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Crítica de cine: “Ismael”, la soledad de los niños extraños Filme del director trasandino Marcelo Piñeyro (1953)

Crítica de cine: “Ismael”, la soledad de los niños extraños

El estreno de esta película hispano-argentina, que relata una bella y cotidiana historia de desafectos familiares, ennoblece nuestra cartelera. Con un reparto que escribe los nombres de Belén Rueda, Mario Casas y Juan Diego Botto, entre sus créditos, la cinta exhibe todos los elementos que pueden hacer de ella un título recordable en la memoria: tiene buenos actores, y un guión de gran nivel literario y acabada sensibilidad. Además, presenta una fotografía que atrapa con maestría fílmica, uno de los parajes más hermosos de España, el litoral de la Costa Brava, ese lugar donde Roberto Bolaño se inspiró y vivió sus últimos días.


“Olvidar: gritar alto que la vida, lo único que traemos, es prodigiosa. Bajar a lo más pequeño naturalmente: un grano de arena, una hormiga, el pétalo de una rosa, y decir nuestro asombro. Nos hemos olvidado de la vida por tenerla tan a mano y nos hemos refugiado en entelequias —que convertimos en instrumentos de nuestra tortura—. Sacar de cada cosa algo bueno. Asombrarse. Hallar en todo razón de vida y darle gracias al cielo que es la tierra. Olvidar”.

Max Aub, en Diarios, 23 de enero de 1953

En la península ibérica abundan esas producciones cinematográficas llamadas de “nicho”. Donde realizadores de la trayectoria del bonaerense Marcelo Piñeyro (1953), han encontrado con justicia —luego de alcanzar el éxito en su país por cintas como Plata quemada (2000) y Caballos salvajes (1995) —, un lugar en esa constelación de estudios y filmadoras, que cuentan con millones de euros para financiar sus presupuestos.

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Así, con el objeto de llevar a cabo su octavo largometraje de ficción, este director tuvo, por ejemplo, el apoyo de las gigantescas Antena 3 y Zeta Audiovisual. El resultado se llama Ismael (2013), un filme protagonizado por los reconocidos actores Mario Casas (Félix), Belén Rueda (Nora), Sergi López (Jordi), el experimentado Juan Diego Botto (Luis), la actriz y modelo Ella Kweku (Alika), y el niño Larsson do Amaral (quien personifica al menor que bautiza la película).

Rodada en la ciudad catalana de Sitges y en hermosas locaciones de este municipio, como el litoral del Garraf, el paseo de la Ribera o la playa de San Sebastián; las direcciones de arte y de fotografía de este título, les sacaron el provecho necesario a fin de editar una pieza con ambientaciones que realzan la sensibilidad y la búsqueda existencial, que le otorgan la fuerza dramática a su libreto.

Hijo de un matrimonio fracasado y disfuncional, Félix no se llevó nunca bien con su madre Nora. Separados por distancias anímicas insalvables, y pese a que viven relativamente cerca (ella en Barcelona y él en Sitges), se eximen de visitarse a menudo: en realidad, jamás lo hacen. Profesor en una escuela que acoge a jóvenes con problemas de vulnerabilidad, el hombre roza o sobrepasa los 30 años. Vive solo, en una casa atrapada entre las rocas, sentado en su sillón, auscultando el mar Mediterráneo.

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En un aspecto ilustrador de lo bien construido que se encuentra este guión, la complejidad psicológica de Félix se vislumbra, mientras se suceden los cuadros y las secuencias de la película, tal cual si estuviésemos leyendo las páginas de una novela.

Frágil y atormentado emocionalmente, el hombre padece una cojera producto de un accidente automovilístico sufrido en la cúspide de su juventud. Esa deformación simbolizaría, en cierta medida, el derrumbe espiritual que lo agobia, a causa de sentirse víctima, en su niñez y adolescencia, de unos progenitores dedicados a cualquier otra cosa, menos a él y a su crianza. Esa extremidad averiada, expresaría el alma quebrada del profesor.

Existen pocos dolores que se comparen al que sufre Félix: la soledad de los niños extraños, ahora, transformada en la orfandad de los hombres solos. Y en una metáfora fascinante, cuando convalece de su grave lesión en la pierna, conoce a la fisioterapeuta nigeriana Alika, quien además de ayudarle en su recuperación, se enamora de él. Ambos, unos exiliados de la vida: ella por la condición de hallarse indocumentada en España, y el joven, por la precariedad identitaria y psicológica en la que se mueve continuamente.

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En ese romance de tres meses, leen juntos Moby Dick o La ballena blanca (1851), del escritor estadounidense Herman Melville (1819-1891). Un libro que además de constituir un maravilloso relato de aventuras, es una narración en la que se pone de manifiesto la trágica lucha del hombre con su destino mortal, un texto que también  representa el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal, y que analiza el verdadero rostro que se oculta tras la apariencia de las cosas.

Una novela grandilocuentemente bella, para referirse a un amor surgido en el centro de la necesidad más elemental, aunque, si lo pensamos bien, es desde las carencias abismales que terminan por nacer las afinidades que enlazan a los seres humanos para siempre. Y de esa pasión, como si el inicio de las páginas de Melville lo exigiesen, aparece el niño Ismael.

La búsqueda del padre es un tema clásico de la literatura, del cine y de las artes universales: se une con la indagatoria de lo que finalmente somos cada uno de nosotros, con la certeza del origen, de dónde venimos y por qué llegamos a ser esa cara que se contempla sorprendida en el espejo. Su pesquisa posee un carácter esencial sobre todo para los hombres, como si hallar esa respuesta, significara para los varones una tregua, levantar una bandera blanca con el mundo que les rodea.

Ismael (2013) es una bella y lograda película, con la libertad del mar en tanto escenario de sus claves y los reencuentros que propicia. Es un salto con respecto a los últimos títulos de la filmografía de Marcelo Piñeyro, un director versátil, de grandes motivaciones artísticas, y cuyo trabajo debe ser uno de los más logrados en su conjunto, si se le compara con los cineastas sudamericanos de su misma generación.

Sin ser pretenciosos, creemos que la cinta que comentamos, se inserta sin problemas en esa suerte de tradición cosmopolita a la que hacíamos referencia. En esa investigación creativa de rastrear en el pasado y alrededor de la figura paterna, o en la de un pariente estrecho, con el propósito de conocernos un poco más ante nuestros ojos.

De esa forma, aquí anotamos las señas de algunas novelas del inglés Charles Dickens; de Apa (Padre, 1966), la ópera prima del realizador húngaro István Szabó; de la Carta al padre (1952), de Franz Kafka; del filme Todo sobre mi madre (1999), del español Pedro Almodóvar; del libro La invención de la soledad (1982), de Paul Auster; de la cinta polaca Un cuento de verano (2007), obra de Andrzej Jakimowski, y de una joyita cinematográfica francesa de la década del ’90, estelarizada por Catherine Deneuve, Daniel Auteuil y dirigida por André Téchiné:  Ma saison préférée (1993).

En esta última, al igual que en Ismael, se escucha sobria y radiante, la música de las segundas oportunidades.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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