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Crítica de cine: “Joven y bella”, la intimidad de la educación sentimental La película del realizador galo Francois Ozon (1967) se exhibió en el último Sanfic 10

Crítica de cine: “Joven y bella”, la intimidad de la educación sentimental

El director francés, dueño de una de las trayectorias más sugerentes y provocativas de la filmografía contemporánea, tuvo su regreso a las salas chilenas, con este largometraje protagonizado por la joven actriz parisiense Marine Vacth. En esta obra, el autor de “5×2” y “La piscina”, entre otras, entrega una nueva variante dramática y audiovisual, de esos tópicos argumentales que atraviesan la mayoría de sus creaciones: el torcido rumor del oleaje que mueve los afectos de los seres humanos, el poder impredecible de las atracciones y del deseo sexual, la necesidad del cambio y de inventarse otras circunstancias, para seguir buscándonos a nosotros mismos y así, quizás, alcanzar la dicha.


“Se llenaba el corazón con aquellas lamentaciones melodiosas que se prolongaban en el acompañamiento de los violines como gritos de náufragos en el tumulto de una tempestad. Reconocía todas las embriagueces y las angustias en las que había estado a punto de morir. La voz de la cantante le parecía el eco de su conciencia, y aquella ilusión que la embelesaba algo de su misma vida. Pero nadie en el mundo la había amado con semejante amor”.

Gustave Flaubert, en Madame Bovary

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La frialdad de sus rasgos y lo hermosa que es Isabelle (17), el personaje interpretado por Marine Vatch, se transforman en un motivo estético más, uno de los tantos que posee Joven y bella (Jeune & jolie, 2013), la penúltima producción de Francois Ozon; una cinta que acaba de tener su avant premiere en Chile, a causa de la reciente versión del Santiago Festival Internacional de Cine, Sanfic 10.

Isabelle tiene la estampa y el porte de una modelo, además, lee con verdadera devoción toda clase de novelas y poesía. Lleva, asimismo, un día a día bastante cómodo junto a su hermano pequeño, su madre y el esposo de ésta, en un amplio y confortable departamento del centro parisino. Pero la muchacha es una solitaria, una femme fatale extraña, rara, invariablemente atractiva y seductora: un Arthur Rimbaud en versión mujer, si hasta en el trazo de sus cejas y en la caída triste de sus ojos -y en su sensibilidad- la Vatch guarda más que un aire con el “maldito”.

Escrita por el mismo Francois Ozon, Joven y bella se haya dividida en cuatro partes, que siguen el ciclo de las estaciones climáticas de un año, es decir: del verano, del otoño, del invierno y de la primavera. La referencia al cineasta Eric Rohmer, por ese detalle, parecería ser imperativa, también la de los escritores Marcel Proust, Lawrence Durrell y Anthony Powell, frente aquella distribución temporal de la narración, para la elaboración de un libreto.

El relato, así, parte en la primera de las épocas mencionadas, con la muchacha víctima de las pulsiones sexuales propias de la edad; una fabulosa escena, la exhibe, por citar, masturbándose afanosamente con una almohada. Unas secuencias después, e Isabelle experimenta, en esas vacaciones estivales, la pérdida de su virginidad.

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La danza para la música del tiempo que comienza, entonces –exacerbada en el audio, por la voz y la letra de las cuatro canciones de Françoise Hardy que dividen la cinta en igual número de partes-, dibujan a una Isabelle frustrada por esa inocua penetración, que no tuvo ni la fuerza del amor, ni tampoco el impulso de la pasión, ni menos, el arrebato de lo erótico. Los temas que se escuchan nítidamente de la famosa cantautora gala, aquí, son: “L’Amour d’un garçon”, “À quoi ça sert”, “Première rencontre” y “Je suis moi”. Se debe oírlos y traducirlos, porque son bellísimos.

Deseosa de sentir esos flirteos, los besos, los abrazos y esos encuentros que le hablan al oído las novelas y los versos de sus autores favoritos, y frente a la imposibilidad de llevar a cabo aquellos sueños, con algún chiquillo cercano (un compañero de curso o un vecino), la hermosa estudiante de 17 años empieza a prostituirse, utilizando el soporte y el amparo de una página web, especializada en ofrecer los servicios de acompañantes carnales de categoría.

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El gran guión redactado aquí por Ozon, despliega sus nudos, básicamente, sobre el tema de la soledad psicológica que padece esta joven susceptible, que se asume “distinta”, y por ende, muy diferente a los demás. Pero, también, se detiene en la difícil búsqueda por encontrarse a sí misma que emprende Isabelle, por toparse con su verdadera identidad y con su plena afectividad, a través del espinoso atajo (elegido por ella) que le abre el sexo pagado, un intercambio de energías sin sentimientos de por medio, salvo el establecido por la codicia del dinero y el de las necesidades del cuerpo.

Aunque existe otra alternativa, que el oficio se ejerza por gusto, por el placer que le produce a la muchacha, el que los hombres le facturen respetables sumas monetarias, a cambio, simplemente, de acariciarla, de tocarle el pelo, de darle un beso.

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Los guiños cinematográficos parpadeados por el realizador de Gouttes d’eau sur pierres brûlantes (2000), se escriben con franqueza, como siempre: en el nombre del alemán Rainer Werner Fassbinder, en los apellidos del español Luis Buñuel y su Belle de jour (1967), con la imperecedera actuación de Catherine Deneuve; en el patronímico de Jean-Jacques Annaud y su L’amant (El amante, 1992); en la filmografía entera de François Truffaut (aunque especialmente y con majadería inspiradora, en L’histoire d’Adèle H., 1975), y en el título europeo de dos créditos recientes: en Elles (2011), de Malgorzata Szumowska y que se haya protagonizado por Juliette Binoche, y en la inquietante Loverboy (2011), del director rumano Catalin Mitulescu.

“Pero este año sí, ya me lo prometí, voy a ser feliz”, apuesta por enunciar Isabelle –ese es el gesto técnico, por lo menos-, la aspiración a cumplir antes de que aterrice el próximo verano. Y ahí, en ese empeño existencial, en esa ilusión, anotamos las sílabas de un conmovedor y querido filme israelí, perteneciente a la cámara de Joseph Cedar: La fogota (Medurat Hashevet, 2004). Sus personajes, lo creo con convicción, estoy seguro de ello, rondaron el plató del autor de El refugio (2009), en esta oportunidad.

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La cámara y el montaje de Francois Ozon son siempre de un nivel superior a la media, y uno sabe, tiene la certeza, de que se encuentra, cuando se mira la proyección de Joven y bonita, de estar disfrutando de una película que será recordable en la bitácora personal y en el baúl futuro de los consuelos. La narración se desgrana impecable, y las escenas se juntan con una perfección, en la que nos queda todo absolutamente claro, sin nada extraño ni un motivo, ni una razón curiosa, por la que se deba consultar. El uso de la luz y de la fotografía, asimismo, generan un efecto de claroscuros y de elegante melancolía, que caminan en idéntico tranco con la tristeza y la desazón que sufre Isabelle, durante el largometraje.

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Por último, un regalo para la mirada de los incondicionales de Ozon. Aparecen mágicamente Charlotte Rampling, la cama bien hecha de una habitación de hotel y un espejo que, como el reflector de la saga de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, le enseña a Isabelle, el significado profundo, velado y oculto, de sus sueños órficos: los que se marcan en las líneas de su rostro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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