma pueden superar la cultura idealista. Al respecto es válida la contribución del iluminismo francés, que supo llegar a las masas campesinas y desarrollar un espíritu laico en la cultura.

El interés de Gramsci es indagar acerca de la cultura de masas, ya que concibe el quehacer cultural como elemento esencial de la reforma intelectual y moral, base de la transformación de los aparatos ideológicos del Estado y del Estado mismo. Justamente, esta posición de plena valoración de la cultura y de la supremacía de la política, le valió a Gramsci fuertes disidencias por parte del marxismo oficial, que lo acusó de intelectualismo y de aislar metodológicamente los factores culturales de la estructura económica.

Gramsci, en el vínculo orgánico del bloque histórico, identifica el papel de los intelectuales como categoría específica. Es el teórico marxista que dedica más espacio a la definición de la función de los intelectuales y a su integración social, ya que este problema está indisolublemente ligado a la formulación de una estrategia de cambio que tenga necesariamente en cuenta la tendencia creciente a la modificación radical de la estructura social que se genera con el paulatino desarrollo, así como del conjunto del sistema de producción capitalista.

Como hemos analizado, la concepción gramsciana de los intelectuales se articula a partir de tres fuentes. Una de orden político-social: los intelectuales son funcionarios de los grupos dominantes a nivel del Estado. Otra, de orden filosófico: el intelectual como lugar de creación del conjunto de la actividad nacional. La tercera, de orden cultural: el intelectual como ideólogo y científico, como político y científico, como “activista de la persuasión”.

Es decir, los “intelectuales orgánicos” son para Gramsci una categoría ideológica del grupo social dominante.

Sin embargo, en la función del intelectual no hay un simple reflejo pasivo de la estructura socioeconómica, sino una autonomía que, más que derivar del origen social del intelectual, deriva de su inserción en las diversas concepciones culturales. Muchas veces el intelectual se transforma en la conciencia crítica del sistema y, otras, en una conciencia autocrítica del sistema, lo que permite a los grupos dominantes, en este último caso, no aparecer en primera persona en la gestión del conflicto social.

Desde el punto de vista de la cualidad de las funciones intelectuales, Gramsci distingue diversas categorías, que van desde el gran intelectual al intelectual subalterno.

El primero es el creador de la nueva concepción del mundo y de las disciplinas que de ella derivan y cuyo prestigio trasciende la esfera de la confluencia propiamente política. La segunda es la de los organizadores, lo que hoy llamamos operadores culturales, que tienen una importancia significativa en la preparación del terreno social de extensión de la hegemonía a nivel de la sociedad civil. Él otorga gran significado, también, a los divulgadores de la ideología y de la cultura, adelantándose al significado que esta categoría tendría en el futuro.

Vigente es la calificación que hace de la combinación especialista más política de la naturaleza y el valor de las tradiciones, del folklore, del lenguaje, de la religión en la formación de la subjetividad colectiva; de la cultura nacional-popular; del sentido común, elementos que constituyen las bases de una teoría de la cultura que crea conciencia social y, a la vez, civilización.

De esta forma, democracia política es en Gramsci la tendencia a hacer coincidir a gobernantes y gobernados, es la transformación de las exigencias de la sociedad civil en derechos, pero, obtenido esto y, por tanto, más allá del liberalismo formal, es la consolidación de estos derechos en comportamientos y decisiones autónomas de la colectividad, basada en sólidos principios éticos y en una perenne transformación cultural.

7. Seguramente lo que hace que las categorías gramscianas sean capaces de penetrar en las complejidades de la sociedad moderna, es el hecho de que Gramsci aborda el capitalismo no solo como una formación económica, como un modo de producción, sino también como una forma de vida y, por tanto, confiriéndole una enorme capacidad de mutabilidad.

Lo que hace que algunos hagan de pensamiento gramsciano, aún hoy, un punto de referencia y busquen en él fundamentos a las más diversas estrategias políticas, y que otros le teman como a un “Caballo de Troya” del marxismo, es que el intelectual italiano establece que la construcción del poder cultural, de la dirección ideológica de la sociedad, es previa a la conquista del poder político y ello comporta un paso decisivo de la guerra –de todas las revoluciones en la historia– al consenso.

Por cierto, Gramsci tiene límites epocales, de circunstancias en las cuales elabora su pensamiento y de las propias convicciones que hay detrás de ellas. Mouffe sostiene –acertadamente, a mi juicio– que Gramsci no logra sobrepasar plenamente el dualismo del marxismo clásico y devela las inconsistencias internas de los Cuadernos de la Cárcel –encontrados en desorden después de su muerte–, los cuales dan paso a interpretaciones muy diversas.

Tal vez donde Gramsci resta, prisionero de manera más nítida de la vieja idea revolucionaria, es en la elaboración sobre “el moderno Príncipe”, es decir, en el rol del partido de la clase obrera, y ello resulta contradictorio con la ampliación del Estado, que el mismo propone como una de sus tesis más relevantes y modernas.

Sin embargo, son las propias categorías gramscianas y la ductibilidad de ellas, las que nos permiten ir, con Gramsci, más allá de Gramsci, siguiendo esa máxima de Rolland, y que el pensador italiano hace suya: la de vivir con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. La voluntad de pensar, a la cual no podemos renunciar.

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