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Crítica de cine: “Los ocho más odiados”, el discreto encanto de los forajidos

Crítica de cine: “Los ocho más odiados”, el discreto encanto de los forajidos

El décimo largometraje de ficción del realizador estadounidense Quentin Tarantino -nominado a tres Globos de Oro 2016-, viene a manifestar una suerte de conjunción audiovisual de los principios estéticos que han inspirado su camino, desde la ya señera Perros de la calle (1992): plasticidad fílmica de la violencia delictiva, diálogos y narración cinética incardinadas a las directrices de un libreto notable, y el regreso a las ambientaciones reducidas y limitadas, acechadas por lo que sucede en el “fuera de campo”.


“Pero a mi espalda escucho, en el frío golpe del viento. / un crujir de huesos y la risotada que va de oreja a oreja”

S. Eliot, en La tierra baldía

Una obra como Los ocho más odiados (The Hateful Eight, 2015), sólo puede analizarse a la luz de esa peculiar serie de inquietudes artísticas que habitan en el genio creativo de un director con las credenciales del norteamericano Quentin Tarantino (Tennessee, 1963): el deseo por forjar un particular universo cinematográfico -en cuanto a sus temáticas y motivaciones-, pero cuya poética se efectúa con un respeto irrestricto a los cánones técnicos de la disciplina audiovisual, dentro de las fronteras propias del campo de la ficción.

Resumido en pocas líneas: lo que hace el realizador de Pulp Fiction (1994), nace de utilizar lo mejor que brinda la experticia de los grandes estudios, a fin de grabar situaciones diegéticas (inventadas), donde se entrecruzan paradigmáticos tópicos de la cultura docta y popular. Ahí, por ejemplo, encontramos su adicción a los diálogos de rasgos filosóficos y existencialistas, por un lado, y la afición por reproducir historias características del cómic y del cine de animación, por otro: la construcción de sus relatos, teñidos por la fantasía de la ultra violencia, apuntarían hacia esa innegable localización.

Los ocho más odiados, de esa manera, se presenta bajo la forma de una pieza maestra: un crédito que viene a transformarse en la representación de los afanes más perseguidos y buscados por la filmografía de Tarantino: elaborar un excelente largometraje, en las redes de esos argumentos sacados del western y del género negro, pero rodados y exhibidos, con la lógica de una formidable producción cinematográfica y audiovisual.

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Así, el primer punto a diseccionar en esta crítica, dice en relación a la opción del autor por concebir una historia dramática intensísima (valiéndose de reputados actores), y desarrollada al interior de los estrechos límites impuestos por una casa-refugio, en medio de la nieve, y situada en el corazón del estado de Colorado (centro oeste de los Estados Unidos). De hecho, son sólo un par los escenarios que constituyen el plató de la cinta: los parajes blancos y sus bosques de pino (que bordean las Montañas Rocosas durante el frío invernal), y la ya citada hospedería.

En ese espacio, se despliega la reflexión fílmica de Tarantino, fundamentada, más que nada, en un guión sobresaliente (una de las tres nominaciones que tiene este título para los cercanos Globos de Oro), y un texto que coordina los diálogos, los intervalos de la acción, y por supuesto, los desplazamientos de una cámara virtuosa: exquisitos travelling, primeros planos, tomas generales, en fin, lo que anhele un ojo exigente, fotografiado en esta ocasión, por un foco formato Ultra Panavision 70 (que usa películas de 65 milímetros, pero que después se amplía en cinco al momento de la proyección); el celuloide de mayor ancho que se ha creado con fines de divulgación comercial, y cuyo uso invoca a la épica, y a la composición de encuadre, de los inolvidables clásicos rodados por un William Wyler (Ben-Hur, 1959), o de un Ken Annakin (La batalla de las Árdenas, de 1966).

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Debemos detenernos en la dificultad y en el logro artístico que significan grabar un producto en que se funden por lo menos tres modelos de narración dramática y cinematográfica, y luego salir airosos, tras observar sobre la pantalla grande, una sucesión de secuencias de casi tres horas de duración: en efecto, la vivacidad y la fuerza del relato, nunca desfallecen. Tal diagnóstico se encuentra amparado, además de por ese guión provisto de aplaudibles cualidades literarias, y en la música incidental creada por el italiano Ennio Morricone (una hipérbole sonora del suspenso), para la ocasión.

Las claves ideológicas y reflexivas de Tarantino navegan, justamente, en esa mínima y “exagerada” verificación del campo de lucha y de acción cinética: ocho roles que se enfrentan al interior de un espacio escénico reducido (la amplia y única ala del refugio decimonónico), y la importancia que adquieren, a fin de dibujar ese proscenio mínimo, los acontecimientos que ocurren afuera de la rústica residencial: desde la tormenta por venir, la caída del fenómeno climático propiamente tal, y el arribo de los exiguos contingentes que llegarán a enfrentarse por el control de la misma locación.

(L-R) TIM ROTH and WALTON GOGGINS star in THE HATEFUL EIGHT. Photo: Andrew Cooper, SMPSP© 2015 The Weinstein Company. All Rights Reserved.

Y es un éxito que esa empresa audiovisual, arribe casi a la perfección de sus desenlaces artísticos y técnicos, con unos elementos ambientales brevísimos en su extensión física, pero complejos bajo una idealización conceptual. Porque en última instancia, los propósitos simbólicos de Quentin Tarantino, apelan a la conformación de un microcosmos representativo de la sociedad norteamericana, desde mediados del siglo XIX (Guerra de Secesión, 1861-1865), hasta nuestros días. Resuenan, entonces, los nombres del presidente Abraham Lincoln, la añoranza sureña por las riquezas y el paraíso perdido, las pugnas étnicas que han conmovido la trayectoria política estadounidense y, por supuesto, la mención y el guiño creativo al español Luis Buñuel y a sus ángeles exterminadores.

La teatralidad del western, sin ir más lejos, sirve al director para llevar a cabo una expresión semiótica y cinematográfica, en torno a la barbarie, la venganza, lo inapelable de un combate a muerte, aunque sea sólo entre ocho seres humanos. Con la espectacularidad por el detalle de una tela compuesta por Pieter Brueghel, en los encuadres de Tarantino triunfan el festín y la algarabía de lo trágico, conducidos hacia un infierno real y esperpéntico, un delirio que pugna por transformarse en una poética del horror, pero que siempre guarda el encanto y la inteligencia de la ironía, tanto en sus diálogos, como en el desempeño natural y básico de los actores en su lógica interpretativa.

Así, Los ocho más odiados, enjuiciado en esa totalidad de presupuestos, termina por convertirse en un largometraje brillante, que no sólo aumenta la fama y el mito de su realizador -en cuanto audiovisualista de prestigio incomparable-, sino que también promueve el pensamiento en torno a la soledad, la marginalidad y la humanidad, que guardan las balas de una pistola, y la existencia viva, palpable y concreta, de un grupo de sangrientos forajidos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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