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Crítica de cine: “Hombre irracional”, la emoción de la posibilidad

Crítica de cine: “Hombre irracional”, la emoción de la posibilidad

La nueva película anual de Woody Allen -el mayor de los directores cinematográficos vivos de hoy (junto a Godard)-, cumple con la totalidad de los ritos artísticos que se le exigen a un filme de su autoría: un reparto con nombres impresionantes, citas de escritores y de filósofos importantes en los diálogos, para justificar su postura existencialista y una puesta en escena ambientada sobre la costa este estadounidense (y lo que implica aquello, culturalmente). El realizador de Brooklyn mantiene, así, la regularidad dramática y audiovisual de sus últimos créditos.  


“Mi vida terminó dos veces antes de terminar”.

Emily Dickinson, en el poema 1732

El largometraje de ficción número cuarenta y cinco de Woody Allen (1935), sorprende al genial artista en el ingreso a las ocho décadas tatuados encima de su carnet de identidad. Y la celebración creativa, si bien resultó satisfactoria, tampoco corresponde a un hito notable o a un título imperdible de su larga filmografía: Hombre irracional (Irrational Man, 2015) puede apreciarse como una obra madura, interesante si se quiere, y reiterativa en ciertos aspectos, si la comparamos con otras producciones del cineasta oriundo de Brooklyn, pero siempre presa de su firma audiovisual, y con el certificado de su talento y de su genio, ambos históricos y formidables.

Primer rasgo en el análisis de una cinta de Allen: el nombre y la calidad de los actores que protagonizan sus piezas. Joaquin Phoenix (Abe) y Emma Stone (Jill), el dueto estelar de Hombre irracional, equivale a mencionar a un par de apellidos importantes en el cine de habla inglesa de la hora presente. Un par de íntérpretes completísimos, y su desempeño en esta obra recuerda a la pareja que conformaban el mismo Woody y Diane Keaton, en los filmes más aplaudidos de éste.

La cinta que abordamos, en efecto, cabe ser situada –debido a sus atributos estéticos y técnicos- en el género de la tragicomedia, una estela de Allen, que tiene sus mejores ejemplos en Crímenes y pecados (1989), Maridos y mujeres (1992), Misterioso asesinato en Manhattan (1993) y El sueño de Cassandra (2007). Phoenix encarna a un profesor de filosofía que llega contratado a una universidad de Rhode Island (centro educativo y católico por excelencia de la costa Atlántica estadounidense), y precedido de una dudosa fama de pensador, mujeriego y nihilista. En esas circunstancias conoce a Stone, una alumna que se fascina con su atrevimiento, soledad desgarrada, y fracturas y dolores “internos”. Luego, el argumento se difumina en nudos más o menos predecibles, incluidos la aparición y el peligro del romance, que surge entre ellos.

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Es tan rescatable la actuación de Phoenix, que su participación en Hombre irracional, puede ser entendida, igualmente, como una segunda parte de su rol en la Vicio propio, de Paul Thomas Anderson (y la Stone, no se queda atrás, y trascribamos sus incursiones recientes en la Birdman, de Alejandro González Iñárritu, y en Magia a la luz de la luna, del mismo Woody). Los pensadores germanos Immanuel Kant y Martin Heidegger, el danés Kierkegaard y la poeta norteamericana Emily Dickinson, son citados por los personajes del realizador, en una estrategia discursiva para justificar y situar la meditación en torno al nihilismo, y el misterio del azar, que ofrece este título.

Sin ir más lejos, Abe (Phoenix) se encuentra, mientras transcurre el tiempo diegético de la trama, enfrascado en la escritura de un libro que recoge las relaciones del filósofo alemán contemporáneo (el autor de Ser y tiempo), con la ideología nacionalsocialista, durante la década de 1930.

La cámara de Allen (en un plan ideológico de cinematografía de lo “finito”), uno de los aspectos más subvalorados por la crítica al momento de diseccionar sus filmes, se muestra aquí, arropada con sus mejores trajes: el seguimiento de las caminatas románticas y sus pormenores, entre el académico y su amiga y discípula; los planos cerrados que enmarcan los chispeantes y vivaces diálogos que irrumpen entre los personajes, bajo una combinada síntesis de ambientaciones de estudio y luminosos exteriores, alentados, sin duda, por el brillo, el rumor y los secretos del océano Atlántico.

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El “sin sentido” y el absurdo se unen en el director, a fin de recrear lo paradójico y la búsqueda de hechos inmortales, por parte de los seres humanos. Así, juntarse y verse en una cafetería, recorrer al lado de una amiga un parque, o atravesar en compañía los vientos que soplan en una playa, representan en el lenguaje audiovisual del cineasta norteamericano, objetos y acciones trascendentales (por contradictorio que la afirmación nos parezca): el nacimiento y el encuentro del amor, por ejemplo, como una metáfora y una salida, a la agobiante certeza de que cada uno fallecerá, dentro de un tiempo contenido en la rueda de la fortuna incierta, los acontecimientos inverosímiles y ridículos.

El asunto del “existir” es un fenómeno cuestionado en gran parte de la trayectoria autoral de Allen, entre preguntas sobre la ausencia o presencia de un ser superior que guíe los destinos y los asuntos humanos, y los hallazgos y rupturas (en apariencia fortuitas) que envolverían el tránsito, y los ir y venir, de los roles concurrentes al argumento del libreto y de los caracteres imaginados por la trama.

Si bien la estructura del guión es uno de los puntos fuertes en casi todos los trabajos de Woody, en esta ocasión, la fuerza dramática decae por instantes, en una falencia que antes que ser una culpa del montaje, resulta achacable al libreto y sus lagunas narrativas y literarias. Es tan palpable la veracidad de este juicio, que Hombre irracional se haya sostenida cinematográficamente, primero, por el desempeño actoral del dúo estelar, segundo, por el oficio y las intuiciones visuales del lente y el ojo del director, y tercero y recién, por la categoría y el impulso artístico de la historia misma.

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Se advierte, asimismo, una caída cualitativa en un elemento siempre de culto en los créditos del director neoyorkino: la belleza musical y el significado sensitivo de los temas que escoge para sonorizar las escenas preponderantes de sus películas, aquí extraviados, y francamente invisibles para el oído.

El concepto que en definitiva entrega una justificación “fílmica” a esta obra anual de Allen, radica abiertamente en la forma de plantear temas profundamente imperecederos, eternamente novedosos, y que rondarán la mente del género humano libremente, hasta que el planeta deje de girar y rodar por encina de la nada: el ansia y la emoción de la posibilidad (conseguida con la composición y en las minucias visuales de un fotograma, de una mirada o en la disposición y el gesto de los músculos de un rostro), el instante de la decisión (escoger una dirección u otra, un camino o esta vía), y el minuto totalizador, inesperado e inabordable, donde lo que asemejaba seguro se evade, y se tritura y estalla en mil consecuencias funestas jamás pensadas, ni menos, siquiera, sospechadas. Y a comenzar otra vez de nuevo, si es que aparece, la oportunidad.

Hombre irracional es un filme correcto, “mediano” y una experiencia estética satisfactoria a final de cuentas (¿pero qué largometraje del autor estadounidense, acaso, no posee, no tiene, no guarda una secuencia que nos conmueva, una frase que nos haga pensar más allá de nuestras narices y posibilidades?). Lejos del aplauso, la adhesión incondicional y de la admiración desbordada que provocan creaciones como Annie Hall, Manhattan, Hannah y sus hermanas, o Match Point (un cuarteto de piezas maestras), la cinta que inspiró estas líneas, será siempre, aunque parezca una perogrullada: una película del gran Woody Allen.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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