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Crítica de cine: “Allende en su laberinto”, no habrá más penas ni olvido El filme de Miguel Littin se inspira en las últimas siete horas de vida del líder de la UP

Crítica de cine: “Allende en su laberinto”, no habrá más penas ni olvido

Antes que cualquier juicio de tipo artístico o técnico, debemos agradecerle al realizador nacional por enfrentarnos, audiovisualmente, con un discutido e imprescindible episodio de nuestra historia republicana: la muerte del ex Presidente en La Moneda, luego de dar la batalla al asalto de tropas regulares del Ejército y de padecer un devastador bombardeo aéreo, durante el Golpe de Estado, ocurrido el 11 de septiembre de 1973. Luego, diremos que, pese a su precariedad en la puesta de escena –para ser una película de época-, y de las irregularidades de un guión, que erróneamente prescinde de pasajes verídicos claves, a fin de recrear la bélica jornada, lo más rescatable de la obra, sin embargo, se rastrea en la actuación de Daniel Muñoz (en su rol del mandatario socialista), y en la opción del director, por omitir la tentación de “documentalizar” el montaje, de este digno crédito de ficción.


“Para hablar con los muertos / hay que saber esperar: / ellos son miedosos / como los primeros pasos de un niño. / Pero si tenemos paciencia / un día nos responderán / con un regreso oscuro de pájaros”.

Jorge Teillier, en Poemas secretos

allende5Relatar de una forma cinematográfica creíble, los hechos que integraron la crónica santiaguina del 11 de septiembre de 1973, requiere de recursos materiales y financieros, por lo menos en esta hora, privativos sólo a la gran industria hollywoodense: pensemos, solamente, en la situación de montar “con realidad”, un ataque aéreo que simule ser –con rasgos reconocibles- el centro de la capital chilena.

Por eso, el esfuerzo creativo de Miguel Littin (1942), debe ser ponderado bajo aquellas limitaciones evidentes e innegables: y el resultado global, con sus aciertos y errores, termina siendo más que aceptable; tanto para su labor, como para la del equipo dramático y de producción.

Ante ese diagnóstico, que a otro director menos convencido y entusiasta podría haber desanimado, el autor de Compañero Presidente (1971), opuso una estrategia fílmica quizás algo conservadora en su puesta en escena, pero audaz en la interpretación histórica y audiovisual, de sucesos que, hasta hace poco, estaban rodeados de un áurea de verdad imbatible: es decir, grabar la trama en interiores cerrados, absolutamente verificables (habitaciones que semejan proyectar la casa de Tomás Moro y el Palacio de Gobierno); y en compensación, ofrecer una versión atrevida y difícil de comprobar –dado el paso del tiempo y las versiones de los testigos presenciales (desaparecidos físicamente casi todos)-, de cómo habría muerto el político socialista, en ese instante, la máxima autoridad pública de la nación.

El levantamiento de tales ambientaciones, no obstante, resulta precaria y endeble en sus detalles, sin mucho ingenio, ni sofisticación ni preocupación, en su formulación artística y fotográfica; en ese sentido, y tratándose de una película de época, lo señalado constituye un factor que termina por arrebatarle cualidades y logros -en su realización final- a Allende en su laberinto (2014), el décimo tercer largometraje de ficción, de la trayectoria profesional de Miguel Littin.

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Ahora, la opción de filmar casi restrictivamente en estudios de grabación interiores –de hecho, sólo se registra un plano exterior en la película (cuando Allende se traslada desde su residencia hasta La Moneda por la Costanera, a la altura del Parque Balmaceda)-, tampoco significa que no se pueda rodar con brillo y satisfacción cinematográfica, una pieza inspirada en hechos de guerra, con tintes apocalípticos y desastrosos, para la totalidad de sus protagonistas.

En efecto, el título alemán La caída (Der Untergang, 2004), de Oliver Hirschbiegel –un crédito que retrata el destructivo hundimiento del Tercer Reich (abril de 1945)-, discurre la mayoría de su tiempo diegético, en un 90 % por lo menos, en el espacio de ambientaciones cerradas. Así, sólo sabemos que estamos en el acto póstumo de una conflagración bélica (la Segunda Guerra Mundial), nada más que por lo que acontece y se oye fuera del campo de la cámara (es el sonido de las bombas y de las explosiones, sumadas a los diálogos entre los actores, lo que nos indican la proximidad y el desarrollo de un frente de batalla).

La diferencia de aquella obra, con Allende en su laberinto, sin embargo, resulta estética y dramática: si por un lado, Hirschbiegel es cuidadoso en gestionar una dirección de arte de gran factura, Littin, en cambio, parece no darle demasiada importancia a este aspecto; y si el germano se preocupa de utilizar un guión bastante ambicioso en la caracterización de múltiples historias paralelas y en la gestación psicológica de sus personajes, Littin, en su defecto, sólo centra su foco y atención, en la figura del valiente Presidente.

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Quizás, analizando esos factores de producción, no fue la mejor decisión que el mismo director elaborara la escritura del libreto, debiendo haber delegado esa función, en la responsabilidad de un especialista del género, quien, a su vez, podría haber estado asesorado en los pormenores de la redacción del texto, por un amplio grupo de historiadores, tal como lo hizo el creador alemán, en la etapa previa del mencionado ejemplo.

Ante esas conclusiones críticas a la factura audiovisual del largometraje nacional, lo más destacado del conjunto, empero, se observan en la actuación de Daniel Muñoz, el intérprete encargado de personificar la figura de Salvador Allende, en las horas de mayor dificultad que, sin duda, tuvo que afrontar durante las distintas facetas de su peculiar existencia; e, igualmente, en las variantes dramáticas que ofrece Littin, a fin de expresar ese trance límite y sus consecuencias, tanto en los comportamientos, como en las decisiones adoptadas por el entonces mandatario (lo que no equivale al despliegue de un buen guión, sino que a la novedad de las hipótesis que este plantea, en relación a lo que se tiene por establecido y aceptado, en la representación de un acontecimiento preponderante de la historia de Chile). En esos puntos, descansan, y no en otros, las fortalezas técnicas de un filme que, aún con sus deficiencias, era a todas luces necesario en la cartografía del cine nacional.

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Con esta observación, tampoco afirmo que el largometraje -en su columna narrativa-, evidencie lagunas y problemas rotundos en torno a su continuidad secuencial: sólo peca de contener un argumento simple, por lo menos para un relato que pudo haber sido de una mayor profundidad ideológica y de una elevada ambición conceptual y literaria, dentro de los parámetros de su realización global, sólo eso. Pues salvo el papel de Augusto “El Perro Olivares”, e incluyendo al personaje de la Payita (Aline Küppenheim), el Presidente Allende parece acompañado por un grupo de autómatas que le siguen con escasos cuestionamientos a un final trágico e indeclinable, con el agregado de uno que otro cliché dramático (emergen unos roles poco delineados entre sus incondicionales, que se sacrifican con gusto por un gobierno sentenciado a su muerte y agonía), de esta manara, el abanico de caminos y afluentes narrativos, ofrecidos por Littin, se ubican en la obviedad y la escasa elaboración artística.

En la manifestación de esos motivos, el autor descarta pasajes históricos de relevancia en la descripción del argumento (la lectura radial de los Bandos Militares por la radio, sin ir más lejos, que es como se enteró Allende de la traición de Pinochet, o una posible secuencia que exhibiera a los generales golpistas, desenvolviéndose en el cuartel de Telecomunicaciones del Ejército, en Peñalolén, por ejemplo, que fue desde donde comandaron sus acciones); para inclinarse por una especie de introspección en los miedos, la conciencia, las dudas y el heroísmo, del ex mandatario durante esos minutos atronadores, en los que el final abrupto y la sangre, se olían y derrochaban, sin vuelta atrás. Entonces, y quizás sin buscarlo entre sus propósitos, la acción decae en intensidad y agilidad.

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Un acierto de Miguel Littin, no obstante, radica en la plasticidad y en el lenguaje escogido por éste, con el propósito de llevar a cabo el montaje del filme. Situado en la dificultad de escenificar en sus más amplias posibilidades, la crudeza de un bombardeo perteneciente a un episodio de guerra, y de recurrir a tanques reales que transitaran enfilados por las calles del Centro de Santiago, el director echa mano a soluciones audiovisualmente muy bien sostenidas y armadas: a un par de aviones que sobrevuelan La Moneda, al momento de que se escuchan ráfagas de misiles y de estallidos (un punto a favor del diseño de sonido en esta oportunidad), y a imágenes captadas por la televisión chilena, durante las horas matutinas de ese martes 11 de septiembre: no tenía otras posibilidades el realizador, y el efecto, utilizados esos planos a modo de un flashback, para nada rompe los códigos ficcionales y estéticos del crédito: pues no abusa del recurso. Un ejemplo: el poético discurso de despedida del Presidente, es pronunciado, sin intervención de grabaciones de archivo, enteramente, por la voz y la declamación del actor Daniel Muñoz.

Allende en su laberinto, en definitiva, dista de constituir parte de las mejores cintas, adscritas a la celebrada trayectoria de su director, pero su esencia, se halla lejos de ceñirse y definirse sólo en los límites de la imagen y de su composición sonora: su valor es también político, sociológico y cultural. En un país que rehúye del debate de ideas serio y con altura de miras, la propuesta de Miguel Littin representa una bocanada de aire fresco y puro, para reflexionar, a través de la veracidad insuperable de un fotograma, en los miedos, traumas y frustraciones, que han hecho de Chile, un país con destino trunco. Bienvenido sea, entonces, su feliz estreno. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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