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Crítica de cine: “Big eyes”, la visión conmovedora de la soledad El último largometraje del director estadounidense Tim Burton es un drama de época

Crítica de cine: “Big eyes”, la visión conmovedora de la soledad

Uno de los realizadores más talentosos de la actualidad, regresa a las salas nacionales con su mejor crédito desde “El gran pez” (2003). En efecto, con esta película ambientada en las décadas de 1950 y ’60 -e inspirada en la historia real de la pareja de pintores compuesta por Walter y Margaret Keane-, el autor aprovecha de satirizar los círculos político-sociales que rodean a las artes visuales, de exponer una trama poderosa, y de desplegar, audiovisualmente, las formas estéticas que lo han convertido en un referente para creadores como Wes Anderson, G. Iñárritu y Michel Gondry: mostrar una exquisita fotografía, evocar rasgos propios de la animación en sus encuadres, y exhibir un montaje y una dirección de arte, de una calidad difíciles de apreciar en otros cineastas.  


“No se ha enamorado de ella por su cuerpo ni por su mente. ¿Qué es, entonces? ¿Qué lo mantiene ahí cuando todo le dice que debe marcharse? El modo en que ella lo mira, quizás, el apasionamiento de su mirada, la extasiada intensidad de sus ojos cuando le oye hablar, la sensación de que su presencia es absoluta cuando están juntos, de que es la única persona que existe para ella sobre la faz de la tierra”.

Paul Auster, en Sunset Park

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La crónica de una mujer enamorada que pinta lienzos, con una hija a cuestas, y que más allá de sus dolorosas necesidades afectivas, posee carencias económicas por resolver: de eso se trata Big eyes (Big Eyes, 2014), en una perspectiva algo más profunda de lo que podría observarse a simple y básica vista. Y, aunque no lo reconozca, claro, Margaret Keane (el personaje interpretado por Amy Adams), se ilusiona y eso, pero también sabe, bien en el fondo, o por lo menos lo intuye, que la felicidad puede transformarse en una serie de transacciones, y esas resignaciones, a veces, jamás concluyen.

Entonces, su arte, en este caso imaginarse cuadros de pintura, adquiere los contornos de una especie de un trance religioso: el de la exposición de su soledad y de la de sus verdaderos sentimientos. Sin embargo, y pese a, mucho más que lo anterior es este filme: se trata de la creación de un cineasta en plena posesión de una virtud técnica que separa a lo buenos y a los que no lo son: un estilo, un lenguaje audiovisual privativo y reconocible.

Y Tim Burton (California, 1958), es uno de los pocos realizadores actuales que registra esa firma dentro de la inmensa industria norteamericana, y por ende, sus obras traspasan la sensación de encontrarnos frente a un producto simbólico único, y ante una pieza cinematográfica hermosa, en esta ocasión: no sólo su argumento responde a una sensibilidad meditada y valiosa (la de una biografía humana verdadera), sino que todo lo que le pertenece en su conjunto, empezando por el guión escrito por Scott Alexander y Larry Karaszewsk.

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A eso, debemos añadirle la fotografía y la dirección de arte (la composición de esos factores resumidos en el cuadro de un lente por un director de cine), unos factores que aquí, resultan de primera categoría: un diseño de luces que evocan desde retratos de Rembrandt, hasta paisajes de Édouard Manet, en una simbiosis de inclinaciones pictóricas, que reflejan los afanes de Burton por fabricar una imagen, una escena, de precisiones inolvidables.

De esa manera, su lenguaje, que tiene puntos sinceramente altos a lo largo de su filmografía, como los representados por Beetlejuice (1988), El joven manos de tijeras (Edward Scissorhands, 1990), la saga de Batman (1989) y de Batman Returns (1992) –insuperables, en comparación a las secuelas que les han seguido-, Ed Wood (1994) y El gran pez (Big Fish, 2003), confluyen en un imaginario fílmico, que ha inspirado a directores del nombre de Wes Anderson (la referencia a Burton en El Gran Hotel Budapest, es manifiesta, por ejemplo); a Alejandro González Iñárritu (las claves que unen a Birdman con esta producción, sin ir más lejos, resultan reveladores); y al irregular Michel Gondry (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y La ciencia del sueño, son títulos que le deben a Tim gran parte de sus secuencias, y su “pulpa” estética misma, siendo justos y comedidos).

En esas coordenadas de análisis, Big eyes, sin transformarse en la mayor de sus cintas, corresponde a uno de sus créditos más ambiciosos. Un par de líneas dedicamos a los factores técnicos de su fotografía, pero el montaje de JC Bond es de una “casi perfección” en su hechura, que corre en una sintonía cualitativa con los detalles y la sincronización que expresan las escenas descritas por el texto del libreto.

(L-R) CHRISTOPH WALTZ and AMY ADAMS star in BIG EYES

Asimismo, la música interpretada por la cantante Lana Del Rey, empujan a un prendamiento del espectador con esta pieza, propiciada por una seria de alternativas artísticas, las que sopesadas en su totalidad, nos hablan a las claras de que respiramos en la atmósfera de un largometraje de ficción y biográfico, de unas propiedades audiovisuales muy por arriba de la “media”.

Las actuaciones del elenco, son otro campo estético importante a considerar: Amy Adams (Margaret Keane) y Christoph Waltz (en el papel de Walter Keane), asumen en sus encarnaciones el espíritu de tragicomedia que el director desea darle al asunto, un motivo que paradójicamente, siempre se mueve bajo las resoluciones de unas luces tenues y delicadas (Rembrandt), nocturnas; así, por lo menos, desde que la farsa, el plagio y el engaño -uno de los motores dramáticos de la cinta-, se expresan en su compleja y tortuosa emotividad (cuando el esposo se convierte en un personaje mediático, exitoso y célebre, presentando los cuadros de su cónyuge, como propios y de su autoría).

En efecto, Burton conduce sus esfuerzos narrativos a establecer los límites patológicos en que se bifurca, con el paso de los años y la solidificación del simulacro, la relación matrimonial entre Margaret y Walter; iniciada a vuelo de pájaro, con tantas ilusiones honestas y un amor sincero por parte de ambos, pero que, al poco andar, trasluce sus fallas de origen y unas mentiras que terminan por asesinar cualquier posibilidad de un vínculo pleno para la pareja.

BIG EYES

Esa faceta, una que le interesa recalcar y dejar delimitada sin fintas al cineasta, Adams (prodigiosa en su rol de mujer aplastada por las circunstancias) y Waltz (de graciosa credibilidad, de principio a fin), la asumen de una manera, y con una afectada disposición corporal (característica de los “dibujos animados”), que sólo eleva la altísima naturaleza del producto resultante (en este punto, los parentescos entre el realizador acá comentado y Wes Anderson, se intensifican).

La aparición, por último, de Terence Stamp (personificando al crítico de pintura John Canaday), y del periodista cultural Dick Nolan (el actor Danny Huston), reflejan otra de las aspiraciones argumentales de Burton: levantar un documento audiovisual ácido y satírico, en torno a la fauna humana que se mueve alrededor, o que de frentón conforma, los circuitos de las artes visuales al interior de una sociedad contemporánea; y la primacía inobjetable para su valoración y divulgación (finalmente de su “historización”), que tienen para ello, los medios de comunicación masivos en la vida social y política de una comunidad.

Con una puesta en escena ambientada en la California de las décadas de 1950 y ’60, y que transita inclusive por la paradisíaca Hawaii, Big eyes es un largometraje de trama y de cinematografía poderosa, en cuya fabricación, amén de cruzarse una reflexión original y sugerente acerca de cómo filmar una película (el acto de contar una historia a través de imágenes y fotogramas), igualmente desliza hondos pensamientos en relación a la condición humana y profesional de las mujeres en los Estados Unidos de mediados del siglo pasado.

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Y detrás de esos ojos grandes, de la mirada que Burton realiza sobre un icono de lo kitsch y de la cultura pop norteamericana, se encuentra la perspectiva y la región áurea de una soledad infinita, de una sensación de fracaso que imposibilita cualquier acción o desplazamiento existencial, a fin de modificar o cambiar un destino nefasto. La ternura con que el cineasta, nos presenta a Margaret Keane (1927) -con el concurso y la participación de Amy Adams-, jamás, ni por un ápice, deja de conmovernos en el buen sentido de la propuesta.

Porque la pintora, quien todavía vive, es una mujer abandonada, sensible y hermosa, pero denostada por estar divorciada y con una hija a la que debe mantener, y que en la búsqueda de una redención, de una salvación, cae bajo la aflicción y la opresión de un esposo y de un fino embaucador, el que sólo la utiliza y la cataloga como una máquina para pintar. Y permanece el arte, el refugio de la creación -guarida que por irónico que parezca-, en una de esas vueltas rarísimas de su derrotero, le tiende una mano, y también, el atajo de su realización más íntima y personal: Big eyes, así, es uno de los grandes estrenos en lo va de 2015, un año pródigo y generoso en el estreno de buenos filmes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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